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El fotógrafo Nick Brandt ha publicado «El eco de nuestras voces», cuarto capítulo de The Day May Break. El reportaje se realizó en Jordania, considerado el segundo país del mundo con mayor escasez de agua. Las fotografías muestran a familias de refugiados que huyeron de la guerra en Siria y ahora viven en ese país. Llevan una visa nómada, debido en gran parte al cambio climático, y se ven obligados a mudarse de casa hasta varias veces al año, trasladándose a donde haya llovido lo suficiente para que crezcan los cultivos y busquen mano de obra para trabajar.
Este capítulo es diferente de los tres primeros, tanto desde el punto de vista visual como emocional: es una muestra de conexión y fortaleza ante la adversidad, de que cuando todo lo demás está perdido aún se tienen los unos a los otros. Las pilas de cajas en las que las familias se sientan y permanecen juntas apuntan hacia el cielo —una verticalidad que implica más sensación de fuerza o desafío— y proporcionan pedestales para aquellos que en nuestra sociedad suelen pasar desapercibidos y no son escuchados.
Arianny Torres introdujo en su mochila algunas mudas, un par de juguetes, medicinas, pañales, un biberón, fotos de parientes y su Biblia. Después, con sus hijos Lucas y Alesia, viajó 976 kilómetros desde Maracaibo hasta Bogotá. Reservó parte del poco dinero que tenía para la comida y eso la obligó a realizar buena parte del trayecto andando. Ahora vende dulces en la Plaza Bolívar y aunque las cosas podrían ser mejores, al menos la vida es más estable que en Venezuela y sus hijos pueden comer tres veces al día.
La imagen pertenece a la serie de Gregg Segal llamada Un-Daily Bread. El trabajo de este fotógrafo, llevado a cabo con la colaboración de ACNUR, muestra a los inmigrantes venezolanos con la totalidad de sus pertenencias. Cada imagen publicada en su Instagram también incluye un largo pie de foto que describe el difícil viaje de cada familia. La serie es continuación de Daily Bread, un proyecto en el que Segal captura imágenes de niños de todo el mundo rodeados de lo que comen cada día.
El recuento de sus pocas pertenencias nos adentra en la grave crisis que sacude Venezuela. Tanto es así que ACNUR ha decretado una emergencia para ese país: «Las personas continúan saliendo de Venezuela para huir de la violencia, la inseguridad y las amenazas, así como la falta de alimentos, medicinas y servicios esenciales. Con más de 4 millones de venezolanos y venezolanas que se encuentran viviendo en el exterior, la gran mayoría en países de América del Sur, este es el éxodo más grande en la historia reciente de la región» (Ver ACNUR » Situación en Venezuela).
La niña lloraba envuelta en una manta roja de donación. Tenía un día y aún no le habían puesto nombre. Poco antes de nacer, sus padres se habían sumado al éxodo de refugiados rohingya que huían de Myanmar hacia el que pronto se convertiría en el campo de refugiados más grande del mundo, el asentamiento de Kutupalong-Balukhali, situado en Cox's Bazar, en Bangladesh.
El fotógrafo Turjoy Chowdhury recorría los campamentos cuando agachó la cabeza para entrar en una chabola, atraído por un llanto quejumbroso. Mientras fotografiaba a la recién nacida, dice Chowdhury, no se sacaba de la cabeza las medidas políticas y la persecución a las que obedecía aquella escena: «En ese instante, contemplando aquellos ojos inocentes, pensé: ¿estamos todos locos?».
Los niños rohingya nacidos en Cox's Bazar vienen al mundo en un limbo legal: no son bangladesíes, pero tampoco birmanos. Dado que ninguno de los dos países ofrece la ciudadanía a los rohingya, los bebés nacidos en el campo de refugiados son apátridas.
Desde hace unas décadas la etnia rohingya -de mayoría musulmana- tiene consideración de población extranjera en Myanmar -de mayoría budista-, aunque probablemente lleven viviendo en el país desde el siglo xv como mínimo. En 1982 Myanmar aprobó una ley que garantizaba la concesión de ciudadanía a los grupos étnicos principales, pero una posterior interpretación de aquella ley excluyó a los rohingya e hizo prácticamente imposible que demostrasen su nacionalidad. En virtud de ella, el Gobierno les expidió unas tarjetas de registro temporal, que, a diferencia de los documentos de identidad, no se consideran prueba de nacionalidad.
