Romanticismo (Continuación)

Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina (1806-1857): Autorretrato con sus hijos Carlos y Vicente (1843).Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina (1806-1857): Autorretrato con sus hijos Carlos y Vicente (1843).
Óleo sobre lienzo, 132 x 104 cm.
Museo Museo Nacional del Romanticismo, CE7167.


El pintor Antonio María Esquivel aparece en el centro, mirando hacia el frente, con un cuaderno de dibujo sobre el regazo y un carboncillo en la mano derecha. Pertrechado de sus útiles de dibujo, enseña a sus hijos los principios de este noble arte. El menor de los vástagos sostiene entre sus manos un muñeco de madera, que le sirve de modelo para aprender a dibujar; mientras que el mayor, apoyado en el respaldo del sillón de su padre, mira los apuntes de la libreta. Obra de firme dibujo, sencillez compositiva y paleta de gran sobriedad, con evocaciones velazqueñas. El pintor se nos muestra en una faceta íntima y familiar, ajeno al mundo de la exaltación aristocrática y burguesa que solía plasmar en sus retratos de encargo.

Este lienzo es uno de los diversos ejemplos en los que el pintor representa a su familia. También son muy frecuentes los autorretratos del pintor, como atestigua el conservado en el Museo del Romanticismo (Inv. CE1472).

Este cuadro fue presentado a la exposición del Liceo Artístico y Literario bajo el título de «El pintor con sus dos hijos», en 1844. Sabemos que los dos niños representados siguieron la estela de su padre, de hecho Carlos María Esquivel fue también pintor y Vicente Esquivel, quizás menos conocido, fue además de pintor, escultor.

Leonardo Alenza y Nieto (1807-1845): Sátira del suicidio romántico por amor (1839).Leonardo Alenza y Nieto (1807-1845): Sátira del suicidio romántico por amor (1839).
Óleo sobre lienzo, 35 x 26 cm.
Museo Museo Nacional del Romanticismo, CE0033.


En un cementerio, bajo la presencia de un mausoleo y un alto ciprés, aparecen representados, en primer término, una pareja formada por un hombre viejo y esquelético, y una mujer anciana y huesuda, con el rostro desfigurado. Él implora la concesión de los favores a la amante, mientras empuña el cañón de una pistola, en un intento desesperado de conmoverla. Ella, esquiva, sujeta un libro y una corona de laurel entre sus manos. Junto a ellos, completan la composición varios objetos: espada y puñal, frasco con veneno, manuscritos y libros, entre los que podemos apreciar un título alusivo a Víctor Hugo, una lechuza... todos ellos alegorías de la muerte.

De nuevo Alenza hace alusión a los excesos románticos, especialmente al ironizar sobre el suicidio de un viejo por un amor no correspondido. La pincelada alenziana aparece suelta y abocetada, aportando mayor intensidad y expresividad a la escena.
La obra aparece firmada en el lateral izquierdo, en la piedra que sirve de asiento al suicida "L. Alenza", siendo esta rúbrica una peculiaridad, ya que el autor solía firmar como "L. A." o "A", como atestiguan los casi tres mil dibujos y estampas que efectuó en vida.

En el reverso, en el bastidor, aparece la inscripción "¡Los Románticos! Cuatro Mil reales", al igual que en "Sátira del suicidio romántico". Esta inscripción, probablemente, haría mención al precio por el que fueron puestos a la venta estas obras en la exposición de 1839.

Este lienzo junto con Sátira del suicidio romántico ingresó en el Museo del Romaticismo gracias a la generosidad del marqués de Cerralbo. Existe en el archivo de este Museo, una carta (Reg. 252), fechada el 7 de noviembre de 1921, alusiva a la donación de estos cuadros.

