Retrato español (Continuación)

Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, ca. 1640-1650.Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, ca. 1640-1650.
Óleo sobre lienzo, 76 x 64 cm.
Londres, English Heritage (Apsley House)


Representado de busto hacia la izquierda, dirige al espectador una mirada intensa y escrutadora. Viste de negro, con el cuello de golilla, y transmite una sensación de vida y verdad impresionantes.

La identificación del retratado ha conocido múltiples propuestas, desde una, absurda, con Antonio Pérez, el secretario de Felipe II, con la que aparece en el inventario del Palacio Real en 1794, hasta las no menos inverosímiles de autorretrato de Velázquez, retrato de Alonso Cano o de Calderón de la Barca. La más verosímil de entre ellas, y quizás definitiva, es la propuesta en 1976 por Enriqueta Harris, que ve en el soberbio lienzo un retrato de José Nieto Velázquez, funcionario de Palacio, que aparece en el fondo de Las meninas recortado a contraluz en la luminosa escalera. Era aposentador de la reina y compitió con Velázquez para el puesto de aposentador del rey, para el que resultó finalmente nombrado el pintor.

La semejanza física entre el retratado y la cabeza del que aparece en Las meninas, a pesar de la imprecisión que provoca su colocación en un último término, es evidente. Como señala Harris, la configuración, tan singular por su acusado geometrismo, de la nariz, el corte del pelo y los bigotes y barba, amén del traje, la golilla y la actitud, hacen casi evidente que se trata de la misma persona.

La persona de José Nieto Velázquez, nacido con toda probabilidad en la primera década del siglo XVII y fallecido en 1684, debió ser muy conocida del pintor pues, ambos coincidieron en Palacio y pertenecieron al círculo de don Juan de Fonseca, el canónigo de Sevilla y sumiller de cortina de Felipe IV que fue protector de Velázquez y cuyos bienes tasaron el propio artista y la mujer de José Nieto tras su fallecimiento en 1627.

La edad que parece tener el retratado, unos cuarenta años, situaría el retrato en torno a 1640-1645. Como advierte Harris, es muy difícil de fechar con precisión por razones estilísticas. Este retrato ha sido fechado después del del Duque de Módena (1638) (Módena, Gallería e Museo Estense) y antes de los pintados en Roma (1650), período que puede convenir bien con el estilo y con la edad supuesta del retratado. La imagen de Las meninas (1656) es, sin duda, algo más tardía.

La importancia social del personaje la acredita el número de copias antiguas de este retrato que se conservaron. Harris recoge hasta cinco, alguna considerada autorretrato de Mazo (la conservada en el Museo de san Carlos de México) y otros retratos de Alonso Cano, pero evidentemente copias todas de este original.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, el llamado «Barbero del Papa».Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, el llamado «Barbero del Papa», ca. 1650.
Óleo sobre lienzo, 50,5 x 47 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, p-7858


Este retrato de sólo busto, con el modelo vestido simplemente de negro, con un ancho cuello blanco y sencillo, la cabellera negra, mostachos y mosca, es indudablemente de una persona, como se ha dicho, de escaso relieve social. La mirada serena y un tanto melancólica no permite imaginar nada respecto a su personalidad.

Su técnica es admirable y su estado de conservación, impecable, permite gozar de los toques ligeros y de los breves empastes que realzan de modo magistral las luces en el blanco cuello. El rostro está tratado con sutiles variaciones de tonos que le dan morbidez, blandura y suavidad y una excepcional sensación de vida.

