Barroco (Continuación)

«La joven de la perla» (c. 1665) de Johannes Vermeer«La joven de la perla» (c. 1665) de Johannes Vermeer es una de las pinturas más famosas del mundo. Hace dos años (entre el 26 de marzo y el 11 de abril de 2018), un equipo internacional de científicos de varios museos e instituciones examinó la obra maestra de Vermeer a plena vista del público. Ahora, dos años después, el equipo revela sus nuevos descubrimientos que pueden verse en la página que a tal efecto a dispuesto el Museo Mauritshuis de La Haya.

No se ha tratado de una restauración o de una limpieza sino de un estudio con la tecnología más novedosa, lo que ha permitido obtener información muy valiosa sobre el cuadro y la técnica pintora de Vermeer.

La noticia fue recogida por la prensa española, destacando los artículos de La Vanguardia, El País y ABC.

Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe Felipe Próspero, ca. 1659Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe Felipe Próspero, ca. 1659.
Óleo sobre lienzo, 128,5 x 99'5 cm.
Viena, Kunsthistorisches Museum, Gemäldegalerie, 319.


Nacido en Madrid el 20 de noviembre de 1657, Felipe Próspero se convirtió finalmente en el heredero del trono, ya que tras la muerte de Baltasar Carlos, ocurrida en 1649, el rey no había vuelto a tener descendientes varones. El pequeño tenía una hermanastra, la infanta María Teresa, hija de la primera mujer de Felipe IV, Isabel de Borbón, destinada al matrimonio con Luis XIV de Francia, con quien casó en 1660; y una hermana, la infanta Margarita de Austria, hija como él del segundo matrimonio del rey, casado con su sobrina, Mariana de Austria. El nacimiento del niño causó un júbilo inmenso al rey y a la nación, que habían tomado como un mal presagio para la Corona la falta de un heredero varón, lo que auguraba un futuro incierto para la dinastía y la posible caída de España en manos de monarcas extranjeros. Su llegada se celebró con fiestas, religiosas y profanas, comedias, corridas de toros y fuegos artificiales, pero pronto se desvanecieron las esperanzas puestas en el niño, pues murió a los cuatro años, en 1661, después de que la anemia y los ataques epilépticos hicieran patente su debilidad. Velázquez le pintó aquí, en 1659, cuando contaba apenas dos años de edad, en un tipo de retrato que recuerda en líneas generales al de su hermano, Baltasar Carlos con un enano (Boston, Museum of Fine Arts). Sin duda se quería hacer un paralelo con aquel sano y agraciado príncipe, pero Felipe Próspero, hijo de tío y sobrina, mostraba la degeneración de la estirpe después de que ambos padres llevaran, además, una sangre empobrecida, fruto de los múltiples enlaces consanguíneos de los Habsburgo por intereses dinásticos. Su hermano Carlos, que reinó como Carlos II, nació en noviembre de 1661, pocos meses después de su muerte, y fue el último monarca de la casa de Austria en España.

Felipe Próspero, que llevaba como primer nombre el de varios ilustres antecesores de su familia, y el de Próspero, como buen auspicio para su reinado, aparece aquí ataviado aún con las ropas infantiles: el vestido de faldas que llevaban niños y niñas, una vez más de rojo, color apropiado para los niños, y protegido con un mandil de fino lienzo transparente. Sobre éste destacan numerosos amuletos protectores y los cascabeles y la campanita que advertían de sus movimientos. El entorno del príncipe revela su alta alcurnia: el cortinaje rojo a la izquierda, símbolo del rey, de quien era su heredero, así como el escabel, sobre el que descansa, a modo de corona, su gorro. El niño está en pie sobre una rica alfombra, que habla también de su estatus regio, aunque, por otra parte, el retrato debió de ser pintado en invierno, cuando los suelos del Alcázar estaban aún cubiertos de alfombras. Apoya su mano derecha sobre el sillón de terciopelo rojo, a la manera tradicional de tantos retratos de reyes y príncipes del siglo XVI y XVII, de Tiziano a Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz, o del propio Velázquez, pero a su medida. Sobre él se sienta un perrito blanco que mira al espectador. La lealtad y la fidelidad simbolizada por los perros, que habían acompañado a sus predecesores en el trono, desde el emperador Carlos V hasta Felipe IV y la infanta Margarita en Las meninas, reaparece aquí en forma de este diminuto perrito faldero, acorde con la edad del príncipe, convertido en uno de los más bellos trozos de pintura de Velázquez, en un retrato per se de estos animales de compañía, que se constituyeron en un género independiente en la pintura en los siglos XVII y XVIII. La austeridad del viejo Alcázar se hace patente una vez más en ese fondo que, con la puerta entreabierta e iluminada, recuerda el espacio de Las meninas, aquí agobiante, sombrío y melancólico, sin la pujanza de vida y esperanza que desprendía el gran cuadro familiar.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Pablo de Valladolid, ca. 1635.Diego Velázquez (1599-1660): Pablo de Valladolid, ca. 1635.
Óleo sobre lienzo, 209 x 123 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, p-1198.


