Retrato español (Continuación)

Luis Meléndez (1716-1780): Autorretrato, 1746.Luis Meléndez (1716-1780): Autorretrato, 1746.
Óleo sobre lienzo, 100 x 82 cm.
Inscripción: «Luis Melendez fac[ieb]a.t año de 1746»
París, Musée du Louvre, Legs. Paul Cosson, 1926, RF2537


En este autorretrato el artista, a los treinta años, pregona sus habilidades, y el dibujo que lleva atestigua sus conocimientos de la escultura antigua y sus estudios de desnudo. Demuestra que es capaz de captar la postura de un hombre que está corriendo, y se puede deducir de esto su aptitud para las mitologías, los cuadros de historia y temas dramáticos de todo tipo. Es igualmente evidente su eficacia para pintar retratos. Su cara está bien delineada, y ha sabido destacar las diferencias de las telas para subrayar su destreza a la hora de representar tejidos muy diversos. La tela de la casaca parece sedosa y esto le permite poner de relieve su dominio de los pliegues y los brillos. Su capa, sobre la que reposa la mano derecha con su portalápiz, es más bien de terciopelo azul. Al pintarla el artista luce una vez más su gran facilidad para diferenciar los distintos tejidos y tonos, y para lograr contrastes de luces y sombras. No paran allí los ingeniosos efectos conseguidos por el pintor en este cuadro. Meléndez se representa de frente, claro está, pero dibuja el desnudo de espaldas (en parte sin duda por motivos de decoro); la luz del cuadro viene de la izquierda desde el punto de vista del espectador, y la del dibujo desde la derecha. Expresa muy bien además la sensación del tiempo, con las distintas posiciones de las manos. Coge el dibujo con los dedos apretados de la siniestra y sostiene el porta lápiz con la diestra, apartando dos dedos de los demás y extendiéndolos, y juntando dos para agarrar el instrumento.

Es una lástima que las evidentes capacidades de Meléndez para los géneros mayores no fueran reconocidas, debido quizás, en parte, a la expulsión de su padre de la Real Academia en 1747, lo que provocó también la exclusión de don Luis. Su extraordinaria inventiva, sin embargo, y su gusto por los contrastes sutiles y variados —tan patentes en este autorretato— no dejaron de brillar en sus admirables bodegones.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Antón Raphael_Mengs AutorretratoAntón Raphael Mengs (1728-1779): Autorretrato, 1774.
Óleo sobre lienzo, 134 x 96 cm.
Madrid, Fundación Casa de Alba.


Mengs se autorretrato con cierta frecuencia en su carrera de pintor, en primer lugar, al parecer, para satisfacer la demanda de sus admiradores y mecenas. La inscripción al dorso del que se encuentra ahora en la Walker Art Gallery de Liverpool, es buen ejemplo de ello: «Ritratto d'Antonio Raffaelo Mengs fatto da lui medesimo per Lord Nassau Conté di Cowper in Firenze l'anno 1774». En este caso Mengs se representaba con el boceto de una obra sobre el caballete, probablemente el del cuadro de Perseo y Andrómeda para el Ermitage de San Petersburgo en Rusia, que terminaría en 1779 (Roettgen 1993, n.° 1, p. 46). Mengs pintó el Autorretrato sin acabar que obra en el Museo del Prado, con los pinceles en la diestra, un poco antes, a juzgar por la relativa lisura de sus mejillas, casi sin arrugas. Y en este cuadro aunque los pinceles se refieren claramente a su profesión de pintor no hay alusión a ninguna obra concreta. En el catálogo de sus pinturas hecho por su amigo José Nicolás de Azara se nota la tendencia del pintor a realizar sus autorretratos en un formato de «menos de medio cuerpo» (Mengs 1780, pp. XLIX-L), y en cuadros de estas dimensiones era inevitable que primase la cara del pintor. Quizás fuera ésta lo que más interesaba al público. Así por lo menos era el que regaló a Bernardo de Iriarte —que formaba una galería de autorretratos con sus hermanos— que no hacía referencia alguna a su oficio, y fue difundido luego en una estampa grabada por el yerno de Mengs, Manuel Salvador Carmona, como contraportada de la edición de las Obras de Mengs impresa en Madrid en 1780.

