Siglo de Oro

Francisco de Zurbarán (1598-1664): Fray Francisco Zumel, 1630Francisco de Zurbarán (1598-1664): Fray Francisco Zumel, 1630.
Óleo sobre lienzo, 204 x 122 cm.
Inscrito: «M.° F. FRANCISCO / ZVMEL»
Madrid, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 664.


Esta pintura formó parte de una serie de once retratos de mercedarios ilustres que a finales del siglo XVIII Ceán Bermúdez vio en la biblioteca del primer piso del convento de la Merced Calzada de Sevilla, ahora Museo de Bellas Artes. Cinco se conservan en la Academia de San Fernando, dos están en otras colecciones (Pau y Sevilla) y cuatro se han perdido. De las cinco pinturas de la Academia, cuatro están identificadas por inscripciones como la de la obra presente, y se consideran retratos imaginarios; la excepción es el de Fray Hernando de Santiago, fallecido en 1636, que ostenta la inscripción «VERA EFIGE» (imagen verdadera).

Francisco Zumel murió mucho antes de que Zurbarán pudiera retratarle. Nacido en 1540, ganó una cátedra en la Universidad de Salamanca en 1570 y adquirió fama europea como teólogo tomista, escribiendo brillantemente sobre la predestinación y la libertad humana. Tirso de Molina rindió tributo a sus dotes pedagógicas al decir que sus oyentes le escuchaban mudos, pendientes de cada una de sus palabras. Nombrado general de la orden mercedaria, fue asesor de Felipe II y Felipe III y falleció en 1604. Zurbarán tendría que escoger a un fraile del convento para hacerle posar como Zumel, seguramente alguno que físicamente se asemejara, a su juicio, al docto eclesiástico. Es interesante que parezca haber empleado al mismo modelo para el retrato de Fray Pedro Machado, que también se encuentra en la colección de la Academia.

Zumel está escribiendo en un infolio abierto, pero no tiene la mirada puesta en la página. Zurbarán le muestra sumido en sus pensamientos, de los cuales sus escritos son sólo la manifestación externa. A la derecha hay una mesa con un libro y un birrete idéntico a los que aparecen en los retratos de Machado, Hernando de Santiago y Jerónimo Pérez. La celebridad de Zurbarán como pintor de paños blancos se basa en pinturas como ésta.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Francisco de Zurbarán (1598-1664): Don Alonso Verdugo de Albornoz, 1635Francisco de Zurbarán (1598-1664): Don Alonso Verdugo de Albornoz, 1635.
Óleo sobre lienzo, 185 x 103 cm.
Berlín, Staatliche Museen zu Berlin, Gemäldegalerie, 404C.


Alonso Verdugo de Albornoz era hijo de Alonso Verdugo de la Cueva y Sotomayor, uno de los regidores de los «caballeros venticuatro» del Ayuntamiento de Sevilla, y Juana de Albornoz, hermana del cardenal Gil de Albornoz, que fue ministro de Felipe IV y más tarde gobernador de Milán. Recibió el bautismo el 12 de febrero de 1623 en Carmona, cerca de Sevilla, y fue nombrado caballero de Alcántara a la edad de cinco años. Vemos la cruz verde de la Orden sobre su peto, y también tras el escudo de armas de arriba a la derecha. La inscripción indica que el retrato fue pintado cuando Alonso tenía doce años, y presumiblemente la obra conmemora su nombramiento de capitán de la guardia de su tío. Alonso luce armadura, bastón de mando y banda, como corresponde a su rango militar, y apoya la mano izquierda en el pomo de la espada. Sus vistosos gregüescos acuchillados con enormes rosetas en la rodilla eran la moda del momento, y son idénticos a los que lucen los jefes militares en La defensa de Cádiz que Zurbarán pintó en Madrid en 1634.

