Diego Velázquez: La infanta Margarita en traje azul

Diego Velázquez (1599-1660): La infanta Margarita en traje azul, ca. 1659Diego Velázquez (1599-1660): La infanta Margarita en traje azul, ca. 1659.
Óleo sobre lienzo, 127 x 107 cm
Viena, Kunsthistorisches Museum, Gemäldegalerie, 2130


Primera descendiente del matrimonio entre Felipe IV y Mariana de Austria, la infanta Margarita había nacido en 1651. Era una niña a la que las crónicas describen como una muchacha bonita y extraordinariamente vivaz. Muy pronto se la comprometió con su primo Leopoldo, el futuro emperador de Austria, con quien casó en diciembre de 1666. Margarita moriría siete años después, en marzo de 1673. Además del interés de su familia materna por seguir su crecimiento, el compromiso matrimonial de la infanta nos explica el envío de tres retratos de Margarita, con destino a la corte imperial, entre los años de 1654 y 1659. En ellos puede apreciarse la progresiva libertad con que el pintor se enfrenta al retrato tradicional, y no sólo por la altura inmensa de los valores pictóricos que cada uno atesora, sino por la aprehensión misma de la modelo, una sugestiva combinación de dignidad familiar y de individualización caracterológica.

El retrato de Viena es la última de las imágenes de la infanta salidas del pincel del sevillano; para la ocasión, la protagonista de Las meninas luce un vestido de raso en seda azul con cintas de pasamanería metalizada que subrayan la aparatosidad del guardainfantes, la prenda que caracterizó el perfil femenino de la corte española, y un elemento que condicionó la disposición abierta de los brazos, hasta crear una sólida figura piramidal que reforzaba la impresión de inmovilidad escultórica de las damas velazqueñas. El diseño del vestido emparenta esta imagen de Margarita con el retrato que Velázquez hizo de su madre, la reina Mariana de Austria, al poco de regresar el artista de Italia, y como en aquél, el planteamiento cromático es de una sabia austeridad, más limitada aún en el caso que nos ocupa. Azules, pardos y marfiles son animados por los destellos dorados del vestido y el brillante cabello de la niña. Para reforzar su pálido rostro, Velázquez ha pintado unos lazos grisáceos, estratégicamente colocados cerca de las mejillas y sobre una de las sienes. El pañuelo que sostenía en la mano izquierda la reina es aquí sustituido por un manguito de pieles, una prenda realmente inusual en este tipo de retratos y que quizás pueda hacer referencia a algún regalo procedente de la corte austríaca. En el fondo, muy desgastado, se esboza una consola de altas patas, arrimada a una pared, en la que cuelga un difuso cuadro o un espejo. Sobre el mueble se pintó un reloj de ébano y, al menos, un pequeño león de bronce, elementos que subrayan tanto el marco áulico en el que se retrata a la futura emperatriz, como la alta dignidad de ésta. Este retrato fue descrito por Palomino, quien lo calificó de trabajo «muy excelentemente pintado, y con aquella majestad, y hermosura de su original» (Palomino [1724] 1986, p. 190).

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

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