El cuadro se describía por primera vez en el inventario de la Colección Real de 1701, en el palacio del Buen Retiro, como «Retrato de un bufón con golilla que se llamó Pablillos de Valladolid». Efectivamente, en los documentos del Alcázar figuró el tal Pablo de Valladolid, con «dos raciones», que heredaron sus hijos, Pablo e Isabel, a su muerte, ocurrida en 1648. Fue «hombre de placer» y tal vez actor de la corte, pero desde 1633 no vivía en el Alcázar, como los bufones y enanos, sino que se le había concedido «aposento» fuera del mismo. En su testamento nombró albacea al pintor Juan Carreño de Miranda, que habitaba en su misma casa. Nació seguramente hacia 1600, por la edad de unos treinta o treinta y cinco años que representa en el cuadro, pintado, como el resto de la serie de bufones para el palacio del Buen Retiro, antes de 1634, cuando figuran pagos extraordinarios a Velázquez por cuadros hechos para ese destino.

Pablo de Valladolid no viste en el retrato como un bufón, con las singulares vestiduras de los «locos» de la corte, como Barbarroja o Don Juan de Austria (ambos en Madrid, Museo del Prado), sino que su atuendo, ese traje de rizo negro y capa del mismo color, de buen paño, gola y peinado a la última moda, le acercan más a un caballero. El destino de los lienzos de bufones, incluyendo Pablo de Valladolid, se ha pensado que fuera, aunque con opiniones en contra, parte de la decoración del cuarto de la reina en el palacio del Buen Retiro, por una referencia de 1661 que mencionaba en sus habitaciones una
«sala de los bufones». Es posible que como parte de la decoración de ese lugar de recreo, en que el teatro era una de las actividades más importantes, estuvieran los grandes lienzos de mano de Velázquez con figuras de tamaño natural que representaban a actores, bufones y otros servidores de la corte. El estilo del cuadro, que en el inventario de 1701 se describe como de la «primera manera» del pintor, coincide en cualquier caso con una fecha entre los primeros años del decenio de 1630, pues el tratamiento de la luz es semejante todavía, en su intensidad, a las figuras de La fragua de Vulcano (Madrid, Museo del Prado) y La túnica de José (El Escorial, Real Monasterio), pintados por Velázquez durante su primer viaje a Italia.

El retrato es uno de los más espectaculares e insólitos de Velázquez en cuanto a la disposición de la figura en el espacio, ya que el artista no recurre a las reglas de la perspectiva tradicional, en la que se representa el espacio por medio de la geometría, con el apoyo del suelo y su intersección con las paredes del fondo. La figura está aquí en un lugar ambiguo, muy iluminado, en el que Velázquez ha logrado asentarla con perfección por medio de la apertura de sus piernas y su sombra en el suelo, del brazo derecho extendido y del expresivo perfil de su ropaje, recortado sobre la luz a la derecha. Sugiere así, además, el movimiento del actor sobre el escenario, un espacio irreal, quien con sus labios entreabiertos está a punto de dar comienzo a la acción. El carácter moderno del cuadro determinó su valoración posterior, como lo fue para Goya, en el siglo XVIII, y Manet en el XIX.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe don Baltasar Carlos, cazador, 1635-1636.Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe don Baltasar Carlos, cazador, 1635-1636.
Oleo sobre lienzo, 191 x 103 cm.
Inscripción: «ANNO ÆTATIS SUAE VI»
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1189