Mengs se concentra en los rasgos más expresivos y sensibles de su cara, y en la mirada aguda y penetrante del artista, habitual en este género. Es probable que elaborara sus autorretratos con bastante rapidez. En febrero de 1775, según el hermano del embajador británico en Madrid, tardó dos días en terminar uno que se iba a enviar a Dinamarca a no se sabe qué mecenas (Archivo del condado de Bedford, Wrest Park Papers, L 30/17/2/105). Pero consta que podía rematar un boceto bastante acabado de la cara de un retratado en tan sólo dos horas, como lo hizo en el de un amigo sueco, el conde Franz-Xaver Orsini-Rosenberg en Roma en 1756 (Antón Raphael Mengs 1993, n.° 12, p. 70).

El autorretrato de la Fundación Casa de Alba, comprado en 1817 en Florencia, parece una obra temprana del pintor bohemio: de tamaño mayor que los ejemplos posteriores, con una figura de tres cuartos en vez de medio cuerpo o busto y pintado sobre lienzo en vez de sobre tabla. La luz viene de la derecha e ilumina la cara (que mira en esa misma dirección), los dedos de la mano, finos y sensibles, y el lado izquierdo del cuerpo. La bata que lleva, ribeteada de piel, su camisa y chaleco están pintados con bastante soltura, destacando relativamente poco los pliegues. A pesar de llevar el pintor un portalápiz en la diestra y asir con los dedos de la siniestra una gran carpeta de dibujos o estampas —ligeramente inclinada hacia nosotros, como si Mengs estuviera a punto de abrirla o tenderla— no se trata de una representación convencional del artista trabajando. Es más bien una representación del artista contemplativo, que piensa en su trabajo o estudia las posibilidades de una escena, considerando una posible síntesis de rasgos de la realidad, para conseguir el efecto ideal que Mengs buscaba en la pintura. Como él dice, en su carta a Ponz, «los asuntos que quiere tratar el Pintor deben ser elegidos, como los del Poeta, de entre las cosas que ofrece la Naturaleza» (Mengs 1780, p. 203). Parece que Mengs ha querido captar el desarrollo del proceso en este autorretrato.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe Felipe Próspero, ca. 1659Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe Felipe Próspero, ca. 1659.
Óleo sobre lienzo, 128,5 x 99'5 cm.
Viena, Kunsthistorisches Museum, Gemäldegalerie, 319.


Nacido en Madrid el 20 de noviembre de 1657, Felipe Próspero se convirtió finalmente en el heredero del trono, ya que tras la muerte de Baltasar Carlos, ocurrida en 1649, el rey no había vuelto a tener descendientes varones. El pequeño tenía una hermanastra, la infanta María Teresa, hija de la primera mujer de Felipe IV, Isabel de Borbón, destinada al matrimonio con Luis XIV de Francia, con quien casó en 1660; y una hermana, la infanta Margarita de Austria, hija como él del segundo matrimonio del rey, casado con su sobrina, Mariana de Austria. El nacimiento del niño causó un júbilo inmenso al rey y a la nación, que habían tomado como un mal presagio para la Corona la falta de un heredero varón, lo que auguraba un futuro incierto para la dinastía y la posible caída de España en manos de monarcas extranjeros. Su llegada se celebró con fiestas, religiosas y profanas, comedias, corridas de toros y fuegos artificiales, pero pronto se desvanecieron las esperanzas puestas en el niño, pues murió a los cuatro años, en 1661, después de que la anemia y los ataques epilépticos hicieran patente su debilidad. Velázquez le pintó aquí, en 1659, cuando contaba apenas dos años de edad, en un tipo de retrato que recuerda en líneas generales al de su hermano, Baltasar Carlos con un enano (Boston, Museum of Fine Arts). Sin duda se quería hacer un paralelo con aquel sano y agraciado príncipe, pero Felipe Próspero, hijo de tío y sobrina, mostraba la degeneración de la estirpe después de que ambos padres llevaran, además, una sangre empobrecida, fruto de los múltiples enlaces consanguíneos de los Habsburgo por intereses dinásticos. Su hermano Carlos, que reinó como Carlos II, nació en noviembre de 1661, pocos meses después de su muerte, y fue el último monarca de la casa de Austria en España.

