Diego Velázquez (1599-1660): Luis de Góngora, 1622.
Óleo sobre lienzo, 50,2 x 40,6 cm.
Boston, Museum of Fine Arts, Maria Antoinette Evans Fund, 32.79
Luis de Góngora y Argote (1561-1627), el prodigioso poeta culterano, nació en Córdoba, hijo de Francisco de Argote y Leonor de Góngora. Clérigo sin vocación desde muy joven, no concluyó sus estudios universitarios y llevó una vida libertina, dedicada al juego, las mujeres y la poesía. Disfrutó de unos beneficios eclesiásticos en Córdoba, cedidos por su tío Francisco de Góngora, pero unas insidias sobre la condición de converso de un bisabuelo suyo agriaron su carácter, siempre luchando con las dificultades económicas. Su obra, publicada póstumamente, constituye uno de los más desbordantes logros de la poesía española. Compleja, culta, cargada de metáforas y de hipérbatos, su definitiva valoración se logró en el siglo XX.
Velázquez retrató a Góngora en Madrid el año 1622, según relata Pacheco, y sin duda para tener un modelo que incorporar al Libro de verdaderos retratos de éste. Hasta 1921 en que Mayer publicó este retrato que pertenecía entonces al marqués de la Vega Inclán, se pensaba que el original de Velázquez era la versión que de él se conserva en el Museo Nacional del Prado. La radiografía del ejemplar de Boston muestra que, en un principio, ceñía su frente una corona de laurel.
El soberbio retrato es prueba del sutil cambio de técnica de Velázquez tras su primer contacto con la corte. El fondo tenebrista de los retratos pintados en Sevilla se va aclarando sutilmente dando entrada a grises oliváceos.
El retrato, resuelto en planos de luz, con un sentido del modelado preciso y sobrio, traduce perfectamente el carácter agrio del personaje. Julián Gállego acertó a expresar el sentido de la mirada que se clava en el espectador con un gesto de desdén en el que hay «una mezcla de obstinación, orgullo y decepción».
El poeta, que tenía sesenta años cumplidos cuando lo retrató Velázquez, se encontraba en el centro de violentas discusiones literarias en las que participaban, en su contra, los mejores ingenios de la corte, Quevedo y Lope en primer lugar. Su fama, a pesar de todo, explica las copias o réplicas que se conocen de este retrato de tan profunda verdad psicológica. Las más importantes y conocidas son la del Prado (P-1223) y la del Museo Lázaro Galdiano, consideradas copias o réplicas de taller e incluso a veces (Gudiol) de la propia mano del maestro.