El retrato del príncipe Baltasar Carlos como cazador formó parte del conjunto pintado por Velázquez para la Torre de la Parada, pabellón de caza de los reyes de España en los montes del Pardo, rehabilitado por Felipe IV en el decenio de 1630. Junto al retrato del príncipe figuraban los del rey y su hermano, el infante don Fernando, también como cazadores. Según la inscripción, el niño tenía seis años, lo que se ajusta a la edad que representa, pues había nacido en 1629. Se trata de uno de los primeros cuadros de ese excepcional pabellón, que se terminaría hacia 1640 con el rico conjunto de los lienzos mitológicos de Rubens y su taller.

La caza mayor, actividad privativa de la nobleza y de los reyes, era ejercitada como parte de la educación del príncipe, para endurecerle y habituarle a los peligros mayores de la guerra. Diego Saavedra Fajardo, en su Idea de un príncipe político-christiano, de 1635, recomendaba la caza porque «en ella la juventud se desenvuelve, cobra fuerzas y ligereza, se practican las artes militares, se reconoce el terreno [...] el aspecto de la sangre vertida de las fieras, y de sus disformes movimientos en la muerte, purga los afectos, fortalece el ánimo, y cría generosos espíritus que desprecian constantes las sombras del miedo». Según el montero mayor de Felipe IV, Juan Mateos, en su Origen y dignidad de la caza, el príncipe alanceaba jabalíes desde niño con destreza admirada por todos. En 1642 se publicó, además, en Bruselas, el libro titulado Serenissimi hispaniarum principis Baltasaris Caroli Venatio, en el que a través de la estampa se ilustraba la actividad venatoria del pequeño heredero de la Corona.

Se conocen varias copias contemporáneas de este lienzo del Museo del Prado, que revelan el éxito de esta imagen. Gracias a ellas se sabe que la disposición original de la escena, cortada ahora en el lateral derecho hasta los 103 cm de anchura, en lugar de los 126 cm que tiene el retrato del rey, incluía dos galgos, en lugar del único que se ve actualmente. Son, sin duda, los animales que le había regalado al niño su tío, don Fernando de Austria, enviados desde Lombardía. La serena, decidida y majestuosa actitud del príncipe revela ya los beneficios de la caza en su educación, habiendo realizado Velázquez con su gracioso modelo, uno de los retratos más bellos de toda la familia del rey hasta la aparición de la infanta Margarita veinte años después. El fondo del cuadro, con el monte del Pardo, en donde estaba situada la Torre de la Parada, y la sierra del Guadarrama en la lejanía, constituye uno de los paisajes más naturalistas y modernos del pintor, que vuelve a utilizar aquí el recurso poderoso del árbol, a la derecha, símbolo del poder de los reyes en la Biblia.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV, a caballo, ca. 1635-1636.

Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV, a caballo, ca. 1635-1636.
Óleo sobre lienzo, 303 x 317 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1178.


Velázquez realizó un primer retrato ecuestre de Felipe IV en 1625, en su segundo y definitivo viaje a Madrid. Esa obra, perdida, colgó en el Alcázar hasta ser sustituida por otra de Rubens, pintada en Madrid en 1628. No se tienen noticias de cómo fue aquél primer retrato velazqueño, en el que quizá el rey presentaba una posición más sosegada, con el caballo al paso, como los ejemplos existentes de los retratos ecuestres de Felipe II. Los modelos de Rubens, más movidos, determinaron sin duda que Velázquez se decidiera por una posición del caballo más airosa y guerrera cuando tuvo que retratar de nuevo al rey a caballo para la serie de retratos ecuestres del Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, formada por Felipe III y su esposa, Margarita de Austria, el monarca reinante Felipe IV y su primera mujer, Isabel de Borbón, y su heredero, el príncipe Baltasar Carlos. La reapertura de las hostilidades con Francia en la guerra de los Treinta Años, en 1636, sea quizá la explicación de esa decidida actitud del rey, con su caballo en arriesgada corveta, que lo muestra en todo su esplendor guerrero, con la banda de seda rosa y el bastón de mando de capitán general de sus ejércitos, capaz de llevar a su pueblo a la victoria.

