Pintura (Continuación)

Juan Pantoja de la Cruz (ca. 1553-1608): Felipe II, ca. 1590Juan Pantoja de la Cruz (ca. 1553-1608): Felipe II, ca. 1590
Óleo sobre lienzo, 181 x 95 cm.
Patrimonio Nacional, Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, 10034484


A principios de la década de 1580, la imagen del rey anciano se consolidó en el imaginario filipino. Fueron preferentemente Alonso Sánchez Coello y Juan Pantoja de la Cruz los encargados de divulgar esta semblanza tardía de Felipe II, aunque no se conservan más que copias o versiones de taller, a excepción del ejemplar de Florencia (Galleria Palatina), una obra de 1587 descubierta recientemente. La popularidad de estos retratos puede seguirse en los lienzos de la Real Maestranza de Ronda, en el del Museo Nacional del Prado depositado en la embajada de España en Francia (P-6181) o en el de colección particular madrileña (Kusche 2003, lám. 434, p. 482); todos ellos parecen responder a un modelo muy semejante que encontraría su culminación en este retrato del Escorial y que, con toda probabilidad, es el retrato en el que Felipe II aparece en edad más avanzada. El rey está de pie, vestido de riguroso negro, el color que adoptó de forma definitiva tras la muerte de su tercera esposa, la reina Isabel de Valois, y lleva como único signo de su identidad habsbúrgica el Toisón de Oro. Apoya una mano en la empuñadura de la espada y la otra en el sillón frailero, siguiendo las convenciones establecidas para mostrar su doble condición de defensor y gobernador del reino. La pose del monarca, la forma en que se dirige al espectador, las dimensiones mismas de la tela, nos recuerdan el valor sustitutivo del retrato, una invitación a pensar que estamos ante la propia persona del rey, en una de sus escasas apariciones dentro de los salones del Alcázar. Así nos lo indica el cortinaje que descubre y enmarca a Felipe II y la columna sobre alto plinto del fondo, un elemento arquitectónico que comenzó a incluir Tiziano en algunos retratos de Carlos V, y que hacía emparentar al emperador con el mito de Hércules. Seguir leyendo ...

Alonso Sánchez Coello (1531/32-1588): Las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, 1575.

Alonso Sánchez Coello (1531/32-1588): Las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, 1575.
Óleo sobre lienzo, 135 x 149 cm
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1138


Las dos hijas de Felipe II, Isabel Clara Eugenia (1566-1633) y Catalina Micaela (1567-1597), fueron retratadas desde muy niñas por Alonso Sánchez Coello en un tipo de efigie que prácticamente no se diferencia de las características generales del retrato cortesano, entre otras cosas, porque los usos de este tipo de imágenes traspasaba siempre el ámbito de lo privado. Constatar por medio del retrato pictórico el sano crecimiento de los miembros menores de la dinastía no era sólo una simple cuestión de amor familiar, pues los asuntos sucesorios y las políticas matrimoniales encontraron en el retrato uno de sus instrumentos más preciados. Todo indica que Felipe II mantuvo un grandísimo afecto por estas niñas, nacidas de su matrimonio con la francesa Isabel de Valois; pero además, con el paso del tiempo, las dos infantas ayudarían a fijar la influencia filipina en ámbitos tan delicados para España como los Países Bajos y el norte de Italia.

En este cuadro del Prado, de 1575, las infantas están representadas de pie, en un retrato doble que las sitúa en un interior indefinido, donde aparece tan sólo un bufete cubierto por un tapete verde. Dobles también son los otros dos retratos que se conservan en la actualidad de las niñas. El primero de ellos, en el monasterio madrileño de las Descalzas Reales, es una obra que debió de realizarse en 1568, el mismo año en que murió la reina; el otro data de 1571 (Londres, Buckingham Palace). En estos ejemplares, los personajes se disponen de manera parecida, como una yuxtaposición en un mismo plano de dos figuras aisladas que mantienen las convenciones fijadas para los retratos de adultos. El distanciamiento, el aspecto severo y la inexpresividad estatuaria, la riqueza de la indumentaria, repite aquí todo su significado. No estamos ante un doble retrato infantil, sino ante el retrato de las hijas del rey. El vínculo entre ambas figuras se establece de una forma muy sencilla: haciendo que ambas alarguen sus brazos hacia el punto central de la composición, precisamente una corona de flores. Esta disposición es muy parecida a la de la versión inglesa, realizada en 1571, aunque ahora se percibe una relación de dependencia de la más pequeña de las niñas con respecto a Isabel Clara Eugenia, quien mira abiertamente al espectador, frente a la huidiza Catalina Micaela. Recientemente, y a propósito de esta disposición, Lorne Campbell ha sugerido que Alonso Sánchez Coello pudo tener en cuenta el esquema compositivo del Retrato del matrimonio Arnolfini, entonces en la colección de Felipe II y ahora en la National Gallery de Londres.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Antonio Moro (ca. 1519-1576): Doña Juana de Austria, ca. 1559Antonio Moro (ca. 1519-1576): Doña Juana de Austria, ca. 1559.
Óleo sobre lienzo, 195 x 104 cm
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-2112