El retrato compareció por primera vez en 1909 en la colección inglesa de Sir Edward Davis y la atribución a Velázquez se impuso, siendo aceptada unánimemente. Mayer en 1936 creyó que representaba un bufón y que no sería anterior a 1647, pero en 1940 aceptó que se trataba de un lienzo hecho en su segunda etapa romana. Como Palomino, en el relato de esa estancia, menciona entre los retratos hechos de personajes de la órbita papal a «monseñor Miguel Angelo barbero del Papa», se ha supuesto que este singular retrato pueda ser el de ese personaje que se llamaba Michael Angelo Angurio y la identificación ha hecho fortuna. Pero, como ha hecho observar Brown, nada permite afirmarlo y otra razón en contra de la arbitraria identificación es la circunstancia de que el retratado —que según Palomino era «monseñor», es decir clérigo— no vista ropas talares. Últimamente Salvador Salort ha propuesto otra identificación más probable, pero igualmente carente de apoyo documental. Según este joven investigador, podría tratarse de Juan de Córdoba, el más estrecho colaborador de Velázquez en las gestiones que le llevaron a Roma para obtener esculturas para el Alcázar.

Sea cual sea la identidad del retratado, se trata de uno de los retratos más intensos del pintor, que precisamente por la sencillez de su planteamiento, desprovisto de todo aparato oficial pero rigurosamente concluido, establece una perfecta relación con el espectador que se siente frente a la persona real, viva y respirando.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Nota: según se indica en el Museo del Prado, «recientemente se ha identificado con el banquero Ferdinando Brandani (¿1603?-1654), que tenía antecedentes portugueses y era persona cercana a Juan de Córdoba, el agente español que se encargó de Velázquez en Roma.»

Diego Velázquez: El Niño de VallecasDiego Velázquez (1599-1660): El Niño de Vallecas, ca. 1635-1645.
Óleo sobre lienzo, 107 x 83 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1204


Forma parte del conjunto de cuatro lienzos que estuvieron en el palacete de la Torre de la Parada y que constituyen una de las producciones del pintor más singulares y de mayor calidad y de las que existe una abundante bibliografía.

Se trata de «retratos» de personajes de claras deficiencias físicas y psíquicas —los «enanos»— tratados con delicadeza exquisita y con una técnica prodigiosa. Sobre ellos se han propuesto algunas identificaciones más o menos afortunadas, pero que distan mucho de ser absolutamente seguras.

La más antigua de éste, recogida en el inventario de 1794 del Palacio Nuevo en la «Pieza de Trucos» es la del «Niño de Vallecas» que, sorprendentemente, no se recoge en el primer catálogo del Prado (1819), que lo llama «Una muchacha boba». Ya el de 1828 dice «Niño de Vallecas» que nadie sabe a qué responde.

Las investigaciones de José Moreno Villa en el Archivo de Palacio hicieron identificarlo con Francisco Lezcano, un enano del príncipe Baltasar Carlos a cuyo servicio fue admitido en 1634. Le acompañó a Zaragoza en 1644 —donde algunos piensan que pudo pintarse el lienzo— y murió en 1649. Esa identificación se recoge por vez primera en el catálogo del Prado de 1942 y ha sido aceptada unánimemente, sin crítica.

Es evidente que el lienzo reproduce una persona concreta, con aspecto claro de idiotismo u oligofrenia, pero no es seguro que se pueda identificar con Lezcano. No se ha terminado de establecer la significación de estos «enanos» pintados tan magistralmente por Velázquez y, como ha sugerido Manuela Mena a propósito del llamado «Juan Calabazas», las identificaciones personales están muy lejos de ser seguras. Es posible que en estos lienzos se esconda un oculto sentido alegórico o simbólico que se nos escapa.

Gállego, aun aceptando la identificación con Lezcano, intuyó algunos elementos que permitirían una lectura más cargada de intención conceptuosa que la de simple retrato de un personaje «sabandija de Palacio». El escenario, una cueva análoga a las de los ermitaños de Ribera, es lugar propicio para la meditación; el objeto que lleva en las manos —y que ha dado lugar a múltiples interpretaciones— es probablemente una baraja. No sería demasiado imprudente pensar en algo que conlleve el azar, la meditación y la estupidez humana que confía en el juego. Pero por encima de las interpretaciones posibles, se impone la presencia de la persona humana que hay frente a nosotros, vista y «retratada» con un tono de severa melancolía y tierna conmiseración que dulcifica lo que pueda haber de desagradable en el modelo elegido.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): El bufón Calabacillas, ca. 1635-1640Diego Velázquez (1599-1660): El bufón Calabacillas, ca. 1635-1640.
Óleo sobre lienzo, 106 x 83 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1205.