Felipe Próspero, que llevaba como primer nombre el de varios ilustres antecesores de su familia, y el de Próspero, como buen auspicio para su reinado, aparece aquí ataviado aún con las ropas infantiles: el vestido de faldas que llevaban niños y niñas, una vez más de rojo, color apropiado para los niños, y protegido con un mandil de fino lienzo transparente. Sobre éste destacan numerosos amuletos protectores y los cascabeles y la campanita que advertían de sus movimientos. El entorno del príncipe revela su alta alcurnia: el cortinaje rojo a la izquierda, símbolo del rey, de quien era su heredero, así como el escabel, sobre el que descansa, a modo de corona, su gorro. El niño está en pie sobre una rica alfombra, que habla también de su estatus regio, aunque, por otra parte, el retrato debió de ser pintado en invierno, cuando los suelos del Alcázar estaban aún cubiertos de alfombras. Apoya su mano derecha sobre el sillón de terciopelo rojo, a la manera tradicional de tantos retratos de reyes y príncipes del siglo XVI y XVII, de Tiziano a Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz, o del propio Velázquez, pero a su medida. Sobre él se sienta un perrito blanco que mira al espectador. La lealtad y la fidelidad simbolizada por los perros, que habían acompañado a sus predecesores en el trono, desde el emperador Carlos V hasta Felipe IV y la infanta Margarita en Las meninas, reaparece aquí en forma de este diminuto perrito faldero, acorde con la edad del príncipe, convertido en uno de los más bellos trozos de pintura de Velázquez, en un retrato per se de estos animales de compañía, que se constituyeron en un género independiente en la pintura en los siglos XVII y XVIII. La austeridad del viejo Alcázar se hace patente una vez más en ese fondo que, con la puerta entreabierta e iluminada, recuerda el espacio de Las meninas, aquí agobiante, sombrío y melancólico, sin la pujanza de vida y esperanza que desprendía el gran cuadro familiar.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Francisco de Goya (1747-1828): Manuel Osorio Manrique de Zúñiga, 1788Francisco de Goya (1747-1828): Manuel Osorio Manrique de Zúñiga, 1788.
Óleo sobre lienzo, 127 x 101,6 cm.
Firmado en la tarjeta de visita: «Dn Franco Goya» Inscripción: «EL S.R D.N MANUEL OSORIO MANRRIQUE DE ZUÑIGA S.R DE GINES NACIO EN ABR. A II DE 1784.»
Nueva York, The Metropolitan Museum of Art, The Jules Bache Collection, 1949 (49.7.41)


Don Manuel Osorio Manrique de Zúñiga, era el hijo menor de los condes de Altamira. Goya, en torno a 1787-1788, había pintado también el retrato de don Vicente Osorio de Moscoso, su padre, como parte de la serie de fundadores del Banco de San Carlos. Al conde debió dejarle satisfecho su retrato, asunto en su caso muy difícil, al tratarse de un hombre de pequeñísima estatura, como ilustraban las palabras de Lord Holland: «El hombre más pequeño que hubiera visto nunca en sociedad, más diminuto que los enanos que se exhiben en las ferias». Goya retrató también a su esposa, María Ignacia Alvarez de Toledo, con su hijita en brazos (Nueva York, Metropolitan Museum). En esos años el artista había pintado ya algunos retratos infantiles, como los de los hijos de los duques de Osuna, perdidos, que figuran en los inventarios de la familia, o los del gran lienzo familiar del Museo del Prado.

Como los hijos de los duques de Osuna, Manuel Osorio, de tres años de edad, viste un trajecito, ligero y suelto, acorde con las ideas de la Ilustración, que promovían el abandono de la etiqueta y la formalidad anteriores en la crianza de los hijos, reflejadas en los trajes encorsetados y rígidos anteriores. Esa es también la razón de que el niño luzca su pelo natural y no empolvado o con peluca, como los niños de generaciones anteriores. El juego y, por ello, los trajes sueltos, que permitían gran libertad de movimientos, estaban de moda. Desde su infancia más tierna, además, el niño se presenta como un pequeño naturalista en un tipo de retrato que se ajustaba también, aunque con variantes de interés, a una tipología que expresaba las ideas pedagógicas de la Ilustración: se representaba a los pequeños estudiando y experimentando en geografía, botánica o ciencias naturales, los grandes temas educativos de ese siglo. La jaula llena de jilgueros, pájaros muy difíciles de criar en cautividad, así como la urraca, en primer plano, sujeta por un cordel, podrían indicar, quizá, el interés incipiente del niño por las ciencias, mezclado aquí aún, por su corta edad, con el juego, aunque el retrato se podría leer también de un modo más metafórico.