Juana de Austria (1535-1573), hija de Carlos V y de Isabel de Portugal, fue princesa de Portugal por su matrimonio con su primo el príncipe don Juan Manuel, del cual nació don Sebastián, hijo póstumo del heredero portugués y rey entre 1568 y 1578. Al poco de nacer el niño, doña Juana abandonó Lisboa para siempre, dejando al pequeño príncipe al cuidado de sus suegros. Juana hubo de hacerse cargo de la regencia de España entre 1554 y 1559, por ausencia de su padre y de su hermano, y luego asumir los cuidados de sus sobrinos, primero del príncipe Carlos y más tarde de Isabel Clara Eugenia y de Catalina Micaela. Tuvo además un importante protagonismo en la vida política y religiosa española: estuvo muy vinculada con la orden jesuita y fundó el monasterio franciscano de las Descalzas Reales, un ámbito de recogimiento de las mujeres de la dinastía durante más de un siglo.

La princesa fue sin duda la mujer del período filipino más retratada, y lo fue por casi todos los más importantes pintores de la época; de hecho, esta efigie es sin duda la culminación de un decenio donde Cristóbal de Morales y Alonso Sánchez Coello, entre otros, habían plasmado toda la dignidad y gesto mayestático que caracterizó a la princesa, cuya presencia suscitaba toda la «gravedad, madurez, severidad y cordura» que podría esperarse de una «hija de quien era», como manifestó el padre Carrillo en 1616 (fols. 4 y 13). Pero fue Antonio Moro quien nos ha dejado el retrato más elocuente. La hermana de Felipe II es representada de manera muy sencilla, siguiendo las fórmulas que por esas fechas comienzan a fijarse en los retratos de la casa de los Austria. Aparece en imagen de cuerpo entero, en tamaño natural y ligeramente girada hacia la izquierda; viste de negro, manifestando su condición de viuda, y lleva el cabello recogido por una toca que ayuda a enmarcar, junto con la lechugilla alta, característica del período, el intenso rostro de Juana, que se dirige con expresión desafiante al espectador. La imagen de la princesa consigue marcar una distancia escénica lograda no sólo por su gesto y altivez, sino también gracias al sillón en el que se apoya. Es éste un elemento que comienza a emplearse por esas fechas y que pone de manifiesto la alta condición de la retratada y su papel como mujer de Estado, pues el frailero sugiere la cercanía del bufete, el lugar desde donde se administra el reino y se imparte justicia, una tarea en este caso delegada en ella por su padre el emperador, vinculación a la que hace referencia la pequeña figura de Hércules que cuelga de la manteleta que cubre los hombros de Juana. La sencillez de la representación se subraya por la austeridad espacial, un fondo impreciso que ayuda a resaltar la solidez de la figura de Juana, convirtiendo a la princesa en expresión misma de la majestad regia.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Tiziano (ca. 1485-1576): Felipe II, 1551Tiziano (ca. 1485-1576): Felipe II, 1551
Oleo sobre lienzo, 193 x 111 cm
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-411