Leonardo Alenza y Nieto (1807-1845): Sátira del suicidio romántico (1839).Leonardo Alenza y Nieto (1807-1845): Sátira del suicidio romántico (1839).
Óleo sobre lienzo, 36 x 28 cm.
Museo Museo Nacional del Romanticismo, CE0032


Esta emblemática imagen muestra en primer plano un hombre de complexión famélica, vestido con larga camisa blanca, descalzo y con expresión perdida, se lanza al abismo desde una roca, extendiendo el brazo con un puñal que sostiene en la mano izquierda. A sus pies, en segundo plano, se describe un somero paisaje donde yace un hombre muerto sobre un reguero de sangre y otro personaje ahorcado en un árbol. Sobre la roca se disponen una serie de objetos alegóricos para el romántico: el tintero y la pluma del escritor, una espada, una laurea sobre una cruz en alusión a la fama, varios libros y una calavera símbolo de la muerte. La pincelada alenziana, sintética, suelta y abocetada, y el intenso cromatismo, en especial en el azul que sugiere la noche, enfatizan la intensidad del cuadro.

Leonardo Alenza participó en la exposición del año 1839 con esta «Sátira del suicidio romántico» y su pareja, «Sátira del suicidio romántico por amor». Tratado en el Werther de Goethe, el suicidio se convierte en auténtico mito durante el Romanticismo europeo. Ya las críticas en la prensa de la época, y durante toda su trayectoria posterior, señalaron el incisivo tono irónico que supo plasmar el pintor, integrándose en la línea crítica hacia los excesos románticos de sus contemporáneos, encabezada por su amigo Mesoneros Romanos. Sin embargo, la obra está imbuida de esa desesperación y el vacío que acuciaron al intelectual romántico, la relación entre la muerte, la belleza y lo sublime, se expresan aquí en un paisaje abismal, nocturno y desolado.

Eugène Delacroix (1798–1863): Grecia en las ruinas de Missolonghi (1826)
Eugène Delacroix (1798–1863): Grecia en las ruinas de Missolonghi (1826)

A lo largo del 2018 y 21019 se pudo visitar en París (Museo del Louvre) y en Nueva York (Museo Metropolitano de Arte) una retrospectiva de Delacroix (1798–1863). Aunque fue uno de los más grandes pintores franceses, su última exposición retrospectiva completa en París se remonta a 1963, año del centenario de su muerte. En Norteamérica era la primera que se realizaba. Un resumen acerca de esta exposición lo encontramos en Delacroix, el misterio y la potencia.

Para los que no pudimos asistir en directo, nos queda la página del MET con sus tres clásicas secciones: Exhibition Overview, Exhibition Galleries y Exhibition Objects. De las tres yo prefiero la segunda. Se pueden ver igualmente las obras y ofrece una breve explicación de la temática de cada una de las salas.

Sigo sin entender porque aparece en muchas obras la frase "Due to rights restrictions, this image cannot be enlarged, viewed at full screen, or downloaded". Intuyo que la aplican a cualquier obra procedente de Europa porque es evidente que las pinturas de Delacroix no están sujetas a los derechos de autor.

Federico de Madrazo (1815-1894): Carlos Luis de Ribera, 1839.Federico de Madrazo (1815-1894): Carlos Luis de Ribera, 1839.
Óleo sobre lienzo, 97 x 73 cm
Inscripción en el ángulo inferior derecho: «F. de Madrazo / París 1839». En la parte superior izquierda: «CARLOS LUIS DE RIBERA».
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-7799.


Carlos Luis de Ribera y Fievée (Roma, 1815-Madrid, 1891), primogénito del pintor neoclásico Juan Antonio de Ribera, se formó en Madrid con su padre y en la Academia de San Fernando, que le nombró en 1835 académico de mérito. Colaboró en la revista de orientación romántica El Artista, para la que realizó ilustraciones litográficas. En 1836 viajó a París, ciudad en la que residió durante nueve años y en la que asistió al estudio de Paul Delaroche. Federico de Madrazo, amigo y condiscípulo de Ribera, se estableció con su esposa en la capital francesa entre 1837 y 1839 y le trató allí de forma muy próxima.

Como hijos de artistas consagrados que habían sido y, a su vez, condiscípulos y rivales, Federico y Carlos Luis mantuvieron una amistad no exenta de emulación. Así, el día mismo en que Federico llegó a París finalizaba la primera carta que escribía a su padre el 13 de octubre de 1837 con la frase: «Parece que Carlos no ha trabajado mucho» y, ocho días después, ampliada ese juicio señalando que «trabaja muy poco; ya se ve que su padre lo tenía enteramente atado. Ha venido aquí, se ha juntado con españoles hambrones y majaderos y esto le ha bastado y le ha sobrado para perder la afición que tenía estudio». De todos modos Ribera trabajaba en su Don Rodrigo Calderón conducido al sepulcro (Madrid, Palacio Real), que quería exponer en el Salón. Y, en vista de eso, el propio Federico puso más empeño «en exponer más de una cosa y un cuadro algo grande y de un asunto que interese. La emulación es una cosa muy buena y que produce muy buenos resultados» (F. de Madrazo, 6-VII-1838). Los celos que Juan Antonio Ribera sentía hacia José de Madrazo, mejor situado en la escena artística contemporánea, influyeron en la rivalidad de los dos jóvenes. Por eso José recomendó a Federico «enhorabuena que le trates y con cariño, pero siempre con una cierta reserva tanto en tus confianzas como en las cosas del Arte, procurando aventajarle en ésta cuanto puedas» (28-VII-1838). La envidia de Juan Antonio aumentó, debido al mayor aprecio que los cuadros de Federico obtuvieron ante jurado y crítica, así que José volvió a aconsejar a su hijo respecto a Carlos que «sin quererle mal, antes todo lo contrario, debes reservarte porque un día sería él mismo tu mayor enemigo» (29-VI-1839). Sin embargo, el temperamento tranquilo de éste no planteó rivalidades serias con Federico. Dedicado al retrato y a la decoración mural, fue pintor de cámara de Isabel II, profesor y director de la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado de Madrid. Seguir leyendo ...

Federico de Madrazo (1815-1894): La condesa de Vilches, 1853Federico de Madrazo (1815-1894): La condesa de Vilches, 1853.
Óleo sobre lienzo, 126 x 89 cm.
Abajo a la izquierda, en el borde del sillón: «F. DE MADRAZO 1853»
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-2878


Amalia Llano Dotres (Barcelona, 1821-Madrid, 1874) casó en 1839 con Gonzalo José de Vilches y Parga (1808-1879), a quien se le concedió el título de conde de Vilches en 1848. Mujer hermosa, de ingenio y encanto, buena conversadora y excelente amazona, fue muy apreciada en la vida social madrileña. En su casa organizó un teatro en el que tuvieron lugar representaciones de obras, a veces traducidas del francés, en las que ella misma hacía de protagonista. Dos novelas suyas vieron la luz; una, titulada Ledia, en la publicación quincenal madrileña Revista de España, y la otra, Berta, el año de su muerte. Tras ésta, varios escritores, encabezados por Antonio Fernández Grilo, compusieron una corona poética. Los versos de Antonio Cánovas del Castillo en su memoria se publicaron en La Ilustración Española y Americana el 8 de julio de 1879. La condesa, muy vinculada a Isabel II, apoyó la Restauración y su casa fue lugar de encuentro para los monárquicos.

La retratada formaba parte del círculo de amigos del pintor, que cobró por su retrato cuatro mil reales, justo la mitad de lo que solía. Acudía a las reuniones que tenían lugar en la casa del artista, donde a veces tocaba el piano y cantaba. Sirvió también de modelo en alguna ocasión para otros retratos, como el de su hermana Matilde, según recogen las agendas del artista.

Madrazo la retrató con un vestido de raso azul con volantes cuya falda, de muy amplio vuelo, según el gusto del Segundo Imperio, se despliega en forma oval en la parte inferior de la composición, rodeando con elegancia la figura. El artista representó con habilidad los numerosos pliegues, realzados por los visos del raso. Pintó éstos con pincelada muy suelta y certera, en dirección al borde de la falda, que forma ángulos en zigzag, a la moda de 1853. Su rico chal de Cachemira bordado en oro y plata, con borde dorado y forro glasé de seda, cae del brazo del amplio sillón tapizado. El escote, bajo y amplio, deja ver la belleza de los hombros de la condesa, cuyo delicado modelado acentúa el pintor con un uso sutil del claroscuro. Sólo lleva dos brazaletes, uno de oro y otro de oro y piedras preciosas, además de una sortija, y esa discreción en las joyas, índice de la mayor elegancia en ese período, realza la belleza de los bien torneados brazos, cuidadosamente dibujados por el artista. Por medio de la luz y el dibujo se destacan sobre un fondo en penumbra, apenas definido, el terso volumen de la figura y las relucientes superficies de las joyas, los clavos dorados, la madera y las telas. El cabello, negro brillante, con casquetes que tapan las orejas, y con las trenzas dispuestas como diadema, acentúa la gracia ovalada del rostro, de encantadora expresión gracias a su mirada y a sus labios que, ligeramente abiertos, forman una leve sonrisa.

Así, el pintor trató de representar, además de la belleza, la gracia de la dama, también patente en la actitud de las manos. La izquierda sostiene con negligencia un abanico de pluma y la derecha toca el rostro con los dedos anular y meñique. Esta pose recuerda las de varios retratos femeninos de Ingres que, sin embargo, suelen utilizar el índice para apoyar el rostro, resultando la actitud aquí empleada por Madrazo más apropiada para mostrar la gracia seductora de su modelo. También Claude-Marie Dubufe, un pintor con el que le compararon los críticos franceses cuando presentó la obra, junto con otras trece, a la Exposición Universal de París de 1855, empleó con frecuencia parecidos recursos en sus retratos femeninos.

En aquella exposición el envío de Madrazo fue duramente atacado por Gustave Planche en un artículo que suscitó un pleito por difamación, cuyo fallo condenó al crítico a pagar 500 francos de multa. Respecto a este retrato juzgaba que la modelo había posado mal sentada, de modo que era imposible adivinar la forma de la rodilla derecha. Otros autores como Théophile Gautier, apreciaron la obra, mientras que About señalaba: «Se reprochará a esta pintura la suavidad y no sé qué de limpio que recuerda el aspecto de una medalla usada al frotar». La mayor parte de los críticos franceses consideraron en conjunto los retratos, poniendo de manifiesto que el artista estaba más cercano a la influencia francesa que a la tradición española.

Al año siguiente envió la obra (bajo el título de Retrato de la Excma. Sra. condesa de V.), en unión de otras cinco, a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1856. El hecho de que fuera el propio Madrazo expositor y miembro del jurado a un tiempo motivó fuertes críticas, sobre todo por la colocación de las obras. Por otra parte, la difusión que se dio al artículo de Planche provocó que algunos críticos, como Manuel Murguía, atacasen al artista con mayor dureza, mientras que otros, como Manuel Cañete, le defendían. Entre los que optaron por una postura intermedia destaca Agustín Bonnat, quien a los reparos de que era imposible adivinar la anatomía en el retrato señalaba que el pintor había pintado el vestido según era, y éste, por cuestión de moda, ocultaba las formas del cuerpo. Sin embargo reprochó a la obra «demasiada tendencia a lo bonito, y sabido es que lo bonito no es lo bello. [...] la postura es rebuscada, el color es poco natural, demasiado yeso, y aun podía indicarse lo incorrecto del dibujo en las manos y brazos».

La obra perseguía ciertamente la gracia, pero tanto el colorido como la peculiar actitud de la modelo resultaban poco habituales en el retrato español del momento, por lo que debieron sorprender por su refinamiento. La pintura, igual que los retratos de Ingres, se somete a un dibujo riguroso, en el que predomina la armonía del patrón de la forma oval, manifiesto en el rostro, el abanico, la gran falda desplegada en horizontal y el respaldo del sillón, que enmarca verticalmente la figura. El óvalo se introduce, incluso, en el propio formato de la composición a través de las fingidas enjutas de los ángulos. De todos modos, en la sugerida profundidad de la estancia, en cuya pared del fondo parece adivinarse un espejo octogonal, puede percibirse un cierto eco velazqueño. Por el equilibrio de la composición, la elegancia del dibujo y la gran habilidad en el manejo de una pasta delgada que se adapta tanto a los sutiles esfumados de las carnaciones como a los límpidos (en el primer término) o velados (en el segundo) reflejos de la luz, este retrato es la obra maestra de su autor.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Sinfonía nº 8 en si menor, Incompleta, de Franz Schubert

Hace unos días, la prensa informó de que Huawei había completado la misteriosa ‘Sinfonía inacabada’ de Schubert mediante un algoritmo. No han faltado, y con razón, voces no en contra de este tipo de prácticas más publicitarias que otra cosa sino alertando sobre la imposibilidad de que un programa informático pueda tener en cuanta los aspectos consustanciales a la mente de un creador.

Por otra parte, la famosa “Incompleta” de Schubert, con independencia de las causas que impidieron su total composición, se nos muestra en realidad como un producto perfectamente terminado, acabado y perfecto. Es probable que el compositor, que proyectaba desde hacía años una gran sinfonía –que más tarde tendría su traducción en la Novena-, comprendiera que no cabía nada más después de los dos teóricos primeros movimientos, que se complementan y completan de manera ideal y constituyen un todo de potencia expresiva e intensidad trágica inigualables.

La obra nació en 1822, el mismo año de la “Fantasía del Caminante” para piano. En esta partitura, y superando precedentes limitaciones de sinfonías anteriores, en las que el tratamiento rítmico y modulatorio era más importante que la relevancia temática, encontramos, quizá por primera vez en el músico, que cada uno de los elementos melódicos fundamentales parecen acabar en sí mismos y están tan perfectamente modelados y terminados que no necesitan ningún otro tratamiento. Por eso, un estudioso como Stefan Kunze opina que “la transformación del material melódico y armónico, en lugar del clásico tratamiento de los temas y motivos, constituye claramente el principio constructivo de esta sinfonía”. En todo caso, y esto lo considera fundamental Harold Truscott, en esta obra se dan cita todas las tendencias schubertianas orientadas a reducir la rapidez del pulso de la música. No hay ya mezclas de “tempi”. De lo que no cabe duda es que la “Incompleta” es una maravillosa síntesis de espíritu romántico y forma clásica en la que por momentos asoma, entre luces y sombras, la tragedia.

Los dos únicos movimientos que la configuran mantienen bastantes similitudes entre sí, aunque en ciertos aspectos pueden considerarse –en brillante teoría de José Luis Téllez- el uno el negativo del otro. Ambos son de compás ternario, 3/4 y 3/8 respectivamente, aunque el primero, Allegro moderato, sea más elocuente en su dramatismo, y el segundo, Andante con moto, más sencillo de estructura y de contenido, eminentemente lideristico.

Tres elementos esenciales, de claro perfil melódico, se dan cita al comienzo de la obra: lo que podría considerarse el primer tema, que va a aparecer en numerosas ocasiones a lo largo del movimiento, a cargo de violonchelos y contrabajos, un pasaje de transición, con hechuras de segundo motivo o subtema, de carácter inquieto y desasosegado, y el segundo tema, propiamente dicho, una hermosa frase en Sol mayor a cargo también de la cuerda grave y que incorpora un expresivo acompañamiento de notas repetidas a contratiempo entonadas por clarinetes y violas. Es la primera idea la que se enseñorea de toda la página y la que soporta el peso principal en el desarrollo. Sobre ella recae la gran tensión que anima toda la sección central. El segundo tema, en luminoso contraste, aparece en Re mayor en la reexposición. Es su paso de esta tonalidad a la de la tónica, si menor, la que determina el exacerbado dramatismo y la consiguiente catástrofe.

El Andante con moto está edificado sobre otros tres motivos que, unidos, forman una idea fundamental. Resulta evidentemente curioso que Schubert utilice para este movimiento la, en principio, extraña tonalidad de Mi mayor. El primer motivo, que enuncian las trompas al comienzo, es hábilmente desarrollado con posterioridad. Diversos clímax aparecen a lo largo del movimiento, construido por episodios, ofreciendo de manera variada los motivos básicos. Pero es el lirismo schubertiano más puro, aquel que se contiene en su producción de lieder, el que enmarca todo momento esta música en la que, sin embargo, aletea constantemente la tragedia.

Esta sinfonía, que para muchos abrió en su día una nueva dimensión de la música, y que nos introduce en el mundo más íntimo y personal de Schubert, que es el de los tríos para piano, los últimos cuartetos y el extraordinario Quinteto en Do mayor, fue estrenada después de la muerte de su autor, tras haber sido descubierta en casa de Anselm Hüttenbrenner, en Graz, por Johann Herbeck, director de la Orquesta de la Corte de Viena. La primera ejecución tuvo lugar el 17 de diciembre de 1865 en la citada ciudad” .

Fuente texto: Clásica 2: Franz Schubert. Sinfonía nº 8 en si menor, Incompleta

Robert Kemm: El bautizo, ca. 1870. Óleo sobre lienzo, 94 x 137,5 cm. Madrid, Museo Romántico (Inv. 7120)
Robert Kemm: El bautizo, ca. 1870. Óleo sobre lienzo, 94 x 137,5 cm. Madrid, Museo Romántico (Inv. 7120)

A partir de la década de los treinta y hasta finales del siglo XIX —en gran medida, por tanto, en coincidencia con el reinado de Isabel II— se produce una verdadera edad de oro de la literatura de viajes por España. Una edad de oro en la que los autores británicos desempeñan un papel central: baste recordar que en esos años se escribieron y dieron a conocer las obras de Borrow y Ford. Se trata de una literatura abundantemente publicada, conocida y estudiada. Sin embargo, los críticos han fijado su atención en general sólo en las primeras figuras y han dejado de lado en muchos casos a autores hoy de difícil acceso. Para este ensayo hemos seleccionado las obras de cuatro mujeres británicas que publicaron sus libros de viajes por España entre 1833 y 1868.

Seguir leyendo en Cuatro viajeras británicas por España durante el reinado de Isabel II (Capítulo XIX y último de Liberalismo y romanticismo en tiempos de Isabel II).

Jenaro Pérez Villaamil: El Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela, ca. 1850. Óleo sobre lienzo, 133 x 182 cm. Patrimonio Nacional. Madrid, Palacio Real (Inv. 10055399)
Jenaro Pérez Villaamil: El Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela, ca. 1850. Óleo sobre lienzo, 133 x 182 cm. Patrimonio Nacional. Madrid, Palacio Real (Inv. 10055399)

En el reinado de Isabel II y en los años inmediatamente anteriores observamos dos fenómenos relativamente nuevos. Uno, de naturaleza ideológico-política, se define por la defensa del autogobierno para ciertas provincias o unidades históricas integrantes de la Monarquía española desde su constitución y por la consiguiente oposición al modelo centralista de Estado liberal. En unos casos, como en los provincialismos catalán y gallego, se trata de corrientes de opinión más o menos influyentes en la sociedad pero que no se articulan en movimientos políticos organizados y, por tanto, no son capaces de incidir de modo sostenido sobre la dinámica política ni del territorio en que surgen ni del conjunto de España. Simplemente afloran aquí y allá, en escritos de publicistas, en discursos de diputados o políticos, en cierta prensa o en las reivindicaciones que inspiran algunos conflictos, más o menos violentos. En otro caso, el del fuerismo vasco-navarro, apoyado en el control de las únicas instituciones de autogobierno corporativo que sobrevivieron a la liquidación definitiva del Antiguo Régimen, tiene la suficiente fuerza social para mantener durante largo tiempo, y desde luego durante todo el reinado de Isabel, la gran excepción a las previsiones constitucionales en materia de distribución territorial del poder.

El otro fenómeno es de índole lingüístico-cultural, aunque en absoluto está exento de una fuerte carga ideológica. Se trata de los revivals o «renacimientos» que se dan en territorios con lenguas distintas de la castellana. Presentan dos dimensiones principales. La primera es la recuperación del cultivo culto de la lengua autóctona, cuya literatura había florecido en la Edad Media en todos los casos menos en el vasco para sufrir un prolongado eclipse después. La segunda es el nacimiento y desarrollo de una historiografía particularizadora destinada a demostrar, explícita o implícitamente, que los habitantes del territorio en cuestión forman, por su lengua, su raza, su forma de ser, sus costumbres, su folclore y sus instituciones, una nación orgánica, que se ha ido generado espontáneamente a lo largo de una historia propia desde un pasado muy remoto.

Seguir leyendo en Provincialismos y diferencialismos culturales (Capítulo XVIII de Liberalismo y romanticismo en tiempos de Isabel II).

Arcos entrelazados. Mezquita de Córdoba.
Arcos entrelazados. Mezquita de Córdoba.

Historia

Añadidos tres capítulos en Liberalismo y romanticismo en tiempos de Isabel II:

Arte

Hemos pasado al nuevo formato el trabajo El Islam: desde Bagdad hasta Córdoba. Las edificaciones de los siglos VII al XIII.