Retrato español (Continuación)

Domenikos Theotokopoulos, El Greco (1541-1614): El licenciado Jerónimo de Cevallos, 1613Domenikos Theotokopoulos, El Greco (1541-1614): El licenciado Jerónimo de Cevallos, 1613.
Oleo sobre lienzo, 64 x 54 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-812.

Este retrato cierra probablemente el ciclo de caballeros representados por El Greco de busto y tres cuartos de perfil ante un fondo neutro. Luciendo una gran gorguera encañonada sobre su vestimenta verdosa, Cevallos se presenta en él concentrado y alerta, y, aunque enfrentado al espectador, desvía su mirada creando una sensación casi imperceptible, pero a la vez llena de efectividad, de movimiento instantáneo. Su actitud escrutadora y su pose carente de altivez son las que corresponden al político prudente que parece haber sido. Como corresponde a sus años finales, El Greco utilizó una técnica ligera y sintética. La barba rubia y las orejas apenas están insinuadas por unos pocos toques magistrales. La pasta es fluida y escasa, dejando ver la imprimación bajo las pinceladas que delinean la gorguera. Ya Cossío lo relacionó con otros dos retratos, procedentes asimismo de la quinta del duque del Arco (los números P-810 y P-811 del Museo del Prado), y señaló que al compararlos con los del primer período toledano «puede estudiarse [...] cómo se ha aligerado la técnica y cómo se ha hecho dueño el pintor, cada vez con más firme maestría, de los difíciles secretos de la sencillez en el arte». Seguir leyendo ...

Domenikos Theotokopoulos, El Greco (1541-1614): El caballero de la mano en el pecho», ca. 1577-1580Domenikos Theotokopoulos, El Greco (1541-1614): El caballero de la mano en el pecho», ca. 1577-1580
Óleo sobre lienzo, 81 x 66 cm
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-809


El caballero de la mano en el pecho, realizado con seguridad entre 1577 y 1580, es probablemente el más temprano de los retratos de caballeros españoles del Greco. En él comenzó a fijar el artista el tipo de retrato que utilizaría en los años posteriores, con el personaje de medio cuerpo o de busto emergiendo de un fondo neutro y con la luz y la expresividad concentradas en el rostro y en las manos. La técnica es de clara ascendencia veneciana, y la factura lisa y unida, como corresponde a las obras de esos años, pero El Greco hace al mismo tiempo un excepcional despliegue de facultades en el tratamiento de las texturas y, pese a la frontalidad del rostro, se ve asomar, aunque aún muy contenido, el uso de la asimetría y de la deformación lineal. Seguir leyendo ...

Diego Velázquez (1599-1660): La infanta Margarita en traje azul, ca. 1659Diego Velázquez (1599-1660): La infanta Margarita en traje azul, ca. 1659.
Óleo sobre lienzo, 127 x 107 cm
Viena, Kunsthistorisches Museum, Gemäldegalerie, 2130


Primera descendiente del matrimonio entre Felipe IV y Mariana de Austria, la infanta Margarita había nacido en 1651. Era una niña a la que las crónicas describen como una muchacha bonita y extraordinariamente vivaz. Muy pronto se la comprometió con su primo Leopoldo, el futuro emperador de Austria, con quien casó en diciembre de 1666. Margarita moriría siete años después, en marzo de 1673. Además del interés de su familia materna por seguir su crecimiento, el compromiso matrimonial de la infanta nos explica el envío de tres retratos de Margarita, con destino a la corte imperial, entre los años de 1654 y 1659. En ellos puede apreciarse la progresiva libertad con que el pintor se enfrenta al retrato tradicional, y no sólo por la altura inmensa de los valores pictóricos que cada uno atesora, sino por la aprehensión misma de la modelo, una sugestiva combinación de dignidad familiar y de individualización caracterológica.