El modelo elegido coincide, por otra parte, con el suministrado desde Madrid, y seguramente por Velázquez, al escultor florentino Pietro Tacca, que estaba realizando en 1635 la estatua en bronce del rey. Situada hoy en la plaza de Oriente, frente al Palacio Real, Felipe IV y su caballo aparecen en una posición similar, como también está situada de la misma manera la banda de capitán general, que, en paralelo con la grupa del caballo, aumenta la sensación de movimiento del rey. En el lienzo se aprecian perfectamente las variantes que hizo Velázquez: en la misma banda de capitán general, que aparecía en una primera idea tras el hombro del monarca, movida por el viento; en la parte alta de su espalda; así como en las patas traseras del caballo, que aparecen ligeramente cambiadas de lugar. El rey, que nacido en 1605 tenía en el tiempo de este retrato unos treinta años, viste una armadura de acero damasquinado, muy sencilla, y cabalga como un perfecto jinete, como cuentan de él las fuentes contemporáneas, con un dominio absoluto del poderoso animal. Un pequeño tirón de las riendas, sostenidas con la mano izquierda, ha hecho levantarse al caballo en esa instantánea levade, que no altera, sin embargo, al impasible monarca. El rostro de Felipe IV, de blancura característica, con la mandíbula saliente de los Austria, está captado por Velázquez de riguroso perfil, como en una moneda, algo poco frecuente en este tipo de retratos, lo que le confiere el distanciamiento y la elegancia propios de esta imagen.

Pensado para estar colgado a la izquierda de una de las puertas de entrada al Salón de Reinos, sobre ésta y al otro lado, colgaban los retratos de su hijo y heredero y de su amada reina, Isabel de Borbón, hacia quienes el rey parece dirigir su mirada. A su espalda, un grandioso árbol cierra la composición y da entrada al amplio paisaje, que recrea con naturalismo el de los alrededores de Madrid, tal vez la zona del Pardo o quizá, del Escorial. Velázquez ha colocado a modo de firma y como prueba de su autoría ese trozo de papel blanco, dejado sobre una piedra, que utilizó también en algunos de los retratos del Salón de Reinos, en Las lanzas, y en el del conde-duque de Olivares a caballo.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Juan Bautista Martínez del Mazo (1605-1667): La familia del pintor, 1664-1665.

Juan Bautista Martínez del Mazo (1605-1667): La familia del pintor, 1664-1665.
Óleo sobre lienzo, 148 x 174,5 cm.
Viena, Kunsthistorisches Museum, Gemäldegalerie, 320


Este cuadro fue identificado por Justi, a fines del siglo XIX, como la familia del pintor Juan Bautista Martínez del Mazo, yerno y discípulo de Velázquez, gracias al blasón con las armas del artista: el brazo armado, sosteniendo un mazo. Consecuencia indudable de Las meninas, comparte con aquéllas la idea del espacio del fondo, que refleja, sin duda, el interior del Alcázar de Madrid, tal vez la Casa del Tesoro, que fue taller de Velázquez, en sus últimos años, y de Mazo. Se reconocen en las paredes algunas obras de la Colección Real, como el retrato de Felipe IV, de negro, de Velázquez, que corresponde al modelo de 1658 (Londres, National Gallery), y el busto de una dama romana, la emperatriz Faustina la Mayor, identificable por el daño en su oreja izquierda, a la que falta de antiguo un pequeño fragmento, que entonces estaba en el Alcázar y hoy en el Prado. Las rosas dejadas sobre el bufete, bajo el retrato del rey, parecen un homenaje al monarca, mecenas de Velázquez y Mazo, que, muerto en 1664, tal vez estaba aún vivo cuando se pintó el cuadro.

El espacio del fondo no carece de un cierto misterio. Separado de la escena frontal por el cortinaje verde, la escala de las figuras aumenta la sensación de distancia entre el grupo del primer término y el del pintor, de espaldas ante su lienzo, sobre el que pinta un retrato de la infanta Margarita, mientras una mujer se acerca hacia él con una niñita que
le tiende los brazos. Identificado por unos como el propio Mazo, otros han visto en el pintor a Velázquez, pues su esbelta silueta de negro recuerda su autorretrato en Las meninas.