En primer plano, la urraca, que lleva el niño con un cordel, pájaro dócil al amo si se cría desde pequeño, recoge con el pico la tarjeta de visita del artista. Es posible que Goya aprovechara aquí una anécdota real, de un ave amaestrada, enseñada a recoger cosas, lo que no es difícil en las urracas, que roban por naturaleza objetos brillantes y preciosos. En este caso, recoge la tarjeta de visita del artista, en la que aparece la paleta, el lienzo y los pinceles, como algo muy valioso. La presencia de los tres gatos al fondo, con sus brillantes y malintencionadas miradas, suponen una clara amenaza para los pájaros, tanto para la urraca como para el grupo de jilgueros. El niño por un lado, tiene dominados a los animales, que no saltan sobre la urraca, mientras que los jilgueros están protegidos dentro de su jaula. Goya hace aquí una hábil metáfora de la educación infantil: la paciencia y la disciplina que ha usado el niño para domesticar a su urraca, en primer término, es la misma que deben aplicar sus padres para su propia educación. Pequeño y frágil, vestido de rojo, símbolo de su naturaleza vivaz, todavía sin educar, como los pequeños jilgueros silvestres, de cabezas rojas también, está sabiamente protegido, como los pájaros dentro de su jaula. Sólo así, en el hogar paterno, puede evitar el niño los peligros naturales que acechan a la infancia, representados por los amenazadores gatos en la sombra.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Francisco de Goya (1747-1828): Francisco Cabarrús, 1788.Francisco de Goya (1747-1828): Francisco Cabarrús, 1788.
Óleo sobre lienzo, 210 x 117 cm.
Madrid, Colección del Banco de España


El retrato de Cabarrús fue encargado a Goya en 1788 por el Banco de San Carlos, habiendo mediado en ello el célebre erudito y coleccionista de estampas Agustín Ceán Bermúdez, oficial mayor de la secretaría del banco desde 1785. Se hicieron al mismo tiempo los de varios fundadores más de esa institución, encargados todos a Goya, aunque éste fue, sin duda, el retrato de mayor porte.

Personaje de gran interés en la España ilustrada, Francisco Cabarrús, de origen francés, fue ministro de Hacienda entre 1783 y 1790. Hijo de un comerciante de Bayona y nacido en esa ciudad francesa en 1752, Cabarrús había llegado a España en 1768, donde entró en la casa comercial de Juan Zafras en la Lonja de Zaragoza. Relacionado con la Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País, conoció allí a algunos zaragozanos ilustres, como Juan Martín de Goicoechea y Martín Zapater, amigos de Goya. Casó en España con María Antonia Galabert, hija de un comerciante valenciano, y se trasladó a Madrid en 1777, seguramente con cartas de recomendación para Floridablanca, recién nombrado ministro de Estado, a quien debió de proponer muy pronto la idea de la creación del Banco de San Carlos. El 22 de octubre de 1781 se fecha uno de los ejemplares manuscritos del proyecto de creación del banco, conservado en la Biblioteca Nacional: Memoria que Don Francisco Cabarrús presentó a su Majestad para la formación de un Banco Nacional por mano del Excelentísimo Señor conde de Floridablanca, aunque la oposición de los más conservadores hizo que se revisara, y finalmente se firmase la memoria definitiva el 2 de junio de 1782. Ideó también, en 1785, la Compañía de Filipinas, para el comercio con Oriente, de la que fue primer director otro de sus colaboradores, Bernardo de Iriarte, y llevó a cabo arriesgadas y brillantes operaciones financieras con Francia. Su figura es ejemplo del ascenso al poder de una clase nueva, la burguesía bien preparada y emprendedora, que obtuvo los cargos más importantes de la Administración. Cabarrús sobrepasó las fronteras de su condición familiar de comerciante para convertirse en agudo e inteligente financiero y en político progresista, con un papel público notable, que le valió en 1789 el título de conde de Cabarrús.

El cuadro de Goya, pintado en 1788, año de máximo poder e influencia del personaje, refleja excepcionalmente las calidades humanas y el empuje del ministro de Hacienda, haciendo un verdadero retrato psicológico de este hombre de gran franqueza, como subrayaba Jovellanos, fogoso, apasionado y decidido. Las ideas de Cabarrús, progresistas y cercanas a las de políticos como el propio Jovellanos, amigo suyo, promovían la enseñanza común, igual para todos los «hijos de una misma patria», el divorcio, las mancebías para terminar con la prostitución callejera y, quizá la más difícil de todas, la abolición de la nobleza hereditaria y los mayorazgos, que debía ser «reducida en sus individuos actuales a una mera denominación». Su evidente progresismo, del que hizo gala públicamente en su Elogio a Carlos III, pronunciado en julio de 1789 ante la Sociedad de Amigos del País, unido a la nueva situación política, producida tras la muerte de Carlos III y la pérdida de poder de sus valedores, determinó que las calumnias de sus enemigos, que le acusaron de fraude, así como de tener contactos con la Francia revolucionaria, provocaran su destitución. Preso desde 1790 a 1792 e investigado por la Inquisición, Cabarrús intentó escapar a Francia, sin éxito. Más tarde recuperó el poder, y volvió a ser ministro de Hacienda con José Bonaparte, poco antes de su muerte, ocurrida en Sevilla en 1810.