Sentado sobre unas piedras, con las piernas cruzadas en incómoda actitud, alza la mirada estrábica con una ambigua sonrisa y mantiene sobre las rodillas las manos apretadas sosteniendo algo impreciso. Viste jubón verde oscuro, con amplio cuello y puños de encaje de Flandes. Delante de él, un recipiente como vaso o barrilito lleno de vino y, a un lado, una calabaza que cubre, rehaciéndola, una jarra de asa, que ocupaba su lugar en un primer intento del pintor. Al otro lado, una cantimplora dorada, como indica el inventario del museo de 1854, que luego se interpretó como otra calabaza, debido a la obsesión por identificar al personaje con un bufón, Juan Calabazas, que sirvió al cardenal infante don Fernando y pasó en 1632 a servir a Felipe IV, muriendo en 1639. Se pensó sin duda que las calabazas —la verdadera y la falsamente entendida por tal— eran a modo de alusiones al nombre del supuesto bufón.

Los más antiguos inventarios de la Colección Real que recogen este lienzo, en la Torre de la Parada y en El Pardo, no le dan nombre alguno citándolo simplemente como «retrato de un bufón con un cuellecito a la flamenca». Es en el inventario del Palacio Nuevo en 1794, en la Pieza de Comer, cuando se le llama por vez primera «Bobo de Coria», denominación que hizo fortuna y con la que pasó al Prado en 1819.

La identificación con Juan Calabazas aparece por primera vez en el catálogo de 1910, donde ya se describe «con una calabaza a cada lado» y se añade que «pudiera ser éste el llamado Calabacillas», recogiendo una sugestión de Cruzada Villaamil.

En 1920 ya se da la identificación por segura, publicando algunos datos de su biografía. La publicación en 1939 de la fecha de su muerte por José Moreno Villa hizo adelantar la de realización de la pintura, que se estimaba hacia 1646-1648, lo menos diez años.

El Juan Calabazas muerto en 1639 fue, efectivamente, retratado por Velázquez en un lienzo inventariado en la colección del marqués de Leganés: «Otra [pintura] del Calabazas con un turbante de Velázquez», y en otro registrado en el inventario del Buen Retiro en 1701 del modo siguiente: «Un bufón de vara y tercia de ancho y dos y media de alto, de Calabacillas con un retrato en la mano y un billete en la otra, de Velázquez», que se ha querido identificar con un retrato hoy en el museo de Cleveland, que no responde exactamente a la descripción del inventario pues no lleva un billete, sino un molinillo de papel, aunque lleve en la otra mano un retrato en miniatura y, por otra parte, no todos los críticos admiten su atribución a Velázquez. Tampoco el personaje parece que sea el que nos ocupa pues, aparte de estrabismo, no parecen coincidir los rasgos faciales, y el retratado, un bufón, es evidentemente mucho más joven.

La identificación del personaje del Prado dista mucho de ser segura como ha mostrado Manuela Mena, pues la evidente inspiración en el grabado del Desesperado de Durero que mostró Angulo, anula la convencional creencia de que se trata de un simple retrato sorprendido. La evidencia de su compleja elaboración formal y la inexistencia de la segunda calabaza hacen más que dudosa la tradicional identificación con el Juan Calabazas.