Este es el primer retrato armado de Felipe II, entonces príncipe heredero inmerso en un largo periplo por los territorios imperiales, un viaje que se extendió entre los años de 1549 y 1551, que significó la presentación del hijo de Carlos V e Isabel de Portugal en las principales ciudades del imperio, y un recorrido formativo por el variopinto mapa artístico europeo. En Augsburgo había sido realizada la armadura de parada que luce el príncipe, una creación de Colman Helmschmid que se conserva en la Real Armería de Madrid. En este lienzo, Tiziano recupera para el joven príncipe la imagen militar que había elaborado de su padre un par de años antes: un soldado all'antica que aparece de pie, cubierto con media armadura y sosteniendo un bastón de general, próximo a un bufete donde descansa la celada. De este importante retrato, destruido en el incendio del Pardo, conocemos algunas copias realizadas en la corte española que ponen en evidencia la buena acogida de esta iconografía imperial y la continuidad dinástica que estas imágenes pretendían. Para el retrato de Felipe, el pintor cambió la posición del modelo, haciéndole girar hacia el lado izquierdo, como si quisiera convertirlo en un pendant de la efigie paterna. Como muestra la radiografía de la tela, el artista realizó el retrato de Felipe II sobre un lienzo en el que había estado trabajando previamente, y que representaba a Carlos V con armadura. Después de un complejo trabajo de encaje, parece que Tiziano abandonó el proyecto inicial, en el que el emperador llevaba espada y no bengala, y apoyaba la mano izquierda sobre el bufete, para realizarlo en otra tela nueva. El Vecellio recuperó ese lienzo para realizar sobre él la efigie de Felipe II, siguiendo en gran medida las trazas anteriores. Además de la posición, el pintor amplió y elevó la mesa donde se halla el yelmo y las manoplas, una transformación necesaria para hacer posar de forma convincente la mano derecha de Felipe sobre la celada. El gesto del príncipe dirigiéndose de manera altiva y distante al espectador, conformaría la imagen de autoridad militar, reforzada por otros elementos y expresiones como la presencia de la columna, el bufete de trabajo o la forma de empuñar la espada.

Junto al retrato de Carlos V, este Felipe II se convertía, gracias a la autoridad como retratista de Tiziano, en una obra de referencia sobre el modo de representar la majestad real. Sin embargo, el retrato de Tiziano no entusiasmó a Felipe II. En una carta enviada el 16 de mayo a su tía María de Hungría, daba cuenta a ésta de la impresión que el trabajo del italiano le causó: «Se le parece bien la priesa con que le ha hecho y si hubiera más tiempo yo se le hiziera tornar hazer». El futuro rey de España acabaría prefiriendo como retratista al flamenco Antonio Moro, un pintor respetuoso con los modelos tizianescos pero de pincelada más concisa y acabada, y que en 1557 realizará un segundo retrato de rey con armadura, en esa ocasión para conmemorar la batalla de San Quintín. La obra que se guarda en el monasterio del Escorial, resultó del total agrado del rey.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Domenikos Theotokopoulos, El Greco (1541-1614): La adoración del Nombre de Jesús (Alegoría de la Liga Santa), ca. 1577-1580Domenikos Theotokopoulos, El Greco (1541-1614): La adoración del Nombre de Jesús (Alegoría de la Liga Santa), ca. 1577-1580
Óleo sobre lienzo, 140 x 110 cm
Patrimonio Nacional, Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, 10014683.


Esta enigmática obra, una de las más puramente pictóricas jamás realizadas por El Greco, ha sido objeto de muy diversas interpretaciones. No se poseen datos documentales sobre las circunstancias o la fecha de su ejecución. A partir de sus características estilísticas (entre las que deben citarse una suntuosidad de color absolutamente veneciana y la pervivencia evidente de elementos compositivos e iconográficos de estirpe bizantina que la aproximan a representaciones tempranas, como Alegoría del caballero cristiano del Tríptico de Modena), y de otros datos, como la grafía de la firma y lo que sabemos de las relaciones del Greco con Felipe II, se acepta generalmente que fue realizada entre 1577 y 1580, siendo muy probable que se trate de una de las primeras obras del artista en España. De hecho, la réplica que se conserva en la National Gallery de Londres está firmada en mayúsculas griegas, como los cuadros de época romana y de los primeros años en Toledo, y en la colección de don Gaspar Méndez de Haro, donde se encontraba en 1687, era considerada pareja de otra réplica del Expolio (actualmente en Upton Downs). Alguna vez se ha apuntado que El Greco pudo realizarla por iniciativa propia, para regalársela a Felipe II y hacer conocer así sus habilidades. Sin embargo, no hay ningún dato que corrobore la hipótesis.