El retrato de Viena es la última de las imágenes de la infanta salidas del pincel del sevillano; para la ocasión, la protagonista de Las meninas luce un vestido de raso en seda azul con cintas de pasamanería metalizada que subrayan la aparatosidad del guardainfantes, la prenda que caracterizó el perfil femenino de la corte española, y un elemento que condicionó la disposición abierta de los brazos, hasta crear una sólida figura piramidal que reforzaba la impresión de inmovilidad escultórica de las damas velazqueñas. El diseño del vestido emparenta esta imagen de Margarita con el retrato que Velázquez hizo de su madre, la reina Mariana de Austria, al poco de regresar el artista de Italia, y como en aquél, el planteamiento cromático es de una sabia austeridad, más limitada aún en el caso que nos ocupa. Azules, pardos y marfiles son animados por los destellos dorados del vestido y el brillante cabello de la niña. Para reforzar su pálido rostro, Velázquez ha pintado unos lazos grisáceos, estratégicamente colocados cerca de las mejillas y sobre una de las sienes. El pañuelo que sostenía en la mano izquierda la reina es aquí sustituido por un manguito de pieles, una prenda realmente inusual en este tipo de retratos y que quizás pueda hacer referencia a algún regalo procedente de la corte austríaca. En el fondo, muy desgastado, se esboza una consola de altas patas, arrimada a una pared, en la que cuelga un difuso cuadro o un espejo. Sobre el mueble se pintó un reloj de ébano y, al menos, un pequeño león de bronce, elementos que subrayan tanto el marco áulico en el que se retrata a la futura emperatriz, como la alta dignidad de ésta. Este retrato fue descrito por Palomino, quien lo calificó de trabajo «muy excelentemente pintado, y con aquella majestad, y hermosura de su original» (Palomino [1724] 1986, p. 190).

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Doña Mariana de Austria, ca. 1652-1653Diego Velázquez (1599-1660): Doña Mariana de Austria, ca. 1652-1653.
Óleo sobre lienzo, 234 x 131,5 cm
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1191


Mariana de Austria (1634-1696) era hija de los emperadores Fernando III y María de Hungría, hermana esta última de Felipe IV. La joven se casó con su tío carnal en 1649 sin haber cumplido los quince años de edad, para paliar los reveses familiares de 1644 y 1646, cuando murieron Isabel de Francia y el príncipe Baltasar Carlos. La reina dio en 1661 un descendiente masculino para el trono español, un niño que reinaría con el nombre de Carlos II. Este manifestó muy pronto sus numerosos problemas físicos y alguna minusvalía psíquica, convirtiéndose en un personaje siempre tutelado por su madre, quien ocuparía la regencia del reino en 1665, tras la muerte de Felipe IV; momento en que se inicia un decenio turbulento tanto para España como para la propia Mariana.

Este retrato de cuerpo entero, y fiel a la tradición retratística habsbúrgica, fue pintado por Velázquez tras su regreso de su segundo viaje a Italia, en junio de 1651, respondiendo a una petición del emperador Fernando, que deseaba contar con una imagen de su hija, aunque finalmente le fue enviada una versión de taller (Viena, Kunsthistorisches Museum). El pintor hubo de ocuparse de retratar a una adolescente que se encontraba entonces en un momento de salud delicado, tras el parto de la princesa Margarita, la primera de sus hijos. La reina, embutida en un aparatoso vestido con guardainfante, de color negro y guarnecido con una rica pasamanería de plata, ofrece la estatuaria actitud de sus apariciones en público. Apoyada en un sillón frailero que servía para manifestar la alta condición de la dama, y sosteniendo un amplio pañuelo de hilo blanco, la apariencia distante e inmutable de Mariana entronca con las efigies de las mujeres de la dinastía. También se mantiene fiel a la tradición la inclusión del cortinaje, en opinión de Gállego algo más que un signo de grandeza, «un elemento utilísimo para crear las alternativas de luz y sombra», un efecto algo desvirtuado por el añadido en la parte superior del lienzo original. Más novedosa es la presencia del reloj de torre, situado en el fondo sobre una mesa, y que haría alusión a la templanza y prudencia como virtudes del gobernante y, en este caso y por extensión, a su familia.

La contención de este tipo de imágenes se vislumbra también en el tratamiento cromático, «limitado» a una armoniosa relación de negros, blancos, grises y carmines, animando estos últimos el frágil rostro de la reina Mariana; todo ello realizado con la característica técnica pictórica de Velázquez en su producción más tardía, suelta y variada, con pequeños toques de pincel aplicados sobre manchas amplias de color, produciendo un extraordinario efecto de aprehensión de las distintas calidades y texturas. Un detalle de interés es la elaboración de este rostro serio, circunspecto y poco atractivo de la joven reina, pintado, como ha podido verse en el estudio radiográfico, sobre un lienzo donde se había abocetado la cabeza de Felipe IV. El pintor, buscó en esta ocasión mitigar esos rasgos poco agraciados haciendo hincapié en el envoltorio regio, especialmente el vestido y el peinado, tan aparatosos como armoniosos en lo formal y en lo cromático. Velázquez prefiere en esta ocasión «dignificar» a la reina difuminando su rostro en la admirable belleza de su pintura, en opinión del profesor Julián Gállego, «Velázquez, con la discreción habitual, conservando el esquema tradicional del retrato de la casa de Austria, está destrozando el principio mismo del retrato».

En 1700 la obra es citada en el monasterio del Escorial, haciendo pareja con el retrato de Felipe IV, armado y con un león a sus pies (Madrid, Museo del Prado, P-1219), una obra de taller, de mayor tamaño que provocó la ampliación de este retrato de la reina, aumentando en altura unos veintiocho centímetros, una solución que desde luego ha perjudicado al conjunto de la obra.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV anciano, ca. 1653Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV anciano, ca. 1653.
Oleo sobre lienzo, 69 x 56 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1185


En la década de los cincuenta, el natural declinar biológico de Felipe IV se vio agudizado por los avatares personales y políticos que desde finales de la década anterior sufrieron el monarca y el reino. Además de los graves conflictos sociales y políticos por los que atravesó el país, Felipe IV había perdido a su primera mujer, a su hijo Baltasar Carlos, y también al diseñador de su otrora feliz corte madrileña, el conde-duque de Olivares. El «rey planeta» (Brown y Elliot 1980, cap. Il) que había brillado con refinamiento y elegancia durante casi treinta años, era ahora un hombre abatido y derrotado, inmerso en sentimientos de pecado y culpa, que buscaba en la religión el refugio y la expiación de sus desdichas.

En ese período, los retratos que del rey nos proporciona Velázquez son más escasos pero intensamente cercanos, como muestra esta imagen de busto pintada con una economía de medios tan reseñable como la esencialidad que propone de la persona de Felipe IV; una sencilla propuesta en donde los rasgos del rostro centran la aprehensión misma del retrato, sin más recursos que informen sobre la categoría social o alcurnia del personaje. Ni siquiera se ha representado el Toisón que aparece en la versión algo más tardía de Londres (The National Gallery). Con ello, las facciones del rey alcanzan el valor máximo de representación habsbúrgica desde que Tiziano trazara en el rostro de mandíbula marcada y ojos caídos de Carlos V el modelo dinástico que se convertiría en expresión de la regia belleza, y a la que ha hecho alusión Julián Gállego: «Estos rostros largos, esas narices caídas, esas mandíbulas prognatas, esos belfos, ese tipo de fisonomía que hay quienes ven en nuestro tiempo como denuncia de la decadencia de una dinastía y de una familia determinada, la de los Habsburgo, fueron en el Seiscientos la encarnación de la idea de majestad en una cara humana» (Gállego 1972, p. 276). Pero al mismo tiempo, la poderosa carga de humanidad que del rostro del rey se desprende, y la sobriedad pictórica con que el sevillano ha trazado esta cabeza, para unos, cercana al derrumbe, para otros de expresión lejana y algo adormecida, indiferente a las contingencias, está más allá de las convenciones del retrato de corte.

La realización del retrato se sitúa después de 1653, cuando el rey escribe a la monja sor Luisa Magdalena de Jesús a propósito del tiempo transcurrido desde que Velázquez le hubiera retratado: «A nueve años que no se a hecho ninguno y no me inclino a pasar por la flema de Velázquez assí por ella como por no verme ir envejeciendo». En 1657, el grabador Pedro de Villafranca abrió una plancha tomada del ejemplar de Londres, algo posterior, para la portada del libro Descripción breve del monasterio de San Lorenzo el Real del Escorial.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV, 1623-1627Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV, 1623-1627.
Oleo sobre lienzo, 198 x 101,5 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1182


Felipe IV (1605-1665) subió al trono en 1621, con dieciséis años y escasa preparación para asumir el gobierno del país más poderoso del momento, pero que iniciaba entonces su decadencia. Por el contrario, había recibido una refinada educación artística que le hizo desarrollar una sensibilidad especial para la música, el teatro y la pintura, intereses a los que dedicó buena parte de su vida, delegando durante veintiún años las ocupaciones del Estado en el conde-duque de Olivares (1587-1645).

Al poco de iniciar el reinado, se asentó en la corte Velázquez, de edad muy próxima al monarca y quien construiría a lo largo de casi cuarenta años la imagen del rey. En los primeros años de la carrera del sevillano el retrato cortesano creado bajo el reinado de Felipe II mantenía una vigencia extraordinaria, revitalizada ahora por el nuevo monarca, que veía en la figura de su abuelo un referente personal y un estímulo para su reinado.

En este ejemplar del Prado, Velázquez realizó el primer retrato de cuerpo entero de Felipe IV, una obra elaborada a través de una paleta cromática muy reducida, en pardos y grises, una pincelada apretada y concisa, y en la que se recuperaba la imagen de Felipe II de sus años de madurez. Felipe IV aparece de pie, vestido de negro, próximo a un bufete y sosteniendo un papel en la mano mientras que la otra se aferra a la espada, tres elementos que el espectador de la época identificaba de inmediato con las tres tareas características del soberano: la justicia, la administración y la defensa del reino. Para hacer alusión a su alta dignidad, el monarca sólo necesita mostrarse, impasible y severo, con el Toisón de Oro como único atributo dinástico. El cuello liso que luce el monarca, fruto de la pragmática impuesta por él mismo en 1623, fecha en parte la obra, retocada después para corregir la posición de las piernas, el sombrero de copa que descansa sobre la mesa o el vuelo de la capa, cambios que pueden apreciarse a simple vista.

La prueba radiográfica también ha puesto en evidencia las variaciones efectuadas en las manos y en el rostro, en este último caso para suavizar las facciones del monarca. Se piensa que estas modificaciones se hicieron unos cuatro años después, tras realizarse varias versiones y copias del trabajo llevado a cabo en 1623 (entre otras, las de Nueva York, Metropolitan Museum of Art y Boston, Museum of Fine Arts). No está claro el motivo de estos cambios, aunque sí su resultado: una mayor elegancia en la posición de las piernas y una figura más grácil y esbelta, situada en una posición sesgada que cambiaba tanto su relación espacial como su proximidad a la mesa.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Juan Pantoja de la Cruz (ca. 1553-1608): Felipe II, ca. 1590Juan Pantoja de la Cruz (ca. 1553-1608): Felipe II, ca. 1590
Óleo sobre lienzo, 181 x 95 cm.
Patrimonio Nacional, Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, 10034484


A principios de la década de 1580, la imagen del rey anciano se consolidó en el imaginario filipino. Fueron preferentemente Alonso Sánchez Coello y Juan Pantoja de la Cruz los encargados de divulgar esta semblanza tardía de Felipe II, aunque no se conservan más que copias o versiones de taller, a excepción del ejemplar de Florencia (Galleria Palatina), una obra de 1587 descubierta recientemente. La popularidad de estos retratos puede seguirse en los lienzos de la Real Maestranza de Ronda, en el del Museo Nacional del Prado depositado en la embajada de España en Francia (P-6181) o en el de colección particular madrileña (Kusche 2003, lám. 434, p. 482); todos ellos parecen responder a un modelo muy semejante que encontraría su culminación en este retrato del Escorial y que, con toda probabilidad, es el retrato en el que Felipe II aparece en edad más avanzada. El rey está de pie, vestido de riguroso negro, el color que adoptó de forma definitiva tras la muerte de su tercera esposa, la reina Isabel de Valois, y lleva como único signo de su identidad habsbúrgica el Toisón de Oro. Apoya una mano en la empuñadura de la espada y la otra en el sillón frailero, siguiendo las convenciones establecidas para mostrar su doble condición de defensor y gobernador del reino. La pose del monarca, la forma en que se dirige al espectador, las dimensiones mismas de la tela, nos recuerdan el valor sustitutivo del retrato, una invitación a pensar que estamos ante la propia persona del rey, en una de sus escasas apariciones dentro de los salones del Alcázar. Así nos lo indica el cortinaje que descubre y enmarca a Felipe II y la columna sobre alto plinto del fondo, un elemento arquitectónico que comenzó a incluir Tiziano en algunos retratos de Carlos V, y que hacía emparentar al emperador con el mito de Hércules. Seguir leyendo ...

Alonso Sánchez Coello (1531/32-1588): Las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, 1575.

Alonso Sánchez Coello (1531/32-1588): Las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, 1575.
Óleo sobre lienzo, 135 x 149 cm
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1138


Las dos hijas de Felipe II, Isabel Clara Eugenia (1566-1633) y Catalina Micaela (1567-1597), fueron retratadas desde muy niñas por Alonso Sánchez Coello en un tipo de efigie que prácticamente no se diferencia de las características generales del retrato cortesano, entre otras cosas, porque los usos de este tipo de imágenes traspasaba siempre el ámbito de lo privado. Constatar por medio del retrato pictórico el sano crecimiento de los miembros menores de la dinastía no era sólo una simple cuestión de amor familiar, pues los asuntos sucesorios y las políticas matrimoniales encontraron en el retrato uno de sus instrumentos más preciados. Todo indica que Felipe II mantuvo un grandísimo afecto por estas niñas, nacidas de su matrimonio con la francesa Isabel de Valois; pero además, con el paso del tiempo, las dos infantas ayudarían a fijar la influencia filipina en ámbitos tan delicados para España como los Países Bajos y el norte de Italia.

En este cuadro del Prado, de 1575, las infantas están representadas de pie, en un retrato doble que las sitúa en un interior indefinido, donde aparece tan sólo un bufete cubierto por un tapete verde. Dobles también son los otros dos retratos que se conservan en la actualidad de las niñas. El primero de ellos, en el monasterio madrileño de las Descalzas Reales, es una obra que debió de realizarse en 1568, el mismo año en que murió la reina; el otro data de 1571 (Londres, Buckingham Palace). En estos ejemplares, los personajes se disponen de manera parecida, como una yuxtaposición en un mismo plano de dos figuras aisladas que mantienen las convenciones fijadas para los retratos de adultos. El distanciamiento, el aspecto severo y la inexpresividad estatuaria, la riqueza de la indumentaria, repite aquí todo su significado. No estamos ante un doble retrato infantil, sino ante el retrato de las hijas del rey. El vínculo entre ambas figuras se establece de una forma muy sencilla: haciendo que ambas alarguen sus brazos hacia el punto central de la composición, precisamente una corona de flores. Esta disposición es muy parecida a la de la versión inglesa, realizada en 1571, aunque ahora se percibe una relación de dependencia de la más pequeña de las niñas con respecto a Isabel Clara Eugenia, quien mira abiertamente al espectador, frente a la huidiza Catalina Micaela. Recientemente, y a propósito de esta disposición, Lorne Campbell ha sugerido que Alonso Sánchez Coello pudo tener en cuenta el esquema compositivo del Retrato del matrimonio Arnolfini, entonces en la colección de Felipe II y ahora en la National Gallery de Londres.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Antonio Moro (ca. 1519-1576): Doña Juana de Austria, ca. 1559Antonio Moro (ca. 1519-1576): Doña Juana de Austria, ca. 1559.
Óleo sobre lienzo, 195 x 104 cm
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-2112


Juana de Austria (1535-1573), hija de Carlos V y de Isabel de Portugal, fue princesa de Portugal por su matrimonio con su primo el príncipe don Juan Manuel, del cual nació don Sebastián, hijo póstumo del heredero portugués y rey entre 1568 y 1578. Al poco de nacer el niño, doña Juana abandonó Lisboa para siempre, dejando al pequeño príncipe al cuidado de sus suegros. Juana hubo de hacerse cargo de la regencia de España entre 1554 y 1559, por ausencia de su padre y de su hermano, y luego asumir los cuidados de sus sobrinos, primero del príncipe Carlos y más tarde de Isabel Clara Eugenia y de Catalina Micaela. Tuvo además un importante protagonismo en la vida política y religiosa española: estuvo muy vinculada con la orden jesuita y fundó el monasterio franciscano de las Descalzas Reales, un ámbito de recogimiento de las mujeres de la dinastía durante más de un siglo.