Las consideraciones de Mena respecto a la significación del lienzo como posible alegoría o jeroglífico, basándose en la posición de las manos que ocultan algo, y en la mirada interrogativa del personaje, en la que no ve a un bobo sino a un pícaro, no impiden que la fuerza de la imagen se clave en el espectador con la intensidad de algo vivo y real, es decir de un retrato. Sea cual sea la intención del artista —que quizás no podamos nunca desvelar—, el falsamente llamado «Bobo de Coria» o «Juan Calabazas» se nos presenta dotado de una personalidad fuerte e individualizada, nada genérica. Esto está dentro de la manera habitual de Velázquez de dotar a los temas más ricos de contenido alegórico o mitológico que su compleja formación humanística y barroca le sugerían, de un ropaje tan real y concreto, que ha hecho que la crítica heredada del siglo XIX considere sus más complejos lienzos —-véase Las hilanderas— como simples copias de la realidad más objetiva.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Demócrito, 1627-1628 y 1639-1640Diego Velázquez (1599-1660): Demócrito, 1627-1628 y 1639-1640.
Óleo sobre lienzo, 101 x 81 cm.
Ruán, Musée des Beaux-Arts, Collection Gabriel Lemonnier, 822.1.16


Aunque la vivacidad y la singularidad del rostro, de rasgos tan personales que han hecho creer que se trate de un retrato, e incluso se ha pretendido que sea el mismo personaje que el Pablo de Valladolid, las menciones más antiguas permiten afirmar, sin vacilación, que la intención de Velázquez era representar a un filósofo de la Antigüedad, al modo de los de Ribera, conocidos sin duda en el ambiente sevillano. En este caso se trata evidentemente de Demócrito, el filósofo que ríe, tal como lo describe el inventario de la testamentaría del marqués del Carpió en 1692: «un retrato de una vara de un filósofo estándose riendo con un globo original de Diego Belázquez», que fue entregado con otros cuadros al jardinero del marqués, Pedro Rodríguez, en pago de los salarios atrasados.

La figura del filósofo que ríe de las extravagancias y absurdos del mundo, contrapuesto al melancólico y lloroso Heráclito, era familiar en los círculos cultos de todo el mundo cristiano y había sido representado con su contrafigura por Rubens en 1603 en el cuadro, hoy en el Museo de Escultura de Valladolid, pintado para el duque de Lerma, donde ambos filósofos se apoyan sobre un enorme globo terráqueo con contrapuestas expresiones.

El lienzo seguramente fue pintado en los primeros años de Velázquez en la corte pues toda la parte inferior, el globo terráqueo y las vestiduras del personaje, sobre todo el manto o capa que se proyecta en primer término, se relacionan muy directamente con obras de esos años, e incluso con los personajes de Los borrachos, pintado probablemente entre 1627-1628, y cobrado en 1629. Es evidente que la cabeza, el cuello blanco y la mano, resueltos con otra técnica, más suelta y «brava», deben ser fruto de una reelaboración posterior, quizás hacia 1639-1640, por su semejanza técnica —relativa— con el llamado «Bobo de Coria» o «Calabacillas» creído de esas fechas.

Es evidente que si bien Velázquez tomó un modelo vivo para pintar este lienzo, sin embargo no puede ser considerado un retrato en el verdadero sentido de la palabra, pues la persona —anónima— ha prestado su rostro a la representación del personaje de la Antigüedad, del modo habitual del pintor que, para «actualizar» y dotar de verosimilitud los relatos mitológicos recurre a copiar la realidad más rabiosamente contemporánea, como puede verse en el Triunfo de Baco, que es el verdadero asunto de Los borrachos, o en Las hilanderas (Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1173), en realidad La fábula de Aracne, interpretada largo tiempo como una simple escena de tejedoras.

Se conocen dos lienzos, considerados a veces como de Velázquez, pero seguramente ajenos a su pincel, que presentan al mismo personaje sosteniendo con la mano izquierda enguantada una esbelta copa de vino. Se conservan en el Museo de Toledo (Ohio) y el Museo Zorn de Mora (Suecia). Jonathan Brown los ha considerado alegorías del sentido del Gusto, insistiendo en que no pueden considerarse simplemente como un retrato. Es curioso también señalar que en el siglo XIX, el personaje que nos ocupa estuvo considerado como retrato de Colón y atribuido a Ribera.

