André Kertész

André Kertész. Chez Mondrian. París, 1926Es un piso europeo. Una naturaleza muerta con alma triste y flor de plástico donde el sol es de la comunidad y a la luna la eclipsa el sombrero.

En ese afán de los fotógrafos por contarnos algo más de lo que ven, parece que Kertész se decanta hacia el melodrama y nos quiere hacer pensar en un Mondrian humanizado que, con paso todavía ágil, sube por la escalera y al llegar al rellano deposita la bolsa de la compra en el peldaño contiguo, apoya la carpeta en el quicio y abre la puerta a la vez que, pulcramente, se limpia los zapatos en el felpudo. Una vez en el contraluz mira de reojo a su flor holandesa y, silenciosamente, aparca el sombrero en la percha.

Es por la tarde de un soleado día primaveral y en su carpeta, por primera vez desde hace mucho tiempo, no lleva las nutricias acuarelas de flores sino las perspectivas del estupendo proyecto que acaba de elaborar para el salón de Madame Bienert.

La apoya con cuidado en el lateral de su mesa de trabajo. Sobre el tablero, ordenado con pulcritud ortogonal, sus gafas junto a un par de bocetos de cuadros y una carta que escribió por la mañana y dejó en reposo. La relee, la firma, la pliega meticulosamente y la introduce en un sobre dirigido a Miss Katherine Dreier en New York.

Vuelve a la entrada y se prepara para salir, pero antes de marchar recoge el florero que el fotógrafo cambió de sitio y lo coloca en su lugar.

Cierra la puerta, saluda a un vecino y comienza a caminar en dirección a la estafeta de correos mientras en su cabeza se arremolinan abundantes pensamientos rectangulares.

Por Enrique Larroy. 2002.

Créditos fotografía: Chez Mondrian. París, 1926. Gelatino bromuro de plata, 28,2 x 21,5. Copia moderna, Colección Julio Alvarez Sotos.

Fuente: Catálogo de la exposición «Mirar al mundo otra vez». Galería Spectrum Sotos, 25 años de fotografía.

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