Yunus: un mes
Asma bibi, un día
Dos meses de vida
Sin nombre, 15 días
En agosto de 2017 un atentado perpetrado por insurgentes rohingya contra comisarías de policía desencadenó una implacable ofensiva del Gobierno birmano. Desde entonces han huido a Bangladesh más de 900.000 rohingya del millón que se estima llegó a haber en Myanmar. Como Bangladesh no los reconoce como refugiados, no pueden desplazarse libremente, no tienen derecho a la escolarización, no disponen de acceso a los servicios públicos y no pueden obtener la ciudadanía. En noviembre de 2017 se firmó un acuerdo de repatriación entre los dos países implicados para organizar su retorno voluntario, pero las condiciones en Myanmar distan mucho de ofrecer seguridad a los rohingya, afirman los colectivos de derechos humanos.
Del medio millón de niños que viven en Cox's Bazar, más de 30.000 son bebés de menos de un año, según ACNUR, la agencia de refugiados de la ONU. «La apatridia envuelve el futuro de los niños rohingya en una enorme incertidumbre», declara Karen Reidy, portavoz de Unicef. Es probable que se les excluya de los programas educativos formales y, con el tiempo, del mercado de trabajo. «Un niño sin nacionalidad puede tener ante sí toda una vida de discriminación», añade.
En el mundo hay al menos 10 millones de apátridas, apunta la ONU. El «giro xenófobo» global seguramente elevará esa cifra en los próximos años, dice Amal de Chickera, codirector del Instituto de Apatridia e Inclusión. «Si eres apátrida, no basta con garantizar que el retorno [al hogar] sea seguro: necesitas un Estado al que retornar».
El proyecto de Chowdhury, «Born Refugee» («Refugiado de nacimiento»), documenta los primeros días de vida de los niños. Para localizar a sus protagonistas, simplemente pregunta en las atestadas calles del campo si saben de algún recién nacido. «La gente empezó a darse cuenta de que era importante y empezó a guiarme», cuenta. Para este fotógrafo, cada bebé representa los daños colaterales de un conflicto centrado en la identidad étnica. «Constantemente me viene a la mente la canción Imagine de John Lennon -dice-. Un mundo sin fronteras: de eso va el proyecto».
El artista y arquitecto Mohamad Hafez, nacido en Siria y residente en New Haven (Connecticut) construye recreaciones en miniatura de casas, edificios y paisajes dejados por refugiados en el Medio Oriente y en otras partes del mundo. Los dioramas para su serie, UNPACKED: Refugee Baggage, están construidos en maletas para rendir homenaje a los difíciles viajes forzados por los estragos de la guerra. Hafez tarda varios meses en acabar una de estas instalaciones.
Los trabajos se combinan con grabaciones de audio de refugiados de Afganistán, Congo, Siria, Irak y Sudán. Las historias son grabadas por Admed Badr, un refugiado iraquí y estudiante de la Universidad Wesleyana, e iluminan las dificultades a las que se enfrentan quienes han tenido que abandonar sus hogares. Puedes escuchar las grabaciones en el sitio web de Hafez y Badr para el proyecto , y ver más dioramas en su Instagram.
La ONU calculó que, en agosto de 2017, se alcanzó la cifra de un millón de refugiados en Uganda provenientes de Sudán del Sur donde la guerra asolaba la tierra. Solo en el campo de refugiados de Bidibidi, uno de los asentamientos más grandes del mundo, viven más de 270.00 personas.
La fotógrafa Nora Lorek descubrió que cada familia guardaba celosamente un tesoro, sus milayas. Como la mayoría de los refugiados son mujeres y niños y escapan por la noche, sus sábanas llamadas Milaya son a menudo una de las pocas cosas que se llevan. Los bordados que las adornan están hechos a mano y la tradición se ha trasmitido de generación en generación desde tiempos remotos.