El primero en referirse al cuadro fue, en 1657, el padre Santos, quien lo interpretó como una adoración del Nombre de Jesús por los Cielos, la Iglesia militante, el Purgatorio y el Infierno. Al tiempo, citaba como fuente de inspiración la epístola de san Pablo a los filipenses: «Por lo cual Dios le ha exaltado y le ha dado un nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos» (2, 9-10). Entonces estaba colgado en la capilla del Panteón de los Reyes cerca de la cripta de los Infantes, y se le daba el título de La Gloria del Greco, poniéndolo en relación con La Gloria de Carlos V de Tiziano, que también se guardaba en El Escorial. A lo largo del siglo XIX, el hermetismo del cuadro (que admite varias lecturas no excluyentes entre sí) hizo que se citase con diversos títulos. Ceán se refirió a él como «un lienzo que representa la gloria y abajo el purgatorio y el infierno, con muchas figuras pequeñas». Otros siguieron citándolo como «La Gloria del Greco». Y simultáneamente la réplica (que estuvo en la Galería Española de Luis Felipe y de ella pasó a la colección Stirling-Maxwell) fue interpretada a veces como El Juicio Final y otras como Felipe II adorando el Nombre de Jesús en los Cielos. El nombre que hizo más fortuna fue, sin embargo, el que dio Poleró al lienzo del Escorial, El sueño de Felipe II, un título que generalmente se ha considerado caprichoso pero que presenta un claro paralelismo con el que se le asignaba a la réplica en 1687 en el inventario de la colección de Méndez de Haro: «Visión que tuvo Felipe II».

La interpretación que ha gozado de mayor predicamento en las últimas décadas es la que hizo en 1939-1940 Anthony Blunt, quien consideró el cuadro como una Alegoría de la Liga Santa (la alianza militar formada en 1571 por España, Venecia y el Papa contra los turcos) pensando que los personajes arrodillados del primer plano junto a Felipe II serían el papa Pío V (de frente) asistido por dos cardenales, el dux Alvise Mocenigo (de espaldas, con manto amarillo y cuello de armiño) y don Juan de Austria (de frente, idealizado, con armadura romana y los brazos sobre la espada apoyada en tierra). Esta interpretación, que según el mismo Blunt había sido ya atisbada por Stirling-Maxwell, fue insinuada por primera vez en 1838 en la Notice des tableaux de la Galerie Espagnole, a propósito de la réplica, y se vería reforzada por el hallazgo de un grabado conmemorativo de la batalla de Lepanto publicado en Venecia en 1614 y en el que se representaban, junto a Felipe II, a Pío V, al dux Mocenigo y a los tres generales: don Juan de Austria, Marcantonio Colonna (jefe de las fuerzas papales) y Sebastiano Venier (almirante veneciano). El hecho de que don Juan de Austria muriera en 1578 y el lugar en el que estaba colgado el cuadro a mediados del XVII hicieron, por otra parte, que Blunt pensara que éste se había realizado como un homenaje funerario al hermano del rey.

La hipótesis de Blunt no excluye la consideración de esta obra como una Adoración del Nombre de Jesús, sino que la complementa, enriqueciendo su significado alegórico. Sin embargo, presenta algunos puntos débiles que hace que no se la pueda aceptar como definitiva: no hay ninguna alusión clara a Lepanto, el personaje central del cuadro es Felipe II y no don Juan de Austria (y esto se observa con mayor claridad en la réplica) y, finalmente, no parece lógico que, en un cuadro destinado a recordar a don Juan de Austria, la pretendida figura de éste se haya idealizado hasta el punto de hacerlo irreconocible. Por otro lado, no parece que las dos figuras que cierran el círculo de adoradores a la izquierda puedan identificarse con Colonna y Venier, dejando un hueco interpretativo difícil de llenar. Todo ello, unido al ambiente visionario del cuadro, hace que no se pueda excluir que su tema sea, simplemente, la adoración del Nombre de Jesús o incluso un Juicio Final. De hecho, en 1966 Alian Braham relacionó el lienzo con un Juicio Final de Giovanni Battista Fontana, grabado por Pieter Balten en 1578. No parece probable que, como sostiene Braham, la obra de Fontana sirviese de inspiración al Greco. A la vista del Tríptico de Modena y de lo estereotipado de algunos elementos iconográficos, más bien cabría hablar de fuentes comunes. Sin embargo, el debate no puede darse por cerrado. Recientemente, Fernando Marías ha insistido en el «obvio sentido escatológico» de la composición y ha vuelto a llamarla Gloria de Felipe II, argumentando que en ella, y al igual que había hecho antes Tiziano en su Gloria de Carlos V, El Greco habría representado simplemente al monarca a la espera del Juicio Final o bien contemplando su propio Juicio Particular.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Pedro de Campaña (1503-1587): Don Diego, don Alonso Caballero y su hijo. 1555-1556Pedro de Campaña (1503-1587): Doña Leonor, doña Mencía de Cabrera y sus hijas. 1555-1556