Goya recibió el 21 de abril de 1788 la cantidad de 4.500 reales por el retrato, lo que refuerza la idea de que debió de ejecutarlo en los meses del invierno de ese año, pues el conde lleva casaca forrada de piel, y seguramente tras su regreso de París, en febrero, donde había asistido a la boda de su hija Teresa Cabarrús, que sería más adelante musa de la Revolución Francesa. Eligió para su modelo el color verde claro de la casaca, sobre la que brillan reflejos dorados, que envuelven por completo a Cabarrús, utilizando el pintor un símil visual que describe bien la increíble y reconocida capacidad del financiero para producir riqueza. Goya se sirvió de Velázquez y del retrato de Pablo de Valladolid, para la actitud dinámica y decidida del conde, que parece moverse y girar en el espacio, con su mano derecha extendida hacia el frente, que subraya su avance entre las sombras del fondo. Como en el retrato velazqueño, el artista le situó en un espacio ambiguo, indefinido, en sombra, que parece un reflejo, «en positivo», de la imagen del actor velazqueño, cuya oscura figura se destacaba, por el contrario, sobre el fondo muy iluminado. Ceán Bermúdez, en sus Memoria para la vida de Jovellanos, en 1814, describía a Cabarrús con una imagen literaria en la que parece reflejarse ese hallazgo visual de Goya, al revelar que el defecto capital del conde era que «actuaba sin conocimiento del terreno».

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Pablo de Valladolid, ca. 1635.Diego Velázquez (1599-1660): Pablo de Valladolid, ca. 1635.
Óleo sobre lienzo, 209 x 123 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, p-1198.


El cuadro se describía por primera vez en el inventario de la Colección Real de 1701, en el palacio del Buen Retiro, como «Retrato de un bufón con golilla que se llamó Pablillos de Valladolid». Efectivamente, en los documentos del Alcázar figuró el tal Pablo de Valladolid, con «dos raciones», que heredaron sus hijos, Pablo e Isabel, a su muerte, ocurrida en 1648. Fue «hombre de placer» y tal vez actor de la corte, pero desde 1633 no vivía en el Alcázar, como los bufones y enanos, sino que se le había concedido «aposento» fuera del mismo. En su testamento nombró albacea al pintor Juan Carreño de Miranda, que habitaba en su misma casa. Nació seguramente hacia 1600, por la edad de unos treinta o treinta y cinco años que representa en el cuadro, pintado, como el resto de la serie de bufones para el palacio del Buen Retiro, antes de 1634, cuando figuran pagos extraordinarios a Velázquez por cuadros hechos para ese destino.

Pablo de Valladolid no viste en el retrato como un bufón, con las singulares vestiduras de los «locos» de la corte, como Barbarroja o Don Juan de Austria (ambos en Madrid, Museo del Prado), sino que su atuendo, ese traje de rizo negro y capa del mismo color, de buen paño, gola y peinado a la última moda, le acercan más a un caballero. El destino de los lienzos de bufones, incluyendo Pablo de Valladolid, se ha pensado que fuera, aunque con opiniones en contra, parte de la decoración del cuarto de la reina en el palacio del Buen Retiro, por una referencia de 1661 que mencionaba en sus habitaciones una
«sala de los bufones». Es posible que como parte de la decoración de ese lugar de recreo, en que el teatro era una de las actividades más importantes, estuvieran los grandes lienzos de mano de Velázquez con figuras de tamaño natural que representaban a actores, bufones y otros servidores de la corte. El estilo del cuadro, que en el inventario de 1701 se describe como de la «primera manera» del pintor, coincide en cualquier caso con una fecha entre los primeros años del decenio de 1630, pues el tratamiento de la luz es semejante todavía, en su intensidad, a las figuras de La fragua de Vulcano (Madrid, Museo del Prado) y La túnica de José (El Escorial, Real Monasterio), pintados por Velázquez durante su primer viaje a Italia.