Mazo, casado con Francisca, una de las dos hijas de Velázquez, que le dio nueve hijos, enviudó en 1654. Casó de nuevo entre 1656 y 1657, con Francisca de la Vega, muerta a su vez en 1665, con la que tuvo otros cuatro hijos. En la escena se ha querido ver un retrato de su segunda mujer, sentada a la derecha, con los hijos de su matrimonio, José Antonio, Luis, Francisco y Fernando Felipe, nacido este último en 1663. Los hijos mayores, del primer matrimonio, nietos de Velázquez, estarían a la izquierda: Gaspar, nacido entre 1636 y 1637, Melchor, en 1652, Baltasar, de 1654, y María Teresa, nacida en 1648, que casó en 1666. Se ha propuesto también la identificación de la joven con su hermana Inés, nacida en 1638, aunque la edad que representa la joven está más próxima a los dieciséis años de María Teresa que a los veintiséis de Inés.

La identificación tradicional de los personajes no resulta del todo convincente. El menor, identificado con Fernando Felipe, nacido en 1663, al que su madre rodea por los hombros, es en realidad una niña, por su vestido y por los pendientes de perlas y pulsera de coral, característicos del atuendo de las niñas. Quizá el cuadro, de tratarse de la familia de Mazo, pueda tener otra explicación, y ser otros los personajes representados. La segunda hija del pintor, Inés, había casado en 1654, y después nuevamente en 1661, pudiendo ser ella la madre sentada a la derecha, aunque la escasez de noticias sobre su segundo matrimonio y posibles hijos hace difícil precisar esta hipótesis. El cuadro se convertiría así en un homenaje a Velázquez, en una alegoría en que las figuras de sus nietos y bisnietos continuaban su linaje artístico, unido al de Mazo.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Las meninas, ca. 1656.Diego Velázquez (1599-1660): Las meninas, ca. 1656.
Óleo sobre lienzo 318 x 276 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1174


El pintor y teórico Antonio Palomino, en su El museo pictórico y Escala óptica, de 1724, es la fuente utilizada tradicionalmente para identificar la fecha, el lugar descrito en el cuadro y los personajes que aparecen en él. Acabado, según Palomino en 1656, la infanta, de unos cinco o seis años, pues había nacido en 1651, parece confirmarlo. Estaría posando en el cuarto del príncipe Baltasar Carlos, en donde, según los inventarios del Alcázar, colgaban entre otros los dos cuadros que se ven al fondo, copias de Juan Bautista Martínez del Mazo de originales de Rubens y Jordaens en la Torre de la Parada: Minerva castigando a Aracné y Apolo y Pan. Dos «meninas», Isabel de Velasco, arrodillada, a la izquierda, y María Agustina Sarmiento, en pie, a la derecha, atienden a la niña, a la que la primera sirve agua en un búcaro. En primer término, a la derecha, vemos a la enana Maribárbola y al también enano Nicolás Pertusato, que juega con un mastín adormilado; tras ellos, Marcela de Ulloa, guardamujer de las damas de la reina, y un caballero, guardadamas, no identificado; al fondo, en la escalera iluminada, el aposentador de la reina, José Nieto Velázquez. Por último, a la izquierda, ante el caballete con su paleta y pinceles, se encuentra el propio Velázquez. En el espejo del fondo, se reflejan las imágenes de Felipe IV y su esposa, Mariana de Austria, padres de la niña.