Pedro de Campaña (1503-1587)
Izquierda: Don Diego, don Alonso Caballero y su hijo. 1555-1556. Óleo sobre tabla. 104 x 95 cm. Sevilla, Catedral.
Derecha: Doña Leonor, doña Mencía de Cabrera y sus hijas. 1555-1556. Óleo sobre tabla. 105 x 95 cm. Sevilla, Catedral.


Estas obras forman parte del banco del retablo de la capilla de la Purificación de la catedral de Sevilla, que se conserva en el mismo lugar para el que fue concebido. Esa capilla es conocida también como la del Mariscal, por su fundador el mariscal don Diego Caballero, que, el 12 de enero de 1555, contrató esta obra con los pintores Pedro de Campaña y Antonio de Alfián. Aunque ambos se comprometieron a acabarla al final del mes de agosto de ese mismo año, no cumplieron el plazo. El retablo se concluyó en 1556, ya que, en marzo de ese año, se les satisfizo a los pintores el segundo de los tres pagos estipulados en el contrato. Pese a que no se especifica en el documento, Alfián sólo intervino en la policromía y toda la pintura corrió a cargo de Campaña.

El fundador de la capilla, don Diego Caballero, hizo su fortuna en las Indias. De joven marchó a La Española —la actual Santo Domingo— y después a Perú, participando en su conquista. Al retornar a La Española, en pago de sus servicios a la Corona, Carlos V le nombró contador mayor de la isla y en el año 1536 mariscal de la misma. Cuando volvió a Sevilla en 1540, se le designó caballero veinticuatro de la ciudad. Dedicado al comercio con las Indias, don Diego fundó con su hermano Alonso una compañía de exportación e importación —que continuó su viuda doña Mencía—, que le proporcionó grandes recursos.

La comparación entre los retratos hechos por Campaña y lo ordenado por don Diego en el contrato —publicado por Gestoso en 1908— permite ver que se modificó notablemente la idea inicial de representar a los patronos: «en los espacios de banco entre los pedestales debaxo de los dichos tableros el rretrato del señor mariscal contrahecho del natural y de la señora su mujer y en el otro espacio el rretrato de Alonso caballero su hermano que aya gloria e de la señora su muger y sus armas en ambos lados a do mejor puedan estar». Cuando firmó el concierto, don Diego quería que se incluyeran en el banco, junto con sus armas, a un lado, el retrato de él y de su mujer, Leonor de Cabrera, y al otro, el de su hermano Alonso, ya fallecido, y el de su viuda, doña Mencía de Cabrera, que era hermana de su mujer. Los retratos concertados eran cuatro, en vez de los ocho realizados por el pintor. Aunque no constan las razones que tuvo el mariscal para un cambio tan radical, lo más probable es que quisiera perpetuar también la memoria de todos los descendientes de su familia, como tradicionalmente hacían los donantes. Debido a ello mandó distribuirlos, colocando a un lado los miembros masculinos de la familia —don Diego, don Alonso y el hijo de éste— y al otro los femeninos —doña Leonor y doña Mencía de Cabrera y sus tres hijas—. Pero, evidentemente, el modo en que los tradujo Campaña nada tiene que ver con la manera tradicional de representación de donantes —arrodillados ante la divinidad, con las manos juntas en señal de oración—, sino que los muestra, de pie, en actitud meditativa, acorde con los nuevos tiempos.