El conocimiento del inventario Carpió (dado a conocer por Pita Andrade en 1952) ahorra comentar todas las «identificaciones» que se han pretendido hacer con distintos bufones de Palacio.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Esopo, ca. 1638Diego Velázquez (1599-1660): Esopo, ca. 1638.
Óleo sobre lienzo, 179 x 94 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1206.


Esopo y Menipo aparecen citados por vez primera en el inventario que se hizo en 1703 de la Torre de la Parada, un pabellón de caza en el monte del Pardo, a las afueras de Madrid. Allí estaban acompañados, entre otros, de un extenso ciclo de pintura mitológica realizado por Rubens y su taller, de varios bufones de Velázquez, de algunos retratos de miembros de la familia real vestidos de cazadores, realizados por el mismo artista, y de otro par de cuadros que representan filósofos de la Antigüedad: Heráclito y Demócrito, pintados por Rubens y con una altura muy parecida a la de los cuadros de Velázquez, aunque su anchura es algo inferior. Se ha supuesto que los cuatro formarían serie y que se pintarían en la misma época, en torno a 1638, aunque surge la duda de por qué no se encargó al flamenco la serie completa.

Esopo (siglos VII-VI a. C.) fue uno de los escritores más famosos de la Antigüedad, gracias a sus Fábulas, que fueron muy difundidas durante la Edad Moderna.

En el cuadro de Velázquez aparece con un libro (se supone que de sus propias obras) en la mano y se rodea de objetos que aluden a diversas circunstancias vitales. Sus pobres vestiduras son referencia a su origen esclavo y a su vida humilde. El balde de agua sería alusión a una contestación muy ingeniosa que dio al filósofo Xanthus, su dueño, que como recompensa le otorgó la libertad. El equipaje que tiene a su derecha aludiría a su muerte violenta: cuando, estando en Delfos, se mostró muy crítico con la inflada reputación de la ciudad, los habitantes, para vengarse, escondieron una copa entre su equipaje, lo acusaron de robo y lo arrojaron desde unas peñas.

El pintor lo sitúa en un escenario interior e indeterminado, sus vestidos y zapatos son los harapos que llevaría cualquier mendigo de cualquier ciudad española y se advierte una clara voluntad de descripción realista del rostro. La asociación entre filosofía y pobreza que se produce en esta obra y en su compañera se había convertido en un tópico figurativo en la Europa barroca y probablemente hay que asociarla con la gran fortuna que alcanzó entonces el pensamiento estoico.

La manera en que está situado en el espacio es similar a la de muchos de los retratos velazqueños, y aunque abundan los objetos que posibilitan una lectura simbólica, el pintor juega sobre todo con los límites entre retrato y ficción. Tanto el rostro como la figura entera alcanzan una expresión fuertemente individualizada y eso ha hecho que durante mucho tiempo los historiadores y críticos hayan especulado sobre la posibilidad de que nos encontremos ante los rasgos de una persona concreta, en una operación que no era ajena ni a Diego Velázquez ni a otros pintores españoles de la época, como se muestra en esta misma exposición.

Sin embargo, desde que Gerstenberg demostrara las similitudes entre este rostro y el que le sirve al famoso fisionomista Giacomo Dalla Porta (cuyo libro estaba en la biblioteca del pintor) para ejemplificar una de sus tipologías faciales, la obra se ha convertido en un ejemplo de la extraordinaria ambigüedad de las fronteras entre retrato y descripción realista; y de cómo artistas como Diego Velázquez fueron capaces de crear una expresión vital extraordinariamente verídica acudiendo a repertorios de imágenes, y no a personas vivas.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Luis de Góngora, 1622.Diego Velázquez (1599-1660): Luis de Góngora, 1622.
Óleo sobre lienzo, 50,2 x 40,6 cm.
Boston, Museum of Fine Arts, Maria Antoinette Evans Fund, 32.79