El retrato es uno de los más espectaculares e insólitos de Velázquez en cuanto a la disposición de la figura en el espacio, ya que el artista no recurre a las reglas de la perspectiva tradicional, en la que se representa el espacio por medio de la geometría, con el apoyo del suelo y su intersección con las paredes del fondo. La figura está aquí en un lugar ambiguo, muy iluminado, en el que Velázquez ha logrado asentarla con perfección por medio de la apertura de sus piernas y su sombra en el suelo, del brazo derecho extendido y del expresivo perfil de su ropaje, recortado sobre la luz a la derecha. Sugiere así, además, el movimiento del actor sobre el escenario, un espacio irreal, quien con sus labios entreabiertos está a punto de dar comienzo a la acción. El carácter moderno del cuadro determinó su valoración posterior, como lo fue para Goya, en el siglo XVIII, y Manet en el XIX.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe don Baltasar Carlos, cazador, 1635-1636.Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe don Baltasar Carlos, cazador, 1635-1636.
Oleo sobre lienzo, 191 x 103 cm.
Inscripción: «ANNO ÆTATIS SUAE VI»
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1189


El retrato del príncipe Baltasar Carlos como cazador formó parte del conjunto pintado por Velázquez para la Torre de la Parada, pabellón de caza de los reyes de España en los montes del Pardo, rehabilitado por Felipe IV en el decenio de 1630. Junto al retrato del príncipe figuraban los del rey y su hermano, el infante don Fernando, también como cazadores. Según la inscripción, el niño tenía seis años, lo que se ajusta a la edad que representa, pues había nacido en 1629. Se trata de uno de los primeros cuadros de ese excepcional pabellón, que se terminaría hacia 1640 con el rico conjunto de los lienzos mitológicos de Rubens y su taller.

La caza mayor, actividad privativa de la nobleza y de los reyes, era ejercitada como parte de la educación del príncipe, para endurecerle y habituarle a los peligros mayores de la guerra. Diego Saavedra Fajardo, en su Idea de un príncipe político-christiano, de 1635, recomendaba la caza porque «en ella la juventud se desenvuelve, cobra fuerzas y ligereza, se practican las artes militares, se reconoce el terreno [...] el aspecto de la sangre vertida de las fieras, y de sus disformes movimientos en la muerte, purga los afectos, fortalece el ánimo, y cría generosos espíritus que desprecian constantes las sombras del miedo». Según el montero mayor de Felipe IV, Juan Mateos, en su Origen y dignidad de la caza, el príncipe alanceaba jabalíes desde niño con destreza admirada por todos. En 1642 se publicó, además, en Bruselas, el libro titulado Serenissimi hispaniarum principis Baltasaris Caroli Venatio, en el que a través de la estampa se ilustraba la actividad venatoria del pequeño heredero de la Corona.

Se conocen varias copias contemporáneas de este lienzo del Museo del Prado, que revelan el éxito de esta imagen. Gracias a ellas se sabe que la disposición original de la escena, cortada ahora en el lateral derecho hasta los 103 cm de anchura, en lugar de los 126 cm que tiene el retrato del rey, incluía dos galgos, en lugar del único que se ve actualmente. Son, sin duda, los animales que le había regalado al niño su tío, don Fernando de Austria, enviados desde Lombardía. La serena, decidida y majestuosa actitud del príncipe revela ya los beneficios de la caza en su educación, habiendo realizado Velázquez con su gracioso modelo, uno de los retratos más bellos de toda la familia del rey hasta la aparición de la infanta Margarita veinte años después. El fondo del cuadro, con el monte del Pardo, en donde estaba situada la Torre de la Parada, y la sierra del Guadarrama en la lejanía, constituye uno de los paisajes más naturalistas y modernos del pintor, que vuelve a utilizar aquí el recurso poderoso del árbol, a la derecha, símbolo del poder de los reyes en la Biblia.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

FFrancisco de Goya: (1747-1828): Carlos III, cazador, ca. 1788.
Francisco de Goya: (1747-1828): Carlos III, cazador, ca. 1788.

Francisco de Goya: (1747-1828): Carlos III, cazador, ca. 1788.
Óleo sobre lienzo, 207 x 126 cm.
Inscripción en el collar del perro: «Rey N.° S»
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-737.