Aunque, cuando llevó a cabo este retablo, Pedro de Campaña estaba más fuertemente influido que nunca por Rafael, a la hora de hacer los retratos del banco volvió de nuevo a sus orígenes flamencos. Como sugirió Serrera, el realismo con que reprodujo a la familia del mariscal, con toda su crudeza, sobre todo a las mujeres y—sin disimular la fealdad de sus rasgos, tan similares—, convierte estos retratos en un antecedente de los primeros retratos de Velázquez, que tanto admiró a maese Pedro, como se le llamaba en Sevilla al pintor flamenco. Sin duda, la imagen de doña Mencía, la viuda de don Alonso, con su presencia inquietante, es un anticipo de la madre Jerónima de la Fuente de Velázquez.

Ante un fondo oscuro, Pedro de Campaña dispuso a los efigiados, de tres cuartos, con los cuerpos dirigidos hacia el centro. De los tres retratos masculinos —en el lado del evangelio— destaca el del mariscal, con sus cabellos y barba canos. A diferencia de su hermano Alonso y de su sobrino, que dirigen sus rostros y sus miradas hacia arriba, hacia la derecha, como sus cuerpos, don Diego Caballero gira su mirada hacia la izquierda, hacia el espectador. El mayor realismo que muestran los rasgos del Mariscal debe responder a su exigencia en el contrato de que su retrato fuera el único «contrahecho del natural», quizá porque sabía que Campaña —como indica Francisco Pacheco en su Libro de retratos— hacía sus retratos sin estar presentes los efigiados y, después, «con unos retoques que en presencia dellas daba, quedaba el retrato perfecto». Los cinco retratos femeninos —en el lado de la epístola— planteaban a Campaña una complejidad mayor, que resolvió rompiendo la simetría al disponer en el extremo izquierdo, delante de sus madres, a las dos hijas menores, enfrentando sus rostros. Aunque maese Pedro aplicó a esos cinco retratos su realismo flamenco más despiadado, sin duda su crudeza fue mayor en dos de ellos. En la tierra en que la gracia es el don más preciado, hizo los retratos de niñas menos atractivos de la pintura sevillana.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

John Singer Sargent (1856–1925) Gassed. IWM (Imperial War Museums)
John Singer Sargent (1856–1925) Gassed. IWM (Imperial War Museums)

El domingo 11 de noviembre de 2018 se celebrará el centenario de la aceptación por parte de Alemania de las condiciones del armisticio que ponía fin a la carnicería y al horror de la Primera Guerra Mundial. Inevitablemente Gassed, la épica y conmovedora pintura de John Singer Sargent, se mostrará en documentales y se reproducirá como un icono de ese sufrimiento, como lo ha sido desde que fue pintada en 1919.

Un artículo de Gary Haines repasa el impacto y la historia de esta obra: Comfort vs reality: the early reactions to John Singer Sargent’s 'Gassed'.

Juan de Flandes (doc 1496-1519]: Retrato de una infanta, ca. 1496Juan de Flandes (doc 1496-1519]: Retrato de una infanta, ca. 1496
Óleo sobre tabla, 31,5 x 22 cm.
Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, 141 (1930-36)


Desde que se conoció esta tabla y se adscribió a Juan de Flandes se consideró que era el retrato de una de las hijas de los Reyes Católicos. Primero se pensó en Juana —así lo creyó Friedländer en 1930— por su parecido físico con el retrato de Juana en el Kunsthistorisches Museum de Viena (3873), que, evidentemente, es tan grande que se hace muy difícil suponer que no sea ella. Dada la aparente edad de la infanta retratada —entre 12 y 15 años—, podría ser, en efecto, Juana, nacida el 7 de noviembre de 1479, si tenía entonces una apariencia aniñada, lo que no se sabe. Aun así, de lo que no hay duda es de que Juan de Flandes pudo retratar a Juana cuando no había cumplido aún los dieciséis años. Y lo más probable es que hiciera al menos un retrato como recuerdo para su madre, antes del día 20 de agosto de 1496, cuando la infanta, en presencia de la reina Isabel, embarcó hacia Flandes para desposarse con Felipe el Hermoso. El pintor flamenco estaba en Castilla entonces, ya que la primera vez que se registra a Juan de Flandes vinculado a la corte de la Reina Católica es el 12 de julio de 1496, cuando se le pagaron en Burgos seis mil maravedíes «de que su Altesa le fiso merçed para ayuda de su costa».