Luis de Góngora y Argote (1561-1627), el prodigioso poeta culterano, nació en Córdoba, hijo de Francisco de Argote y Leonor de Góngora. Clérigo sin vocación desde muy joven, no concluyó sus estudios universitarios y llevó una vida libertina, dedicada al juego, las mujeres y la poesía. Disfrutó de unos beneficios eclesiásticos en Córdoba, cedidos por su tío Francisco de Góngora, pero unas insidias sobre la condición de converso de un bisabuelo suyo agriaron su carácter, siempre luchando con las dificultades económicas. Su obra, publicada póstumamente, constituye uno de los más desbordantes logros de la poesía española. Compleja, culta, cargada de metáforas y de hipérbatos, su definitiva valoración se logró en el siglo XX.

Velázquez retrató a Góngora en Madrid el año 1622, según relata Pacheco, y sin duda para tener un modelo que incorporar al Libro de verdaderos retratos de éste. Hasta 1921 en que Mayer publicó este retrato que pertenecía entonces al marqués de la Vega Inclán, se pensaba que el original de Velázquez era la versión que de él se conserva en el Museo Nacional del Prado. La radiografía del ejemplar de Boston muestra que, en un principio, ceñía su frente una corona de laurel.

El soberbio retrato es prueba del sutil cambio de técnica de Velázquez tras su primer contacto con la corte. El fondo tenebrista de los retratos pintados en Sevilla se va aclarando sutilmente dando entrada a grises oliváceos.

El retrato, resuelto en planos de luz, con un sentido del modelado preciso y sobrio, traduce perfectamente el carácter agrio del personaje. Julián Gállego acertó a expresar el sentido de la mirada que se clava en el espectador con un gesto de desdén en el que hay «una mezcla de obstinación, orgullo y decepción».

El poeta, que tenía sesenta años cumplidos cuando lo retrató Velázquez, se encontraba en el centro de violentas discusiones literarias en las que participaban, en su contra, los mejores ingenios de la corte, Quevedo y Lope en primer lugar. Su fama, a pesar de todo, explica las copias o réplicas que se conocen de este retrato de tan profunda verdad psicológica. Las más importantes y conocidas son la del Prado (P-1223) y la del Museo Lázaro Galdiano, consideradas copias o réplicas de taller e incluso a veces (Gudiol) de la propia mano del maestro.

Diego Velázquez (1599-1660): La venerable madre Jerónima de la Fuente, 1620Diego Velázquez (1599-1660): La venerable madre Jerónima de la Fuente, 1620.
Óleo sobre lienzo, 160 x 110 cm.
Firmado y fechado: «Diego Velázquez f. 1620»
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-2873


En la parte superior del lienzo se lee: «BONUM EST PRESTOLARI CUM SILENTIO SALUTARE DEI». En la inferior, a cada lado de la figura, se sitúa esta larga inscripción: «Este es el verdadero Re/trato de la Madre/ Doña Jerónima de la Fuente/Religiosa del Con/vento de Santa ysabel de/ los Reyes de T./ Fundadora y primera A/badesa del Convento de Santa/ Clara de la Concepción/ de la primera regla de la Ciu/dad de Manila, en Filipin/as. Salió a esta fundación/ de edad de 66 años, martes/ veinte y ocho de Abril de/1620 años. Salieron de/ este convento en su compa/ñía la madre Ana de/ Cristo y la madre Leo/nor de San Francisco/ Religiosas, y la herma/na Juana de Sanct Antonio/ novicia. Todas personas/ de mucha importancia/ para tan alta obra».