Este retrato se suele considerar hecho en Sevilla, aunque no esté documentada la presencia del pintor allí (ni en ningún otro lugar) en 1635. Caturla conjeturó que pudo tener alguna influencia sobre Velázquez, aduciendo como prueba el velazqueño Retrato del príncipe Baltasar Carlos del Kunsthistorisches Muséum de Viena, pintado hacia 1640, pero lo cierto es que Velázquez ya había pintado antes dos retratos del joven príncipe donde éste adoptaba una actitud y porte militar semejante (1631, Boston, Muséum of Fine Arts; 1632, Londres, Wallace Collection). El marcado tenebrismo de la obra y el empleo de un fondo oscuro y prácticamente uniforme, de donde emerge la figura fuertemente iluminada, habrían resultado quizá un poco anticuados en el Madrid de 1635, lo que favorece la tesis de la ejecución en Sevilla. El tratamiento de las calidades, la textura y la luz es excelente; la blanda piel de gamuza de los zapatos de don Alonso, la tela rígida de los gregüescos, los gruesos puños y la golilla, los reflejos de la banda roja en el peto, están soberbiamente plasmados. La expresión del muchacho, donde se unen la altivez aristocrática y la vulnerabilidad infantil, demuestra la sensibilidad y las dotes de retratista de Zurbarán.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Francisco de Zurbarán (1598-1664): Cristo crucificado contemplado por un pintor, 1630-1639Francisco de Zurbarán (1598-1664): Cristo crucificado contemplado por un pintor, 1630-1639.
Óleo sobre lienzo, 105 x 84 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-2594

Un pintor contempla al Crucificado sosteniendo una paleta y pinceles en la mano izquierda y llevándose la derecha al pecho con devota unción. Ha sido identificado tradicionalmente como san Lucas, el evangelista pintor que según la leyenda retrató a la Virgen. Aunque viste la túnica y el manto a la antigua que son propios del evangelista, no tiene aureola, ni hay precedentes iconográficos de un san Lucas pintando a Cristo en la Cruz.

También se ha insinuado que esta pintura sea un autorretrato de Zurbarán. Si datara de la década de 1650, como recientemente se ha sostenido, el aspecto de edad avanzada del personaje no sería en sí obstáculo a esa identificación. Pero por el estilo y la concepción de la obra parece más verosímil la década de 1630, y en ese caso la figura sería demasiado vieja para el artista. Si Zurbarán concibió al pintor como un autorretrato «alegórico» o «conceptual», quizá no le preocupase reflejar fielmente la edad, y ni siquiera el parecido (en realidad no sabemos cómo era).

Tal vez más interesantes sean las cuestiones conceptuales que plantea Stoichita (1996). ¿Se nos muestra al artista teniendo una visión, o proyectándose en el drama del Gólgota como en una meditación ignaciana? Podría estar frente a una pintura que acaba de terminar, o incluso contemplando un crucifijo muy realista que, como el Cristo de la Clemencia esculpido por Martínez Montañés para la Catedral de Sevilla, inclinara la vista al devoto en actitud de hablarle. Zurbarán deja esas ambigüedades sin resolver intencionadamente, pero es interesante observar que la escala de la figura de Cristo es menor que la del pintor, lo que refuerza la idea de que éste se encuentre ante una imagen y no ante la realidad. Es muy posible que la pintura establezca la tesis básica de que el artista posee un talento especial para hacer imágenes que inspiren la devoción del contemplador hacia su prototipo.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

La trayectoria histórica de España alcanzó uno de sus momentos culminantes en el siglo XVII, cuando la gran Monarquía formada bajo la rama española de la casa de Austria aglutinaba varios de los núcleos creadores más fecundos de Europa, desde los propios reinos hispánicos hasta gran parte de las tierras italianas y flamencas.

El teatro, que entonces como nunca constituyó el principal cauce de expresión de las ideas y los gustos latentes tanto de las elites como del pueblo, se erigió también en testigo excepcional de una presencia cultural española en el resto de nuestro continente que marcaría indeleblemente la imagen y la propia realidad de España dentro y fuera de nuestras fronteras.

Por ello, la presente exposición representa una oportunidad singular para comprender las raíces de nuestro país que, aunque nunca ha dejado de estar sólidamente anclado en la vitalidad creadora europea, fue entonces protagonista clave de la formación de su más alta cultura.

Esa cultura, reconstruida con el rigor científico de las más recientes aportaciones historiográficas, nos adentra a través de esta muestra en la rica realidad de formas y símbolos del Barroco, donde las tramoyas y las perspectivas fingidas del decorado, ingenios de la apariencia, se convertían en vehículos de una idea de la magnificencia expresada tanto por el espíritu lúdico como por una erudición que exaltaba el alegorismo mitológico y religioso. De esa forma, las más diversas fiestas y espectáculos, concebidos como celebración global del poder, absorbían a la pieza teatral clásica y acentuaban la tendencia de la época a romper los límites entre el espacio del actor y el del espectador mediante los efectos ilusorios del arte escénico.

[Texto: Ana Palacio]