Siguiendo la sugerencia de Glück en 1931, que llamó la atención sobre la flor que sostiene la infanta, asociada a la rosa de los Tudor, la modelo ha sido identificada con Catalina de Aragón, la hija menor de los Reyes Católicos, nacida en Alcalá de Henares el 16 de diciembre de 1485. Aunque en 1489 llegó la primera delegación inglesa para concertar los esponsales entre Catalina y Arturo, príncipe de Gales, habrían de pasar muchos años (hasta 1501), para que Catalina se desposase con el príncipe, que murió al año siguiente. No obstante, Catalina ya no volvió a Castilla al prometerse y casarse después con su cuñado, el futuro Enrique VIII de Inglaterra. Fue la reina Isabel, que añoraba a su hija, la que envió a su pintor de corte Michel Sittow junto a ella a Inglaterra para retratarla. La efigie de Catalina de Aragón atribuida a Michel Sittow del Kunsthistorisches Museum de Viena (5612) muestra rasgos diferentes a los de la infanta del Museo Thyssen —sobre todo la nariz—. Pese a que la edad que parece tener la infanta en el retrato podría ajustarse a Catalina, que no había cumplido los once años cuando llegó Juan de Flandes y que pudo retratarla al año siguiente. Aunque entonces se estaba concertando definitivamente su matrimonio con un Tudor, consideramos que, al no coincidir sus rasgos con los del retrato de Sittow, lo más seguro es que la efigie del Thyssen no sea de ella.

De no ser Juana la retratada, como sugieren sus rasgos, quizá pueda ser —como ha apuntado Alcolea (2003)— la infanta María, futura reina de Portugal, nacida el 29 de junio de 1482, y que, por tanto, cuando llegó Juan de Flandes a Castilla tenía catorce años. Además, como ya sugirió Elisa Bermejo en 1962, la flor que sostiene la infanta no alude necesariamente a la rosa de los Tudor, sino que se usaba como símbolo de matrimonio. Precisamente, en 1496 los Reyes Católicos estaban concertando con don Manuel de Portugal su boda con una de sus hijas. Aunque María fue la designada por sus padres. el monarca luso prefirió a la primogénita. Isabel, viuda del príncipe portugués don Alfonso, con la que se casó en 1497. Sólo, tras morir su hermana en 1498, María se desposó con don Manuel en 1500. En resumen, aunque no existe completa seguridad de cuál de las infantas pueda ser, si Juana o María, pese a que sus rasgos inclinan la balanza hacia Juana, no hay que descartar que sea María en 1496 o comienzos de 1497, cuando los Reyes Católicos la propusieron como esposa a. rey de Portugal.

La calidad de este retrato —del que existe una réplica en el University Art Museum de Santa Bárbara, California— demuestra la habilidad como retratista de Juan de Flandes, pintor de corte de Isabel la Católica entre 1496 y 1504. Intencionadamente, opta por disponer a la infanta sólo de busto con el fin de que su rostro se convierta en el único foco de atención. Por esta razón, justificado por su supuesta condición de retrato de esponsales, deja ver abajo, a la izquierda, sólo dos dedos de su mano derecha sosteniendo una flor, alusiva a su matrimonio, que pasa desapercibida ante el impacto que causa su rostro, de ojos rasgados —apenas escorzado, como el cuerpo—, ensimismado, como podía tenerlo Juana, tan amante de la poesía entonces. Juan de Flandes simplifica sus rasgos delicados, traduce las distintas calidades y maneja sabiamente la luz. Tal es la maestría con que somete el rostro de la infanta a los efectos de luz que acentúa la sensación de indefensión, de fragilidad. [PSM]

Obras de Juan de Flandes: Detroit Institute of Arts, Michigan :: Kunsthistorisches Museum de Viena :: Metropolitan Museum of Art, New York City :: National Gallery of Art, Washington D.C. :: Museo del Prado, Madrid :: Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid ::

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Cuca Muro - La forma del aguaCuca Muro - La forma del agua