Sor Jerónima de la Fuente Yánez, de hidalga familia toledana, fue monja franciscana en el convento de Santa Isabel de Toledo. En 1620, cuando contaba sesenta y seis años, pasó a Sevilla para embarcar con destino a Filipinas para fundar el convento de Santa Clara de la Concepción en Manila, del que fue primera abadesa y en el que murió en 1630.

El retrato, que la muestra en pie sosteniendo un crucifijo con la mano derecha con gesto enérgico y un libro de oraciones —o quizás la regla de la orden— en la izquierda, fue sin duda realizado en Sevilla durante su estancia en esa ciudad en el mes de junio de 1620, antes de embarcar para la larga travesía.

La imponente imagen es testimonio de la actividad de Velázquez antes de su paso a Madrid, inmerso en el tenebrismo de raíz caravaggiesca con una fortísima caracterización bajo una cruda luz que subraya todos los accidentes del rostro y las manos, sin perdonar detalle. La energía de la monja queda maravillosamente expresada tanto en el rostro, de mirada intensa y escrutadora, como en el modo de empuñar el crucifijo, fuertemente sostenido, casi como un arma, como tantas veces se ha dicho.

El retrato responde al deseo de las monjas de conservar de alguna manera la imagen de la madre ausente, tal como atestigua la existencia de al menos dos ejemplares más del retrato, de calidad semejante. Uno de cuerpo entero, como aquí, y procedente también del convento toledano de Santa Isabel, pertenece a la colección Fernández Araoz y difiere sólo por la posición del crucifijo. Otro, de medio cuerpo, hoy en la colección Apelles de Santiago de Chile, muestra el crucifijo en la misma posición que el del Prado, aunque presenta una técnica algo más seca y dura.

La prioridad entre ellos no está clara, pero quizás el de medio cuerpo preceda a los otros, que muestran más levedad de pincel.

El largo letrero biográfico que muestran tanto el del Prado como el de Fernández Araoz es claramente un añadido, pero la filacteria que aparece en este último con la inscripción «Satiabor dum gloria... ficatus verit» que aparecía también en el del Prado y fue borrada creyéndola una adición posterior, es —y era— rigurosamente auténtica y otorgaba al retrato una apariencia de imagen sagrada, pues las virtudes de sor Jerónima eran ya divulgadas en su tiempo, y entre sus hermanas de claustro y orden tenía fama de santidad e incluso se llegó, a su muerte, a pensar en canonizarla.

Velázquez, al retratarla, consigue una imagen rebosante de verdad y a la vez crea un modelo de santidad ejemplarizante.

El retrato estaba en el convento, atribuido a LuisTristán. Fue descubierto con ocasión de la exposición franciscana de 1926, y, al restaurarlo, apareció la firma y la fecha.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682): Niño apoyado en un alféizar, 1660-1669Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682): Niño apoyado en un alféizar, 1660-1669.
Óleo sobre lienzo, 52 x 38,5 cm.
Londres, The National Gallery


Como otras obras de esta exposición, tampoco esta encantadora imagen de un niño apoyado en el alféizar de una ventana cumple exactamente la definición estricta de retrato, pero la viveza de los rasgos y de la expresión hace pensar que Murillo pintó a un modelo real. Tal vez el niño que posó para esta pintura fuera el mismo que aparece a caballo en el Moisés ante la roca de Horeb de la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla (1667-1670). Aquí se nos muestra regocijado por algo que ve al otro lado de la ventana.

El objeto de su interés podría ser la muchacha de la pintura que probablemente fue concebida como pendant de ésta, la Joven levantándose la toca de una colección particular (Murillo. Scenes of Childhood 2001, n.° 20). Es un poco mayor que él, y los dos podrían estar remedando por juego un galanteo de adultos (ibid., p. 118).

El hombro descubierto transmite una sensualidad física que recuerda la de las obras juveniles de Caravaggio protagonizadas por muchachos, en particular las dos versiones del Muchacho mordido por un lagarto, de mediados de la década de 1590 (Florencia, Fondazione Longhi, y Londres, National Gallery). Aquí, sin embargo, no se busca una lectura moralista. Un pentimento en el pecho y la parte alta del brazo revela que Murillo decidió destaparlos más de lo que fuera su primera intención.

