Jueves, 2 de junio de 2022

En 1883 Gauguin está trabajando con Pissarro y se siente plenamente identificado con el Impresionismo. En 1888 pinta la Visión del sermón, un cuadro que el poeta simbolista Georges Aurier aclama como paradigma de una nueva pintura. En contraste con la «pintura de sensaciones» del Impresionismo, Aurier la califica como «pintura de ideas». Aunque no está claro que el propio Gauguin fuera plenamente consciente de ello, el cambio que tiene lugar en ese breve lapso de cinco años es uno de los más profundos que registra la historia del arte. No afecta sólo a la trayectoria individual de Gauguin, ni se limita al ámbito de la pintura, sino que se integra en un movimiento más amplio, que se manifiesta también en la creación literaria y afecta a las creencias, ideas y actitudes de toda una generación. Podría decirse más: si hubiera que situar en un punto cronológico preciso las raíces de la condición de vanguardia, tal como la asumieron y la vivieron los jóvenes artistas de comienzos del siglo XX, habría que señalar probablemente la frontera crítica de esos años intermedios de la década de 1880.

Para una historia de la pintura contada en términos de movimientos artísticos, el proceso al que acabo de aludir podría definirse como una transición del Impresionismo al Simbolismo. Pero la historiografía artística maneja una imagen borrosa del Simbolismo, un movimiento cuyo papel en la génesis de la vanguardia artística resulta problemático para muchos historiadores. Sea ello como fuere, la presente exposición se centra en una cadena de transformaciones concretas de la práctica pictórica, un eje en el que Gauguin tiene un papel central.

Nacidas en el seno mismo del Impresionismo estas transformaciones afectan tanto al dominio de los recursos específicos de la pintura como a su relación con el contexto social y cultural. En cada uno de esos dominios acaban por configurarse como una crítica radical de los dos principios básicos del Impresionismo: la creencia de que la pintura debía ser refundada en nombre de algo así como una «mirada natural», y la creencia de que debía integrarse en la vida moderna. En los sucesivos apartados de la exposición, Guillermo Solana (comisario de la exposición), nos muestra el avance de la crítica de Gauguin a lo largo de estas dos líneas. Inducido en parte por sus encuentros con Pissarro, Cézanne, Degas y Bernard, Gauguin crea un nuevo lenguaje pictórico que postula la arbitrariedad subjetiva del color y de la línea frente a la supuesta objetividad de la mirada impresionista. Al mismo tiempo, y en esto su contacto con Van Gogh es decisivo, se separa del mundo moderno para postular un nuevo retorno a los orígenes. Concebido como una huida, este retorno adopta inicialmente las figuras de una tradición pastoril que, procedente de la Antigüedad, no había desaparecido nunca de la Europa moderna. En una fase posterior, el tono conciliador de la evocación pastoril se esfuma para dar paso a una exaltación de lo demoníaco y a una guerra exacerbada del artista contra el mundo moderno y su racionalidad. Que esta guerra antimoderna se predicara paradójicamente en nombre del futuro fue la clave de la fascinación que ejerció sobre los jóvenes artistas del siglo XX.

— Tomás Llorens, Conservador Jefe MuseoThyssen-Bornemisza

Ir al Catálogo de la exposición «Gauguin y los orígenes del simbolismo» celebrada del 28 de septiembre de 2004 al 9 de enero de 2005 en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza.