Romanticismo

José de Madrazo Antonio Ferrer del RíoJosé de Madrazo (Santander, 1781 – Madrid, 1859): Antonio Ferrer del Río, hacia 1856.
Óleo sobre lienzo. Dimensiones: 90 x 72 cm.
Colección Fundación María Cristina Masaveu Peterson.


Representado de medio cuerpo y con actitud relajada, el retratado fue un conocido historiador, periodista y escritor del Romanticismo español, Antonio Ferrer del Río (Madrid, 1814 – El Molar, Madrid, 1872).

Ostenta la medalla de la Real Academia Española, de la que fue académico, y la encomienda de la orden de Carlos III. Ferrer del Río mantuvo una relación cercana con José de Madrazo, como muestra una de las cartas que le envió desde el Archivo de Simancas, conservada hoy en el Archivo del Museo del Prado y recogida en el tercer tomo del Epistolario de Madrazo, proyecto editado de manera conjunta por la Fundación María Cristina Masaveu Peterson y el Museo del Prado. De hecho, en la necrológica que escribió a la muerte del artista menciona este retrato, uno de los últimos que realizó, que debió de hacerle en 1856, pocos años antes de su fallecimiento. El cuadro fue adquirido en Fernando Durán, en la subasta del 27 de octubre de 2022 (lote 537). Ha sido restaurado por la Fundación María Cristina Masaveu Peterson.

Nacido en Madrid en 1814, la mala salud de Antonio Ferrer del Río hizo que recibiera una educación poco convencional, centrada en el estudio de lenguas modernas y clásicas y de las matemáticas. Fue también alumno y discípulo del poeta y académico Alberto Lista, y  del criptógrafo Francisco de Paula Martí Mora, de quien aprendió taquigrafía. De joven se trasladó a La Habana, donde colaboró con la prensa cubana, y a su regreso a España fue nombrado bibliotecario del Ministerio de Instrucción Pública, Comercio y Obras Públicas. Fruto de su experiencia como periodista en Cuba, Ferrer del Río comenzó su carrera en la prensa española, en la que destacó como «periodista de pluma ágil y de calidades estéticas» (La Real Academia Española, 1999, p. 196). Trabajó como articulista en La América, donde colaboraron distintos escritores liberales, así como en la Revista Española de Ambos Mundos y en El Heraldo. Entre 1843 y 1845 dirigió la revista romántica El Laberinto y la Revista de España, de la que fue también fundador.

Además de su labor periodística, la producción literaria y ensayística de Ferrer del Río fue muy extensa y variada. Como historiador, en 1851 fue premiado por la Real Academia Española por la obra Examen histórico-crítico del reinado de Pedro de Castilla, y escribió los ensayos históricos Decadencia de España: historia del levantamiento de los Comuneros de Castilla (1850), Historia del reinado de Carlos X en España (1856), Introducción a los anales del reinado de Isabel II, cuya edición costeó la propia reina, etc. También tradujo importantes trabajos de historia, entre otros,  los treinta y ocho volúmenes de la Historia universal de César Cantú, la Historia del Consulado y del Imperio francés de Thiers, o la Cronología universal de Dreyss.

Cultivó también el teatro –La senda de espinas (1859) y Francisco Pizarro (1860)­­–, la novela ­–De patria a patria (1861)– y la poesía, con poemas y odas de corte neoclásico dedicados, entre otros, al general Castaños y a su maestro, el poeta Alberto Lista. Fue autor de numerosas biografías de ilustres escritores como Ercilla, Espinel, o el padre Sigüenza, y ofreció datos y anécdotas personales de sus contemporáneos Quintana, Larra, Mesonero Romanos, Espronceda, Zorrilla o Martínez de la Rosa en su Galería de la literatura española (1846).

Antonio Ferrer del Río ingresó en la RAE (sillón letra Q) el 29 de mayo de 1853 con el discurso titulado La oratoria sagrada española en el siglo XVIII. Su amigo, el académico Juan Eugenio Hartzenbusch, fue el encargado de darle la bienvenida a la docta casa. Ocupó el cargo de bibliotecario durante cinco años, desde 1867 hasta muerte, en 1872.

Murió en El Molar (Madrid) el 22 de agosto de 1872, tras diecinueve años en el sillón Q de la RAE. Del Río fue muy conocido en los medios madrileños por su corpulencia, sobre la que escribió, con sorna y en verso, el académico Manuel del Palacio en el libro sobre personalidades de la época Cabezas y calabazas (1880, p. 70):

«En tertulias y cafés
se habla de él con interés,
y, pese a algún adversario,
es un hombre extraordinario,
tanto... que abulta por tres».

Federico de Madrazo (Roma, 09/02/1815 - Madrid, 10/06/1894) : Gertrudis Gómez de Avellaneda, 1857Federico de Madrazo (Roma, 09/02/1815 - Madrid, 10/06/1894) : Gertrudis Gómez de Avellaneda, 1857
Óleo sobre lienzo, 117 x 85 cm.
Museo Lázaro Galdiano (Inv. 3569).


Retratada hasta las rodillas, a sus 43 años, está sentada en una butaca de terciopelo granate, recortada su figura ante un muro gríseo, adornado tan solo en el extremo derecho por un cortinaje. Recogido en la nuca su abundante cabello, oscuro y brillante, con un bello tocado de flores y velo, viste un traje negro de raso y encaje, sujetando un espléndido chal de cachemir multicolor en el brazo izquierdo, en el que luce un vistoso guardapelo, y un pañuelo de encaje blanco en la mano contraria, en la que lleva un brazalete de perlas de varias vueltas. Contrariamente a lo que cabría suponer en el pincel siempre alagador del artista, Madrazo no ha omitido la mancha que tenía la escritora en su mejilla derecha.

Gertrudis Gómez de Avellaneda, importante figura de la literatura romántica española, nació en Puerto Príncipe (actual Camagüey, Cuba) en 1814. Se trasladó con su familia a Europa en 1836, escribiendo su primera novela en Sevilla, El mulato Sab (1839), y su primer drama teatral, titulado Leoncia (1840). Para abrirse camino en los círculos literarios tuvo que firmar sus escritos con el seudónimo “La Peregrina”. Llegó a ser una de las personalidades más destacadas del Madrid isabelino y su talento fue especialmente reconocido en el Liceo Artístico y Literario, institución que en 1845 la distinguió con una corona de oro. Falleció en Madrid en 1873.

Éste es, con toda justicia, uno de los más celebrados retratos femeninos de Federico de Madrazo y, también, una de las piezas antológicas de la retratística decimonónica española. Entre la fecundísima producción retratística de este maestro, Federico consigue en esta ocasión, como en pocas, un equilibrio perfecto entre la utilización de las pautas más características de sus retratos de damas burguesas y la extraordinaria riqueza plástica de su ejecución, todo ello puesto al servicio del rotundo acierto del pintor en la captación expresiva de la personalidad de su modelo y de su carácter vehemente y enérgico, que se traduce en su obra literaria y que llegó a considerarse en su época como impropio de una pluma femenina. En efecto, Madrazo logra plasmar espléndidamente la belleza madura de la modelo, la profundidad de sus ojos claros, de mirada clara y directa, que se dirigen al espectador con una mezcla de franqueza absoluta y cierta altivez melancólica, que refleja la vida intensa de la escritora, teñida de frustraciones y dramas personales. Pero, sobre todo, el mayor acierto del retrato reside en la imponente presencia de la modelo, que posa erguida, con una dignidad y empaque envueltos en una elegancia natural, que traducen magistralmente la personalidad de la escritora, junto a una singular libertad pictórica en el tratamiento del vestido y el chal, resueltos con extraordinaria jugosidad y soltura, de gran modernidad para su tiempo, especialmente visible en los flecos, que dan el toque de color del retrato, pintado, por lo demás, con una paleta muy sobria, de grises y negros.

Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870): Auto de Fe, 1853.

Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870): Auto de Fe, 1853.
Óleo sobre tabla,  39 x 50 cm.
Museo Nacional del Romanticismo (CE7322)


Escena de Inquisición desarrollada sobre un fondo totalmente oscuro, únicamente iluminado por un foco de luz blanca en el ángulo superior izquierdo. En el centro de la composición destaca la figura de un hombre vestido con túnica blanca y coronado con alta coroza blanca de franjas rojas. El reo inclina la cabeza y cruza las manos atadas sobre el regazo, a la espera de ser ajusticiado, sobre un cadalso de madera. A los pies del condenado una serie de personajes populares, majos y manolas, completan la escena.

Se trata de una obra de intenso dramatismo conseguido mediante los fuertes contrastes lumínicos y la expresión del rostro de sumisión del reo. Los personajes secundarios aparecen esbozados mediante el empleo de manchas.

El costumbrismo romántico de la escuela madrileña se tiñe de dramatismo y crítica. Con esta obra, una vez más, Eugenio Lucas rinde tributo a Francisco de Goya. De hecho, Lucas fue nombrado en 1855, tasador de las «Pinturas Negras» de la Quinta del Sordo del aragonés. Goya criticó abiertamente la Inquisición y sus métodos, ya que ésta permanecía todavía activa en la época del genio de Fuendetodos, siendo abolido el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición por Real Decreto en 1834, bajo el ministerio de Martínez de la Rosa en la regencia de María Cristina, ya en tiempos de Lucas. Anteriormente, el emperador Napoleón intentó abolir la Inquisición durante la Guerra de la Independencia, pero esta medida no se hizo totalmente efectiva hasta dos décadas después.

El pintor realizó multitud de versiones sobre temas de la Inquisición, destacando sobremanera: El agarrotado (Museo del Romanticismo, Inv. CE0029) y Escena de la Inquisición (Museo del Romanticismo, Inv. CE0050). Esta tabla constituye una novedad en la producción pictórica de Lucas, ya que presenta formas más definidas y un dibujo más acabado de lo que es habitual en su obra.

Manuel Barrón y Carrillo: Contrabandistas en la Serranía de Ronda

Manuel Barrón y Carrillo (1814-1884): Contrabandistas en la Serranía de Ronda, 1849.
Óleo sobre lienzo, 91 x 124 cm.
Firmado: “Manuel Barron. / Sevilla 1849”, ángulo inferior izquierdo.
Museo del Romanticismo, Inv. 7175.


Este lienzo, de considerables dimensiones, destaca especialmente en la sala dedicada al costumbrismo andaluz en el Museo del Romanticismo. Su imagen es una de las más conocidas de su autor, Manuel Barrón y Carrillo, cuya obra resume a la perfección algunas de las claves del paisaje pintoresco, así como muchos de los típicos tópicos sobrevenidos con el movimiento romántico: un paisaje tranquilo pero espectacular y único como el tajo de Ronda (Málaga) es el escenario perfecto para que unos bandoleros con una joven campesina con un niño en brazos pasen la noche que les sobreviene.

La escena, sin ninguna carga simbólica, narrativa o histórica patente es la excusa perfecta para que su autor cree un paisaje romántico junto a algunos de los personajes más típicos y exóticos del momento, lo que hacen de esta obra un interesante reclamo decorativo para turistas o nobles aburridos de su vida monótona y tediosa.

INTRODUCCIÓN

“Desde donde empieza Europa
Hasta su término y cabo,
No campe ningún valiente;
Escondan su espada y brazo,
Tiemblen al oír mi voz,
Y lo que más les encargo,
Que con silencio me escuchen,
Y les diré en breve rato
Del guapo Francisco Estéban
Lo valeroso y lo bizarro.
Ya saben que su ejercicio
Era andar al contrabando,
Y que en toda Andalucía
Los ministros le temblaron,
Porque no jugaba burlas,
Ni hombre de malos tratos
Alcanzó a comunicarle,
Fuese bueno o fuese malo […]”

Estos sencillos versos anónimos sobre la figura legendaria del bandolero Francisco Esteban, nos introducen de manera muy plástica en el mundo del bandolero y en la apreciación y estima populares que tuvieron en época romántica. Mientras que gran parte de la sociedad veía a estos asaltantes de caminos como a peligrosos delincuentes, temidos por su violencia y crueldad, no es menos cierto que otro ámbito de la misma los veía como héroes populares, guapos, varoniles e incluso, gentiles. Tanto fue así que hubo una especie de "moda bandolera" en el ámbito de las artes, potenciada por el auge del costumbrismo en nuestro país, y que tendrá un importante reflejo en los usos y costumbres de la sociedad romántica. Así, no sólo habrá pinturas o esculturas con motivos bandoleros, sino que se crearán prendas de vestir inspiradas en su estilo o coplillas e incluso zarzuelas y óperas con sus andanzas y aventuras, realizándose además rutas turísticas a sus principales escondites. Como se puede comprobar en este somero apunte, el bandolero no sólo se hizo presente en los caminos españoles, sino también en las casas y palacios del siglo XIX, llegando algunos de estos testimonios a nuestros días y perviviendo muchas de sus tradiciones y leyendas en algunos de los puntos más pintorescos de nuestra geografía.

Seguir leyendo en Pieza del trimestre: Manuel Barrón. Contrabandistas en la Serranía de Ronda, 1849. Sala VII: Costumbristas andaluces.

Federico de Madrazo y Küntz (1815-1894): El marino Sánchez, 1842.Federico de Madrazo y Küntz (1815-1894): El marino Sánchez, 1842.
Óleo sobre lienzo, 96,50 x 76,20 cm.
Museo del Romanticismo ( CE7174).


El marino Sánchez, de quien sabemos que era natural de Santander y que pagó al pintor 960 reales por el cuadro, es retratado de medio cuerpo, sobre la cubierta de un barco del que se distinguen la borda, el mástil y la escala, a su espalda. Señala el mar con su mano derecha y sostiene un sextante, instrumento imprescindible de navegación, con la izquierda. Conocemos el nombre y la procedencia santanderina del encargo, así como la fecha exacta de ejecución del lienzo (1842) gracias a los inventarios realizados por Federico de Madrazo de las obras que pintaba.

El retrato masculino suele entrañar mayor dificultad que el femenino, quizá por la animación que supone la indumentaria y joyería asociadas a la mujer en la época, y, sin embargo, Federico de Madrazo logra sus más altas cotas en esta especialidad, tal y como prueba este lienzo, en el que el autor hace gala de su estilo, de depurado dibujo que conjuga a la perfección con el dominio en el tratamiento del color, apreciable en la gradación de los tonos negros y, en general, oscuros. De hecho, el retrato sólo se ve animado por los toques blancos que proceden de la pechera y la manga de la camisa. El resultado es acorde con el resto de la producción del pintor, máximo exponente del purismo academicista en la pintura romántica española, de la que se destaca la elegancia, como uno de sus signos más característicos.

Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina (1806-1857): Niños jugando con un carnero (1843).Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina (1806-1857): Niños jugando con un carnero (1843).
Óleo sobre lienzo, 187 x 138 cm.
Museo Museo Nacional del Romanticismo, CE2482.


Tres niños juegan ante la reja de lo que parece un jardín. El mayor, vestido con levitón de terciopelo granate y pantalón ocre, sostiene a la niña más pequeña, subida a lomos de un carnero; la tercera, que cierra el grupo, se sitúa al otro lado del animal, toma un ramo de rosas en la mano y va vestida igual que la anterior, con traje grisáceo adornado con galones escoceses y pantalones a la turca, cubriéndose la cabeza con gorros de encaje blanco.

El Museo del Romanticismo conserva varios retratos infantiles pintados por Esquivel, en los que se puede comprobar que fue el mejor retratista infantil de la era isabelina. El cuidado en la descripción de los trajes, los juguetes de los infantes y, sobre todo, su especial habilidad para captar la expresión infantil, que por su naturalidad resulta habitualmente complicado trasladar al lienzo, son característicos de este tipo de obras en las que, por otro lado, suele volcar cierta influencia de la pintura inglesa que tuvo ocasión de ver en su Sevilla natal.

Valeriano Domínguez Bécquer (1833-1870): El baile (boceto), 1866. Óleo sobre tabla. 22,50 x 35,50 cm. Museo del Romanticismo (CE1916).
Valeriano Domínguez Bécquer (1833-1870): El baile (boceto), 1866. Óleo sobre tabla. 22,50 x 35,50 cm. Museo del Romanticismo (CE1916).

Este precioso boceto preparatorio del lienzo El baile (Museo del Prado, P004234), presenta la misma composición que el cuadro definitivo. La factura del boceto es tan espontánea y suelta, que no cabe pensar en réplica reducida. En esta tabla se vislumbra la importancia de los trajes en los bailes populares y en las fiestas tradicionales. Las figuras aparecen resueltas por medio de un acertado estudio de gestos y actitudes.

La obra El baile se realizó con el compromiso de ser entregada a cambio de la retribución anual. A través de una Real Orden de 6 de febrero de 1865, el ministro de la Gobernación, González Bravo, otorgaría al pintor sevillano una pensión con el siguiente propósito: Teniendo en cuenta la conveniencia de que en el Museo Nacional haya una colección lo más completa posible de cuadros que recuerden en lo futuro los actuales trajes característicos, usos y costumbres de nuestras provincias, y en vista de las especiales circunstancias que concurren en Don Valeriano Bécquer, la Reina (q.D.g.) se ha servido concederle la pensión de diez mil reales anuales, a fin de que recogiendo en dichas localidades los datos y estudios necesarios remita al referido Museo dos cuadros cada año de las condiciones que se indican. Esto le permitió viajar en diversas ocasiones por las aldeas de Soria, Segovia, Burgos, Navarra y tierras aragonesas como Tarazona u Ocaña. Cesado el ministro González Bravo, perdió su forma de sustentación al desaparecer la pensión, en 1868.

Valeriano Domínguez Bécquer (1833-1870): El baile. Costumbres populares de la provincia de Soria. 1866. Óleo sobre lienzo. 65 x 101 cm. Museo del Prado (P004234).
Valeriano Domínguez Bécquer (1833-1870): El baile. Costumbres populares de la provincia de Soria. 1866. Óleo sobre lienzo. 65 x 101 cm. Museo del Prado (P004234).

«[...] Este primer lienzo es seguramente el más bello de todo el conjunto. Según recoge el documento de ingreso de las tres obras correspondientes al curso 1866-67, firmado de puño y letra por el propio artista, la escena se ambienta en el pueblo soriano de Villaciervos. Ante el tapial de una casa de leñadores que asoma a la derecha del lienzo está situada una carreta tirada por bueyes, cargada con vigas de madera recién cortadas. Terminada la faena y para celebrar el merecido descanso, dos parejas de campesinos y otra de niños bailan delante del carruaje al compás del tamboril que toca un lugareño sentado en el extremo izquierdo del cuadro, envuelto en la capa blanca típica del pueblo de Villaciervos, junto a una mujer y una niña, que se sonríe al son de la música. Otros paisanos contemplan el baile, unos subidos a la tapia y otros conversando alegremente junto a la carreta mientras contemplan risueños a los pequeños danzarines.

El cuadro es buena prueba de la especial sensibilidad que caracteriza toda la obra pictórica de Valeriano Bécquer y que logra trascender con creces el pintoresquismo decorativo y anecdótico de una escena de costumbres, concibiendo por el contrario su composición con la armonía serena y trascendente de un friso clásico» (Texto extractado de: Díez, J. L., El siglo XIX en el Prado, Madrid: Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 187-192).

Manuel Cabral y Aguado Bejarano (1827-1891): Alfonsito Cabral con puro, 1865.Manuel Cabral y Aguado Bejarano (1827-1891): Alfonsito Cabral con puro, 1865.
Óleo sobre lienzo, 125 x 100 cm.
Museo Nacional del Romanticismo (CE0904).


Retrato de cuerpo entero del hijo del pintor, Alfonsito Cabral, ataviado con el traje típico de bandolero: sombrero calañés, chaquetilla negra o marsellés, camisa blanca, fajín azul y polainas profusamente decoradas. Aparece sosteniendo un cigarro puro entre sus dedos, aportando cierto anecdotismo a la obra. Durante el siglo XIX, el hecho de fumar no sólo era una costumbre social muy extendida, sino que incluso se creía que tenía efectos médicos curativos; ésta es la razón por la cual los niños imitarían en sus poses y juegos las costumbres de los adultos, dando lugar a representaciones tan sorprendentes a los ojos actuales. Al fondo, se vislumbra el perfil de la ciudad de Sevilla indicado mediante la representación de la Giralda.

En este retrato infantil, Manuel Cabral, describe con gran minuciosidad los pormenores de la indumentaria, al igual que detalla las características de la torre representada. Estos retratos infantiles fueron muy populares entre la sociedad burguesa decimonónica por su elegancia y coquetería.

Por otro lado, hay que exponer que en la década de los setenta del siglo XIX, Manuel Cabral visitó París y Roma, recibiendo influencias del realismo preciosista, pero sin dejar de lado su faceta costumbrista de corte tradicional. En estos últimos años también recibió las influencias de los Madrazo y de Mariano Fortuny, que fueron visitantes asiduos de su taller sevillano.

Carlos Luis de Ribera y Fieve: Mª Leonor Salm-Salm, Duquesa de Osuna, 1866.Carlos Luis de Ribera y Fieve: Mª Leonor Salm-Salm, Duquesa de Osuna, 1866.
Óleo sobre lienzo, 69 x 57 cm.
Museo Nacional del Romanticismo (CE0720).


