Diego Velázquez: El bufón Calabacillas

Diego Velázquez (1599-1660): El bufón Calabacillas, ca. 1635-1640Diego Velázquez (1599-1660): El bufón Calabacillas, ca. 1635-1640.
Óleo sobre lienzo, 106 x 83 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1205.


Sentado sobre unas piedras, con las piernas cruzadas en incómoda actitud, alza la mirada estrábica con una ambigua sonrisa y mantiene sobre las rodillas las manos apretadas sosteniendo algo impreciso. Viste jubón verde oscuro, con amplio cuello y puños de encaje de Flandes. Delante de él, un recipiente como vaso o barrilito lleno de vino y, a un lado, una calabaza que cubre, rehaciéndola, una jarra de asa, que ocupaba su lugar en un primer intento del pintor. Al otro lado, una cantimplora dorada, como indica el inventario del museo de 1854, que luego se interpretó como otra calabaza, debido a la obsesión por identificar al personaje con un bufón, Juan Calabazas, que sirvió al cardenal infante don Fernando y pasó en 1632 a servir a Felipe IV, muriendo en 1639. Se pensó sin duda que las calabazas —la verdadera y la falsamente entendida por tal— eran a modo de alusiones al nombre del supuesto bufón.

Los más antiguos inventarios de la Colección Real que recogen este lienzo, en la Torre de la Parada y en El Pardo, no le dan nombre alguno citándolo simplemente como «retrato de un bufón con un cuellecito a la flamenca». Es en el inventario del Palacio Nuevo en 1794, en la Pieza de Comer, cuando se le llama por vez primera «Bobo de Coria», denominación que hizo fortuna y con la que pasó al Prado en 1819.

La identificación con Juan Calabazas aparece por primera vez en el catálogo de 1910, donde ya se describe «con una calabaza a cada lado» y se añade que «pudiera ser éste el llamado Calabacillas», recogiendo una sugestión de Cruzada Villaamil.

En 1920 ya se da la identificación por segura, publicando algunos datos de su biografía. La publicación en 1939 de la fecha de su muerte por José Moreno Villa hizo adelantar la de realización de la pintura, que se estimaba hacia 1646-1648, lo menos diez años.

El Juan Calabazas muerto en 1639 fue, efectivamente, retratado por Velázquez en un lienzo inventariado en la colección del marqués de Leganés: «Otra [pintura] del Calabazas con un turbante de Velázquez», y en otro registrado en el inventario del Buen Retiro en 1701 del modo siguiente: «Un bufón de vara y tercia de ancho y dos y media de alto, de Calabacillas con un retrato en la mano y un billete en la otra, de Velázquez», que se ha querido identificar con un retrato hoy en el museo de Cleveland, que no responde exactamente a la descripción del inventario pues no lleva un billete, sino un molinillo de papel, aunque lleve en la otra mano un retrato en miniatura y, por otra parte, no todos los críticos admiten su atribución a Velázquez. Tampoco el personaje parece que sea el que nos ocupa pues, aparte de estrabismo, no parecen coincidir los rasgos faciales, y el retratado, un bufón, es evidentemente mucho más joven.

La identificación del personaje del Prado dista mucho de ser segura como ha mostrado Manuela Mena, pues la evidente inspiración en el grabado del Desesperado de Durero que mostró Angulo, anula la convencional creencia de que se trata de un simple retrato sorprendido. La evidencia de su compleja elaboración formal y la inexistencia de la segunda calabaza hacen más que dudosa la tradicional identificación con el Juan Calabazas.

Las consideraciones de Mena respecto a la significación del lienzo como posible alegoría o jeroglífico, basándose en la posición de las manos que ocultan algo, y en la mirada interrogativa del personaje, en la que no ve a un bobo sino a un pícaro, no impiden que la fuerza de la imagen se clave en el espectador con la intensidad de algo vivo y real, es decir de un retrato. Sea cual sea la intención del artista —que quizás no podamos nunca desvelar—, el falsamente llamado «Bobo de Coria» o «Juan Calabazas» se nos presenta dotado de una personalidad fuerte e individualizada, nada genérica. Esto está dentro de la manera habitual de Velázquez de dotar a los temas más ricos de contenido alegórico o mitológico que su compleja formación humanística y barroca le sugerían, de un ropaje tan real y concreto, que ha hecho que la crítica heredada del siglo XIX considere sus más complejos lienzos —-véase Las hilanderas— como simples copias de la realidad más objetiva.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

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