Palomino contaba que el rey, una vez terminado el cuadro, pintó él mismo la cruz de caballero de Santiago que luce el pintor sobre el pecho, que no le fue concedida, sin embargo, hasta noviembre de 1659, lo que sitúa esa narración en el terreno de las leyendas de artistas. Las radiografías del cuadro revelan en esa importante zona una variante esencial, como es la presencia de otra figura, un joven caballero que no es Velázquez, con cuello de valona y no la gola española, situado bajo la figura del pintor y en posición diferente, ya que se dirige hacia la infanta. Esa figura indica un cambio fundamental de la composición, que en una primera idea no parecía que tenía en cuenta la presencia del artista en la escena. La inclusión de su figura en un retrato centrado en la infanta Margarita ha sorprendido y se ha interpretado de varias maneras: desde la pura visión naturalista de una escena cotidiana, en la que el artista se autorretrata pintando a la familia real, hasta una alegoría de la Pintura, en un momento en el que Velázquez, como otros artistas españoles, luchaban por una mayor valoración de su trabajo en la sociedad. Otros cambios de la composición, como la mano derecha de la infanta, levantada originalmente, lo que se aprecia a simple vista en la superficie, tapada ahora por el búcaro rojo sobrepuesto, parecen apuntar, sin embargo, a una versión diferente de la escena, a la que correspondería asimismo la figura del caballero bajo Velázquez. Sin la presencia del pintor ante el caballete, el cuadro no sería ya una alegoría de la Pintura, sino que su significado habría de buscarse dentro de la retratística oficial de la familia del rey y, en este caso, de la valoración de la infanta, a la que, en torno a esos años, ante la falta de un varón, se veía como posible heredera del trono, lo mismo que su hermana María Teresa, destinada, sin embargo, a Luis XIV de Francia.

Cuadro apreciado desde el mismo momento en que fue creado, su huella se refleja en la pintura española inmediatamente posterior, y más adelante, en la de otros artistas españoles y extranjeros como Luca Giordano y Goya, siendo considerada como una de las obras más emblemáticas de nuestra historia artística.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Juan Valdés Leal (1622-1690): Don Miguel de Mañara, 1681.

Juan Valdés Leal (1622-1690): Don Miguel de Mañara, 1681.
Óleo sobre lienzo, 196 x 225 cm.
A la derecha, en un papel arrugado, caído en el suelo, se lee: «A Dn. Miguel de Mañara y Vicentelo de Leca, caballero de la orden de Calatraba y de Dios, Provincial de la Hermandad, y ermano m° de la Sta Caridad de Nuestro Señor Jesucristo, p.mor Sevilla». A la izquierda: «Acabóse año / de 1681».
Sevilla, Hermandad de la Santa Caridad.


Miguel de Mañara y Vicentelo de Leca, nació en Sevilla en 1627, fue noveno hijo de Tomás de Mañara y Jerónima Anfriamo. Caballero de Calatrava desde 1635, en 1638 falleció su padre y hubo de hacerse cargo de la familia. Se casó en 1651 y pasó a ser uno de los alcaldes mayores de la ciudad. La muerte de su mujer en 1661 marcó su vida profundamente. En 1662 fue admitido como hermano de la Santa Caridad, en 1663 fue elegido hermano mayor y emprendió trabajos de renovación de la hermandad, tanto en sus estatutos y regla, como en la obra del hospital y la iglesia aneja. Escribió su Discurso de la verdad (1671), verdadero alegato sobre el camino de salvación, desprecio del mundo y ejercicio de la caridad. Murió en el propio hospital de la Caridad en 1679.

Sentado a una mesa, cubierta de rico terciopelo, con flecos dorados, dirige la mirada al espectador y subraya su gesto con un expresivo movimiento de la mano derecha que señala a un lienzo que cuelga en la pared del fondo y representa una alegoría del Monte de Dios, al que Mañara alude en su regla de la Santa Caridad, y expresa la ascensión del Alma desde la Tierra al Cielo, practicando la Caridad.

En la mesa, sobre un pequeño atril se ve un libro —la Regla— que sin duda está glosando, un crucifijo sobre un corazón en llamas, y dos urnas de madera que se usaban para las votaciones y varios libros, uno de ellos el Discurso de la verdad, su obra más importante. A la izquierda de la composición, sentado en una silla baja, un niño con el hábito de enfermero de la hermandad y un libro sobre las rodillas, impone silencio con un dedo sobre los labios, exhortando al espectador a escuchar la plática del retratado. Tras él, en segundo término y en sombra, un bargueño y, sobre él, un reloj de arena, unos libros, una calavera, y un jarrón de tulipanes, alusión evidente a la brevedad de la vida, lo efímero de la belleza y el saber y el inexorable paso de la Muerte, es decir una típica va-nitas barroca.

El lienzo, fechado en 1681, por lo tanto después de muerto Mañara, es un soberbio ejemplo de retrato parlante, cargado de significados que rebasan la simple representación del personaje.