La factura es suelta y segura, y también demuestra la habilidad de Murillo para combinar pasajes de muy poca materia con zonas más espesas de pigmento pastoso. El tratamiento abocetado, particularmente visible en las manos y la oreja, sugiere una datación algo anterior a la que se suele proponer para esta pintura, mediados de la década de 1670, porque entonces Murillo empleaba ya una factura más lisa y modulada.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682): Cuatro figuras en un escalón, ca. 1655-1660
Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682): Cuatro figuras en un escalón, ca. 1655-1660

Tres de las figuras del cuadro responden a la mirada del espectador. El muchacho de la izquierda, que viste medias blancas y calzones con cintas, jubón acuchillado y sombrero adornado con un lazo rojo, sonríe con gesto malicioso pero natural, mientras que, tras él, la muchacha en penumbra (quizá una penumbra moral) se levanta el velo haciendo una mueca. La vieja que alza los ojos de la tarea de despiojar al niño, lleva quevedos, quizá para facilitar esa actividad. En la Vieja espulgando a un niño de Murillo en la Alte Pinakothek de Munich, obra cercana en el tiempo, la mujer tiene unos lentes ochavados atados al corpiño con una cinta y metidos bajo el sobaco.

Aunque este cuadro se haya descrito frecuentemente como un grupo familiar, Cherry y Brooke (Murillo. Scenes of Childhood 2001, p. 106) señalan que en el censo de pobres honorables hecho en 1667 para Miguel de Mañara en Sevilla se habla de ancianas viudas que cuidaban de niños sin ser de la misma familia. Si esto es una familia, no es necesariamente pobre, ya que todos sus miembros están bien vestidos y el niño, aunque lleve un roto en el pantalón, gasta medias y zapatos.

En 1925, cuando se expuso el lienzo en las Ehrich Galleries de Nueva York, fue descrito como la familia del artista: «A Family Group (Presumed to be Doña Beatriz, wife of Murillo, and their three children)» (cita en Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682) 2002, p. 180), cosa altamente improbable por razones obvias. Interpretaciones más recientes que han visto aquí una escena de prostitución, con la vieja haciendo de alcahueta para la joven «tentadora», se han basado en analogías con la «familia» extensa de rufianes y prostitutas que preside la anciana Celestina en la Tragicomedia de Calisto y Melibea de Fernando de Rojas (1499). Se ha establecido un interesante paralelismo visual con la Escena callejera de Michiel Sweerts, de mediados de la década de 1640 (Roma, Gallería dell’Accademia Nazionale di San Luca), que muestra a una mujer despiojando a su hijo tendido mientras su hija mayor es solicitada por un cliente elegante. La pintura de Murillo, de la que Brown (1982) señaló que tiene mucho en común con esa obra, es también algo distinta: las figuras son de tamaño natural y el ambiguo tratamiento de la «narración» hace imposible una interpretación segura. Se supone que las figuras están en un interior, cuya separación de la calle marca el escalón donde el muchacho se apoya y se sienta la vieja. La idea de Brown de que el desgarrón revelador del pantalón del chico sugiere un interés en prácticas sexuales prohibidas entre los clientes de Murillo parece inverosímil.

La habilidad del artista para la caracterización se hace patente en las tres figuras principales, cada una de las cuales responde al espectador a su manera. Murillo hace gala de la misma sensibilidad al carácter individual que manifiestan sus retratos, y en lo que se refiere al muchacho de la izquierda no hay duda de que le pintó una segunda vez, ya que es el mismo personaje chulesco del Muchacho riendo de la colección de Juan Abelló en Madrid. Para la anciana pudo emplear el mismo modelo que para la Vieja espulgando a un niño de Munich.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.