La princesa fue sin duda la mujer del período filipino más retratada, y lo fue por casi todos los más importantes pintores de la época; de hecho, esta efigie es sin duda la culminación de un decenio donde Cristóbal de Morales y Alonso Sánchez Coello, entre otros, habían plasmado toda la dignidad y gesto mayestático que caracterizó a la princesa, cuya presencia suscitaba toda la «gravedad, madurez, severidad y cordura» que podría esperarse de una «hija de quien era», como manifestó el padre Carrillo en 1616 (fols. 4 y 13). Pero fue Antonio Moro quien nos ha dejado el retrato más elocuente. La hermana de Felipe II es representada de manera muy sencilla, siguiendo las fórmulas que por esas fechas comienzan a fijarse en los retratos de la casa de los Austria. Aparece en imagen de cuerpo entero, en tamaño natural y ligeramente girada hacia la izquierda; viste de negro, manifestando su condición de viuda, y lleva el cabello recogido por una toca que ayuda a enmarcar, junto con la lechugilla alta, característica del período, el intenso rostro de Juana, que se dirige con expresión desafiante al espectador. La imagen de la princesa consigue marcar una distancia escénica lograda no sólo por su gesto y altivez, sino también gracias al sillón en el que se apoya. Es éste un elemento que comienza a emplearse por esas fechas y que pone de manifiesto la alta condición de la retratada y su papel como mujer de Estado, pues el frailero sugiere la cercanía del bufete, el lugar desde donde se administra el reino y se imparte justicia, una tarea en este caso delegada en ella por su padre el emperador, vinculación a la que hace referencia la pequeña figura de Hércules que cuelga de la manteleta que cubre los hombros de Juana. La sencillez de la representación se subraya por la austeridad espacial, un fondo impreciso que ayuda a resaltar la solidez de la figura de Juana, convirtiendo a la princesa en expresión misma de la majestad regia.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Tiziano (ca. 1485-1576): Felipe II, 1551Tiziano (ca. 1485-1576): Felipe II, 1551
Oleo sobre lienzo, 193 x 111 cm
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-411


Este es el primer retrato armado de Felipe II, entonces príncipe heredero inmerso en un largo periplo por los territorios imperiales, un viaje que se extendió entre los años de 1549 y 1551, que significó la presentación del hijo de Carlos V e Isabel de Portugal en las principales ciudades del imperio, y un recorrido formativo por el variopinto mapa artístico europeo. En Augsburgo había sido realizada la armadura de parada que luce el príncipe, una creación de Colman Helmschmid que se conserva en la Real Armería de Madrid. En este lienzo, Tiziano recupera para el joven príncipe la imagen militar que había elaborado de su padre un par de años antes: un soldado all'antica que aparece de pie, cubierto con media armadura y sosteniendo un bastón de general, próximo a un bufete donde descansa la celada. De este importante retrato, destruido en el incendio del Pardo, conocemos algunas copias realizadas en la corte española que ponen en evidencia la buena acogida de esta iconografía imperial y la continuidad dinástica que estas imágenes pretendían. Para el retrato de Felipe, el pintor cambió la posición del modelo, haciéndole girar hacia el lado izquierdo, como si quisiera convertirlo en un pendant de la efigie paterna. Como muestra la radiografía de la tela, el artista realizó el retrato de Felipe II sobre un lienzo en el que había estado trabajando previamente, y que representaba a Carlos V con armadura. Después de un complejo trabajo de encaje, parece que Tiziano abandonó el proyecto inicial, en el que el emperador llevaba espada y no bengala, y apoyaba la mano izquierda sobre el bufete, para realizarlo en otra tela nueva. El Vecellio recuperó ese lienzo para realizar sobre él la efigie de Felipe II, siguiendo en gran medida las trazas anteriores. Además de la posición, el pintor amplió y elevó la mesa donde se halla el yelmo y las manoplas, una transformación necesaria para hacer posar de forma convincente la mano derecha de Felipe sobre la celada. El gesto del príncipe dirigiéndose de manera altiva y distante al espectador, conformaría la imagen de autoridad militar, reforzada por otros elementos y expresiones como la presencia de la columna, el bufete de trabajo o la forma de empuñar la espada.

Junto al retrato de Carlos V, este Felipe II se convertía, gracias a la autoridad como retratista de Tiziano, en una obra de referencia sobre el modo de representar la majestad real. Sin embargo, el retrato de Tiziano no entusiasmó a Felipe II. En una carta enviada el 16 de mayo a su tía María de Hungría, daba cuenta a ésta de la impresión que el trabajo del italiano le causó: «Se le parece bien la priesa con que le ha hecho y si hubiera más tiempo yo se le hiziera tornar hazer». El futuro rey de España acabaría prefiriendo como retratista al flamenco Antonio Moro, un pintor respetuoso con los modelos tizianescos pero de pincelada más concisa y acabada, y que en 1557 realizará un segundo retrato de rey con armadura, en esa ocasión para conmemorar la batalla de San Quintín. La obra que se guarda en el monasterio del Escorial, resultó del total agrado del rey.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.