Si formalmente la representación del espacio en profundidad, la complejidad de los elementos accesorios, y la presencia del niño enfermero que le acompaña y crea una comunicación directa con el espectador, ya la califican como decididamente barroca, conceptualmente la riqueza de significados la convierten en un verdadero sermón moral, que no sólo nos da la imagen del retratado sino que nos ilustra sobre su pensamiento, su actividad y su sentido, bien barroco, del desengaño y la ejemplaridad piadosa.

Valdés, sin embargo, en el retrato, hace ostentación sobre la negra vestidura de la roja cruz de Calatrava, que le singulariza y distingue y habla en voz alta de su nobleza y distinción. El epitafio que hizo labrar sobre su tumba, en el umbral de la iglesia, dice también bastante de su vanagloria incluso en su afectada humildad: «Aquí yace el mayor pecador del mundo».

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Bartolomé E. Murillo (1617-1682): Don Justino de Neve, 1665.Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682): Don Justino de Neve, 1665.
Oleo sobre lienzo, 206 x 129,5 cm.
Inscripción: « ETATIS SV/E. 40 / Bartholome Murillo Romulensis / Praecirca Obsequium desiderio pingebat, / A.M. [D] C.L.X.V.» (Su edad 40. Bartolomé Murillo de Sevilla lo pintó con la intención de obsequiar con él en el año 1665).
Londres, The National Gallery, NG6448


Justino de Neve, nacido en Sevilla en 1625, era hijo de Juan de Neve, de origen flamenco, y Sebastiana de Chaves y Castilla, malagueña. El escudo del cuadro, que, al igual que la inscripción, parece haber sido añadido al retrato en fecha temprana (y quizá no por Murillo), está formado por las armas de los Neve a la izquierda y las de los Chaves a la derecha. Don Justino, canónigo y prebendado de la Catedral de Sevilla, fue conocido por su piedad, elocuencia y saber. Gabriel de Aranda le describe como «caritativo y exemplar Eclesiástico, amado de toda esta Ciudad su patria [...] estimado de todo su Cabildo por las relevantes prendas de ingenio, actividad, y zelo, con que ocupado en los negocios más graves, sirvió a su Iglesia por más de 40 años». Falleció el 14 de junio de 1685, a la edad de sesenta años, y fue enterrado en la Catedral.

Justino de Neve fue mecenas y amigo de Murillo: le consiguió los encargos de una serie de lienzos para la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla (1662-1665) —«blanco de su devoción», según Aranda— y otro ciclo de nueve pinturas para la sala capitular de la Catedral hispalense (1667-1669), y él mismo le pidió pinturas para la fundación que estableció para sacerdotes pobres y jubilados en Sevilla, el Hospital de los Venerables Sacerdotes; entre éstas descuella la llamada Inmaculada de Soult, de hacia 1678, hoy en el Museo del Prado. Su colección particular llegó a sumar 165 pinturas, entre ellas dieciocho de Murillo o atribuidas a él, y en su testamento legó este retrato a los Venerables Sacerdotes, con el ruego de que fuera colocado donde los sacerdotes lo vieran, para que «puedan acordarse pedir a Dios nuestro Señor misericordioso por mi ánima». Prueba de la estrecha relación que hubo entre los dos es que Murillo le nombrase albacea testamentario.

Éste es uno de los relativamente pocos retratos que pintó Murillo. Don Justino, vestido de negro clerical, austero y suntuoso a la vez, mira al espectador con expresión de inteligente intensidad. Está sentado en un sillón frailero, en una habitación con una terraza abierta a un paisaje. Murillo ha adoptado la fórmula retratística del personaje momentáneamente distraído de su actividad: don Justino sostiene un librito con el dedo índice entre las páginas, como si estuviera rezando. Sobre la mesa hay un reloj elegante (el inventario de sus bienes cita al menos ocho) que señala las cuatro menos diez (casi la hora litúrgica de nona), un libro de mayor tamaño y una campanilla de plata, objeto presente en varios retratos eclesiásticos romanos, como el de Rafael de El papa León X con los cardenales Giulio de Media y Luigi de Rossi (1518, Florencia, Uffizi). Se han observado semejanzas con la Eleonora Gonzaga, duquesa de Urbino de Tiziano (ca. 1536-1537, Florencia, / Uffizi), que está sentada junto a una mesa con un reloj y un perrillo tumbado y tiene la ventana abierta a un paisaje (Braham), pero lo cierto es que la concepción de Murillo debe más a la tradición de retratos papales desde Rafael hasta Velázquez, y a retratos de cardenales de autor italiano como el Cardenal Roberto Ubaldini de Guido Reni (1625, Los Angeles County Museum). En lo que atañe a la composición son pocos los precedentes en la retratística hispana, pero el retrato de don Justino mantiene una reticencia y una gravedad netamente españolas. La «perrilla inglesa», con una cinta roja y cascabeles en el collar, que mira fielmente a su amo, fue comentada por Palomino por su verismo: su aspecto era tan convincente que hacía gruñir y ladrar a los perros de verdad.