Es necesario pasar un buen rato para admirar la obra de esta acuarelista. Cuca Muro, es vital, colorista y enérgica. Su pintura relata con personalidad el lugar observado. Es una pintora figurativa, pero siempre interpreta todo lo que sus pinceles describen con solvencia en dibujo y técnica. Destaca su variada y rica técnica en el uso del agua y de los pigmentos. Cada obra parece diferente, pero con un nexo común . Su definición a la hora de buscar los amplios espacios y rincones arbolados. Las calles, plazas, las vistas de ciudades y pueblos son su reclamo para poder admirar su trabajo. Cuca es una investigadora de texturas y descripciones., Busca el color como fundamento y esencia del lugar para después jugar con el agua y la creatividad y dejar patente su estilo novedoso y suelto. Siempre atenta y vigilante a nuevas tendencias y estilos , Cuca es fiel a si misma. Vital y llena de energía¡¡¡¡ (Crítica de Juan Ramón Alves, artista Acuarelista).

Exposición: Sala de Exposiciones Caja Rural de Teruel (Paseo Pamplona, 4, 6, Zaragoza. Entrada por calle Bilbao) del 1 al 15 de Noviembre de 2018. La inauguración tendrá lugar el 1 de Noviembre a las 20h.

Pedro Berruguete (ca. 1445/50-1503): Ezequías, ca. 1490Pedro Berruguete (ca. 1445/50-1503): Ezequías, ca. 1490.
Óleo sobre tabla, 94 x 65 cm.
Paredes de Nava, Iglesia Museo Parroquial de Santa Eulalia.


Forma parte del banco del retablo mayor de la iglesia de Santa Eulalia de Paredes de Nava (Palencia) —la villa natal del pintor—, que se conserva in situ. Aunque el retablo —realizado hacia 1490— no está documentado, sí consta su autor —Pedro Berruguete—, en un documento posterior que publicó Miguel Ángel Zalama en 1988. Al cambiar la advocación de la iglesia a mediados del XVI y dedicarla a santa Eulalia, los parroquianos decidieron sustituir el antiguo retablo mayor de Pedro Berruguete por uno nuevo de escultura, que se encargó a Inocencio Berruguete, familiar de Pedro. Por fortuna para nosotros, al no tener los parroquianos los tres mil ducados que costaba, el obispo de Palencia, don Pedro de la Gasea, ordenó que se hiciera uno distinto, de mucho menor coste—contratado finalmente con Esteban Jordán el 15 de diciembre de 1559—, con la imagen de santa Eulalia, y que se incorporaran a él las tablas del antiguo retablo dedicado a la Virgen: en el banco, «los tableros de los profetas de pintura que son seis, que son de berruguete el viejo», y en el cuerpo, «a de llevar tres tableros a cada lado [de la calle central] de pintura que son así mismo de berruguete el viejo», como se llamaba a Pedro Berruguete en el siglo XVI para distinguirle de su hijo Alonso.

En un artículo publicado en 1964, Angulo se refería a que la presencia de verrugas alusivas a su apellido en las obras de Pedro Berruguete era como una especie de firma que permitía identificar su mano, igual que las hojas de roble de Van Dyck, pero lo cierto es que el pintor palentino no es el único que dota de verrugas a sus personajes en esa época, aunque, evidentemente, Ezequías las muestra en su rostro. Tanto por este hecho como por ser el único de los seis reyes-profetas del banco de Paredes, que no lleva cetro, se ha sugerido que podría tratarse del autorretrato del pintor. Como ya he señalado en otras ocasiones, es imposible que Berruguete se atreviera a poner su rostro —o el de alguien conocido por sus paisanos— sobre el altar mayor, encarnando un personaje de la historia sagrada, ya que esto le habría hecho dar directamente con sus huesos en las cárceles de la Inquisición. No obstante, nada impide que los rasgos de Ezequías estén tomados de alguien que conoció en sus múltiples viajes —tanto por Italia como por tierras castellanas—, de quien pudo hacer un dibujo para utilizarlo después, en un lugar donde no le conocieran, aunque no creo que esa fuera su forma habitual de trabajar. Prueba de ello son los frecuentes cambios que Berruguete introduce en sus composiciones desde la fase del dibujo subyacente, como sucede con el rostro de Ezequías, en el que efectúa algunos cambios, en particular los que afectan a la disposición de los ojos —dibujados en un primer momento más abajo y rectificados después—, hasta el punto de transformar por completo la expresión final. Seguir leyendo ...