Retrato de busto de la duquesa de Osuna sobre fondo gris neutro. La efigiada aparece con la cabeza delicadamente girada hacía la izquierda y sin mirar directamente al espectador. Peina su cabello castaño con un moño bajo a la griega y luce un extraordinario vestido blanco de amplio escote berta, con adornos de puntillas y prendidos de margaritas. Como aderezo lleva un magnífico collar de perlas con "pendentif" o colgante, pendientes de perla en forma de lágrimas y aguja a juego en el pelo. La elegancia de la vestimenta, junto con el gesto concede a la obra un tono aristocrático. Obra de exquisito dibujo, en el que el detallismo y la minuciosidad, casi de carácter documental, nos hacen partícipes de las texturas de las telas y de las calidades de las joyas con las que aparece la inmortalizada.

Este lienzo firmado y fechado en 1866, fue realizado el año de la boda de María Leonor Crescencia Catalina Salm-Salm, hija única del príncipe Francisco José Federico y María Josefina, con su primo, Mariano Téllez Girón, XII duque de Osuna, cuando ella contaba veinticuatro años de edad y su esposo cincuenta y dos. El duque de Osuna fue un gran diplomático y militar, llegando a reunir en vida cincuenta y cuatro títulos nobiliarios, siendo catorce veces Grande de España. El Museo del Romanticismo conserva dos estampas en las que también aparece retratada la duquesa de Osuna, aunque en edad algo más avanzada; una, litografiada y dibujada por José Cebrían García y litografiada en el establecimiento de Nicolás González (Inv. CE4790) y otra, litografiada y dibujada por Isidoro Salcedo y Echevarría y litografiada también en el establecimiento de Nicolás González (Inv. CE4791).

Carlos Luis de Ribera fue considerado el principal retratista de la Corte madrileña, junto con Antonio María Esquivel y Federico de Madrazo. Comenzó su formación artística bajo las enseñanzas de su padre el también pintor, Juan Antonio de Ribera. Tras su paso por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando donde fue nombrado Académico de Mérito en 1835, decidió trasladarse a París. En esta ciudad entró en contacto con Paul Delaroche y recibió ciertas influencias davinianas. En 1846 tras su regreso a Madrid le fue otorgado el título de Pintor de Cámara de Isabel II. En los últimos años de su vida se encargó de dirigir la restauración pictórica de la Real Basílica de San Francisco el Grande de Madrid.

Manuel Cabral y Aguado Bejarano (1827-1891): La Copla (1850-1890).Manuel Cabral y Aguado Bejarano (1827-1891): La Copla (1850-1890).
Óleo sobre lienzo, 45 x 38 cm.
Museo Nacional del Romanticismo (CE0141).


Escena costumbrista, desarrollada en el interior de una taberna. En primer término, destaca un grupo formado por tres personajes. En el centro, sentada, una mujer con flores en el pelo, chaquetilla con pasamanería en los puños, mantón de talle bordado y rematado con flecos. A su izquierda, un joven de largas patillas vestido con sombrero calañés, chaleco, faja, calzón y polainas tocando la guitarra. Al otro lado, a su derecha, un joven en camisa, con la chaquetilla colgada del hombro, chaleco y pantalón con faja encarnada que levanta su sombrero mientras observa a la mujer. En el interior de la estancia se despliegan algunos enseres de mobiliario popular, como una silla de anea y cacharros de barro.

Escena de tono amable, de dibujo muy cuidado y excelente colorido, en la que el autor se detiene en realizar una descripción pormenorizada de los personajes representados. Manuel Cabral junto con Valeriano Domínguez Bécquer, son los pintores costumbristas que más frecuentemente representaron el tema de los bailes de las clases populares, haciéndolos protagonistas indiscutibles del cuadro. Dentro de estos asuntos de bailes, destaca el óleo sobre tabla de Valeriano Domínguez Bécquer, Baile de campesinos en Soria (Museo del Romanticismo, Inv. CE1916).

Las pinturas costumbristas de Manuel Cabral alcanzaron notable fama y clientela entre la nueva burguesía sevillana de la época, debido a que supo plasmar con gran detallismo y minuciosidad las escenas de la vida cotidiana de la Andalucía del momento. Esta nueva clientela, solicitaba imágenes alegres y desenfadadas de asunto profano, para el ornato de sus viviendas. En la creación de esta temática costumbrista también tuvieron especial relevancia los viajeros extranjeros, que, ensimismados por las escenas de la vida popular, no dudaron en adquirirlas para llevárselas como recuerdo, creando una iconografía desarrollada ampliamente por los artistas españoles a lo largo de el siglo XIX.