La fecha del retrato y la inscripción indican que Murillo lo pintó para agradecer el apoyo de don Justino para la obtención del importante encargo de Santa María la Blanca, acabado en 1665. Don Justino quizá figure entre los peregrinos que aparecen en la parte inferior de El niño Jesús repartiendo pan a los peregrinos, pintura encargada a Murillo en 1678 para el Hospital de los Venerables y que ahora se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Budapest.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Juan Carreño de Miranda (1614-1685): El duque de Pastrana, ca. 1666.Juan Carreño de Miranda (1614-1685): El duque de Pastrana, ca. 1666.
Óleo sobre lienzo, 217 x 155 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-650


El retratado es don Gregorio de Silva y Mendoza (1640-1693), duque de Pastrana y de Estremera, príncipe de Mélito y de Éboli y conde de Saldaña; viste ropa negra con golilla y porta la venera de la orden de Santiago, que le fue concedida en 1666. En 1693 año de su muerte, obtuvo el Toisón de Oro. Fue personalidad de significación e influencia política en la corte de Carlos II.

En este retrato parece tener entre veinticinco y treinta años. Si pensamos que al obtener la orden de Santiago tenía veintiséis cabe suponer incluso que se pintase en fecha inmediata a su obtención.

El personaje, de cierta ostentosa displicencia, se muestra al espectador de pie, mirando de frente, con la fusta en la mano derecha y la izquierda apoyada en la cadera, junto a la llamativa cazoleta de la espada. Un paje o criado semiarrodillado junto a él parece ajustarle la espuela al pie derecho. Detrás, un palafrenero prepara un caballo blanco, ricamente engalanado con cintas y lazos azules en las crines.

La severa figura del duque, de perfil rómbico y casi frontal, se ve así orlada con una especie de movimiento envolvente, por los elementos coloristas y dinámicos, que prestan al conjunto un carácter inequívocamente barroco. La riqueza de tonos, desde los dorados del traje del servidor arrodillado hasta la mancha clara del caballo y las ligeras transparencias del paisaje —deudor una vez más de la tradición veneciana—, hacen del lienzo uno de los conjuntos más suntuosos y, a la vez, elegantes y contenidos de toda la pintura española de su tiempo.

Nada semejante puede señalarse en los retratos de Velázquez, indudablemente más severos, incluso los que, como los de los cazadores, se muestran al aire libre, fuera de la seriedad de los salones cortesanos. En esta ocasión Carreño se ha inspirado en el Van Dyck de la etapa inglesa. Sólo con los retratos de Carlos I de Inglaterra, cazador, con servidores, caballos y palafreneros en el espacio abierto del bosque o el jardín, puede establecerse un adecuado paralelismo.

El pintor español asimiló perfectamente la refinada y un tanto artificiosa elegancia van-dickiana, y así ha sido unánimemente reconocido por la crítica.

La identificación, hoy plenamente aceptada, la propusieron en 1919 Allende Salazar y Sánchez Cantón. Hasta entonces se le había mencionado simplemente como «caballero de Santiago».

Se conocen algunos otros retratos del personaje. El propio Carreño lo retrató años más tarde en un retrato de busto, hoy en propiedad particular madrileña y aparece también en el Auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid de Francisco Rizi (Madrid, Museo Nacional del Prado) y en La adoración de la Sagrada Forma de Claudio Coello en la sacristía del Escorial.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.