Durante la campaña en Francia sobre el proyecto de Tratado Constitucional europeo los polacos se convirtieron en el demonio 'extranjero' y sufrieron toda clase de descalificaciones.
En concreto, la figura del «fontanero polaco» se convirtió en el símbolo de todos los males, en algo así como la plaga que destruiría el modelo social y económico francés. "Yo me quedo en Polonia. Venid todos" es la respuesta irónica que puede leerse en la web de la Oficina de Turismo polaca en París.
Bajo el rótulo un guapo fontanero asiendo herramientas propias de su oficio. En estos tiempos tan crispados una nota de humor nunca viene mal y más, si de paso se combate con inteligencia las tendencias chovinistas de quienes, en el fondo, votaron 'no' basándose en argumentos xenófobos, excluyentes e insolidarios.
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Apropósito del fontanero polaco los franceses deberían leer a su compatriota Michael Montaigne, que en su ensayo "De la vanidad" decía sobre este tema: "No porque lo haya dicho Sócrates sino porque es mi talante, y quizá no sin cierta exageración, considero a todos los hombres compatriotas míos y abrazo a un polaco como a un francés, posponiendo ese lazo nacional al universal y común. No soy ningún apasionado de la dulzura del aire natural. Los conocimientos nuevos y míos paréceme valer tanto como esos conocimientos comunes y fortuitos de mi vecindad. Las amistades puras trabadas por nosotros aventajan de ordinario a aquellas en las que nos une la proximidad de la región o de la sangre. La naturaleza nos ha puesto en el mundo libres y desligados; nosotros nos aprisionamos en ciertos estrechos" (editorial Cátedra, Ensayos III, edición de Mª Dolores Picazo)