Goya retrató aquí a Carlos III casi en el último año de su vida, con atuendo de cazador, a la manera del retrato de Felipe IV, cazador de Velázquez (Madrid, Museo del Prado), que había decorado la Torre de la Parada, el pabellón de caza de los reyes de España, en los montes del Pardo, muy cerca del palacio de este nombre. Carlos III había nacido en Madrid en 1716, hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio. Heredero del ducado de Parma, por su madre, Carlos ocupó primero el trono de Nápoles, desde 1734 hasta 1759, cuando, a la muerte de su hermano Fernando VI, que no tuvo descendencia, regresó a España para hacerse cargo del trono. La muerte de su esposa, María Amalia de Sajonia, en 1761, sumió al rey en la tristeza y no volvió a casarse. A partir de entonces, la caza que había sido una de sus grandes aficiones, se convirtió en su pasión cotidiana, sobre todo en esos montes del Pardo que rodeaban su palacio favorito, decorado con gusto, con bellas series de tapices para los que Goya pintó los cartones preparatorios. Su rostro curtido por el sol, como aparece en este retrato, no presagia su muerte, ocurrida a fines de 1788.

Nada se sabe con seguridad sobre el encargo de este retrato. Hay otra versión del mismo, de gran calidad, firmada «Goya lo hizo», que se considera la primera —encargada quizá por el séptimo conde de Fernán Núñez, en cuya colección aún se encuentra— de una serie de repeticiones entre las que la del Prado, procedente de la Colección Real, es una de las de mayor calidad. Se ha pensado que Goya no hizo el retrato del natural, sino a través de estampas, lo que no parece posible, dada la increíble penetración psicológica y la precisión de las facciones del rey en esta versión del Prado y, sobre todo, en la primera, de la colección Fernán Núñez. El artista, nombrado precisamente pintor del rey, en el verano de 1786, en 1788 había realizado ya algunos de sus retratos más interesantes de esa década y había demostrado de sobra sus habilidades en el género. Este es, sin duda, uno de los mejores retratos del monarca, después de los realizados por Mengs más de veinte años antes. El cuadro debió de formar parte de la decoración del Palacio Real Nuevo en Madrid, pensado seguramente para colgar junto a los retratos de Felipe IV cazador, ya mencionado, y los de su hermano, el infante don Fernando, e hijo, el príncipe Baltasar Carlos, que decoraban por esos años las habitaciones del cuarto del rey en el Palacio Real. El atuendo del rey, a pesar de ir vestido para la caza, hace pensar en un retrato oficial, pues el monarca lleva todas las bandas relativas a las órdenes que poseía: la de Carlos III, azul; la del Toisón de Oro, roja, que acompaña al lazo con el propio Toisón, sobre la solapa; y la última, azul oscuro, la de la orden del Saint-Esprit.

Goya usó aquí su conocimiento de las obras de Velázquez presentes en la Colección Real. Aunque los retratos de los Austria como cazadores le sirvieran de inspiración para el suyo, como en la actitud y el fondo de paisaje, que rememora el de los montes del Pardo ante la sierra de Guadarrama, utilizó también otra de las composiciones del maestro del siglo XVII para la posición del rey: la del retrato del Bufón llamado «Don Juan de Austria» (Madrid, Museo del Prado).

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Francisco de Goya (1747-1828): Carlos IV, a caballo, 1800.Francisco de Goya (1747-1828): Carlos IV, a caballo, 1800.
Óleo sobre lienzo, 336 x 282 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-719


Formó pareja con el retrato ecuestre de la reina María Luisa (Madrid, Museo del Prado), documentado a través de la correspondencia de ésta con Manuel Godoy, entre septiembre y octubre de 1799. El del rey, que tal vez fue comenzado entonces, no debió, sin embargo, de terminarse hasta el año siguiente, según consta en la factura de Goya, por materiales, de 1801. La cabeza seguramente está tomada del mismo estudio del natural utilizado en el retrato de Carlos IV como cazador, lo que indica una fecha cercana para ambas obras. El rey viste el uniforme de gala de coronel de los Guardias de Corps, regulado por decreto de 1795, y luce todas las condecoraciones que tenía, desde la banda de la orden de Carlos III, la roja del Toisón de Oro, que además cuelga de su cinta sobre el pecho, hasta la del Saint-Esprit y las cruces de las cuatro ordenes de caballería: Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa.

Goya abandonó aquí la actitud heroica de anteriores retratos ecuestres de los reyes, con el caballo en corveta, para presentar al monarca, que nunca había entrado en combate, como hombre apacible y bondadoso. Su caballo avanza de frente, al igual que en el retrato de la reina Margarita de Austria, de Velázquez (Madrid, Museo del Prado), lo que sirve para que predomine la sensación de serenidad y templanza y no de ímpetu guerrero. En esto Goya debió de seguir las recomendaciones del rey, que quería un reinado pacífico que aumentase la prosperidad de su patria. La valentía del monarca y su temple quedan, sin embargo, subrayados por su tranquilidad, avanzando solo en ese paisaje oscuro, de atardecer y tormentoso, que simboliza las dificultades propias del ejercicio del poder real. El caballo, animal grande y poderoso, tan noble y bello como los caballos de los retratos de los Austria de Velázquez, está completamente dominado por el monarca, lo que ayuda a conseguir, con naturalismo, la dignidad del soberano, que sostiene con firmeza las riendas, metáfora de cómo deben llevarse los asuntos de gobierno. El cuadro está pintado con una técnica de gran brillantez y precisión, con la que Goya consigue tanto los efectos detallados del uniforme y sus texturas, como las del tronco del árbol sugerido con gran libertad.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV, a caballo, ca. 1635-1636.

Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV, a caballo, ca. 1635-1636.
Óleo sobre lienzo, 303 x 317 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1178.


Velázquez realizó un primer retrato ecuestre de Felipe IV en 1625, en su segundo y definitivo viaje a Madrid. Esa obra, perdida, colgó en el Alcázar hasta ser sustituida por otra de Rubens, pintada en Madrid en 1628. No se tienen noticias de cómo fue aquél primer retrato velazqueño, en el que quizá el rey presentaba una posición más sosegada, con el caballo al paso, como los ejemplos existentes de los retratos ecuestres de Felipe II. Los modelos de Rubens, más movidos, determinaron sin duda que Velázquez se decidiera por una posición del caballo más airosa y guerrera cuando tuvo que retratar de nuevo al rey a caballo para la serie de retratos ecuestres del Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, formada por Felipe III y su esposa, Margarita de Austria, el monarca reinante Felipe IV y su primera mujer, Isabel de Borbón, y su heredero, el príncipe Baltasar Carlos. La reapertura de las hostilidades con Francia en la guerra de los Treinta Años, en 1636, sea quizá la explicación de esa decidida actitud del rey, con su caballo en arriesgada corveta, que lo muestra en todo su esplendor guerrero, con la banda de seda rosa y el bastón de mando de capitán general de sus ejércitos, capaz de llevar a su pueblo a la victoria.

El modelo elegido coincide, por otra parte, con el suministrado desde Madrid, y seguramente por Velázquez, al escultor florentino Pietro Tacca, que estaba realizando en 1635 la estatua en bronce del rey. Situada hoy en la plaza de Oriente, frente al Palacio Real, Felipe IV y su caballo aparecen en una posición similar, como también está situada de la misma manera la banda de capitán general, que, en paralelo con la grupa del caballo, aumenta la sensación de movimiento del rey. En el lienzo se aprecian perfectamente las variantes que hizo Velázquez: en la misma banda de capitán general, que aparecía en una primera idea tras el hombro del monarca, movida por el viento; en la parte alta de su espalda; así como en las patas traseras del caballo, que aparecen ligeramente cambiadas de lugar. El rey, que nacido en 1605 tenía en el tiempo de este retrato unos treinta años, viste una armadura de acero damasquinado, muy sencilla, y cabalga como un perfecto jinete, como cuentan de él las fuentes contemporáneas, con un dominio absoluto del poderoso animal. Un pequeño tirón de las riendas, sostenidas con la mano izquierda, ha hecho levantarse al caballo en esa instantánea levade, que no altera, sin embargo, al impasible monarca. El rostro de Felipe IV, de blancura característica, con la mandíbula saliente de los Austria, está captado por Velázquez de riguroso perfil, como en una moneda, algo poco frecuente en este tipo de retratos, lo que le confiere el distanciamiento y la elegancia propios de esta imagen.

Pensado para estar colgado a la izquierda de una de las puertas de entrada al Salón de Reinos, sobre ésta y al otro lado, colgaban los retratos de su hijo y heredero y de su amada reina, Isabel de Borbón, hacia quienes el rey parece dirigir su mirada. A su espalda, un grandioso árbol cierra la composición y da entrada al amplio paisaje, que recrea con naturalismo el de los alrededores de Madrid, tal vez la zona del Pardo o quizá, del Escorial. Velázquez ha colocado a modo de firma y como prueba de su autoría ese trozo de papel blanco, dejado sobre una piedra, que utilizó también en algunos de los retratos del Salón de Reinos, en Las lanzas, y en el del conde-duque de Olivares a caballo.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.