Velázquez

Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe Felipe Próspero, ca. 1659Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe Felipe Próspero, ca. 1659.
Óleo sobre lienzo, 128,5 x 99'5 cm.
Viena, Kunsthistorisches Museum, Gemäldegalerie, 319.


Nacido en Madrid el 20 de noviembre de 1657, Felipe Próspero se convirtió finalmente en el heredero del trono, ya que tras la muerte de Baltasar Carlos, ocurrida en 1649, el rey no había vuelto a tener descendientes varones. El pequeño tenía una hermanastra, la infanta María Teresa, hija de la primera mujer de Felipe IV, Isabel de Borbón, destinada al matrimonio con Luis XIV de Francia, con quien casó en 1660; y una hermana, la infanta Margarita de Austria, hija como él del segundo matrimonio del rey, casado con su sobrina, Mariana de Austria. El nacimiento del niño causó un júbilo inmenso al rey y a la nación, que habían tomado como un mal presagio para la Corona la falta de un heredero varón, lo que auguraba un futuro incierto para la dinastía y la posible caída de España en manos de monarcas extranjeros. Su llegada se celebró con fiestas, religiosas y profanas, comedias, corridas de toros y fuegos artificiales, pero pronto se desvanecieron las esperanzas puestas en el niño, pues murió a los cuatro años, en 1661, después de que la anemia y los ataques epilépticos hicieran patente su debilidad. Velázquez le pintó aquí, en 1659, cuando contaba apenas dos años de edad, en un tipo de retrato que recuerda en líneas generales al de su hermano, Baltasar Carlos con un enano (Boston, Museum of Fine Arts). Sin duda se quería hacer un paralelo con aquel sano y agraciado príncipe, pero Felipe Próspero, hijo de tío y sobrina, mostraba la degeneración de la estirpe después de que ambos padres llevaran, además, una sangre empobrecida, fruto de los múltiples enlaces consanguíneos de los Habsburgo por intereses dinásticos. Su hermano Carlos, que reinó como Carlos II, nació en noviembre de 1661, pocos meses después de su muerte, y fue el último monarca de la casa de Austria en España.

Felipe Próspero, que llevaba como primer nombre el de varios ilustres antecesores de su familia, y el de Próspero, como buen auspicio para su reinado, aparece aquí ataviado aún con las ropas infantiles: el vestido de faldas que llevaban niños y niñas, una vez más de rojo, color apropiado para los niños, y protegido con un mandil de fino lienzo transparente. Sobre éste destacan numerosos amuletos protectores y los cascabeles y la campanita que advertían de sus movimientos. El entorno del príncipe revela su alta alcurnia: el cortinaje rojo a la izquierda, símbolo del rey, de quien era su heredero, así como el escabel, sobre el que descansa, a modo de corona, su gorro. El niño está en pie sobre una rica alfombra, que habla también de su estatus regio, aunque, por otra parte, el retrato debió de ser pintado en invierno, cuando los suelos del Alcázar estaban aún cubiertos de alfombras. Apoya su mano derecha sobre el sillón de terciopelo rojo, a la manera tradicional de tantos retratos de reyes y príncipes del siglo XVI y XVII, de Tiziano a Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz, o del propio Velázquez, pero a su medida. Sobre él se sienta un perrito blanco que mira al espectador. La lealtad y la fidelidad simbolizada por los perros, que habían acompañado a sus predecesores en el trono, desde el emperador Carlos V hasta Felipe IV y la infanta Margarita en Las meninas, reaparece aquí en forma de este diminuto perrito faldero, acorde con la edad del príncipe, convertido en uno de los más bellos trozos de pintura de Velázquez, en un retrato per se de estos animales de compañía, que se constituyeron en un género independiente en la pintura en los siglos XVII y XVIII. La austeridad del viejo Alcázar se hace patente una vez más en ese fondo que, con la puerta entreabierta e iluminada, recuerda el espacio de Las meninas, aquí agobiante, sombrío y melancólico, sin la pujanza de vida y esperanza que desprendía el gran cuadro familiar.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Pablo de Valladolid, ca. 1635.Diego Velázquez (1599-1660): Pablo de Valladolid, ca. 1635.
Óleo sobre lienzo, 209 x 123 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, p-1198.


El cuadro se describía por primera vez en el inventario de la Colección Real de 1701, en el palacio del Buen Retiro, como «Retrato de un bufón con golilla que se llamó Pablillos de Valladolid». Efectivamente, en los documentos del Alcázar figuró el tal Pablo de Valladolid, con «dos raciones», que heredaron sus hijos, Pablo e Isabel, a su muerte, ocurrida en 1648. Fue «hombre de placer» y tal vez actor de la corte, pero desde 1633 no vivía en el Alcázar, como los bufones y enanos, sino que se le había concedido «aposento» fuera del mismo. En su testamento nombró albacea al pintor Juan Carreño de Miranda, que habitaba en su misma casa. Nació seguramente hacia 1600, por la edad de unos treinta o treinta y cinco años que representa en el cuadro, pintado, como el resto de la serie de bufones para el palacio del Buen Retiro, antes de 1634, cuando figuran pagos extraordinarios a Velázquez por cuadros hechos para ese destino.

Pablo de Valladolid no viste en el retrato como un bufón, con las singulares vestiduras de los «locos» de la corte, como Barbarroja o Don Juan de Austria (ambos en Madrid, Museo del Prado), sino que su atuendo, ese traje de rizo negro y capa del mismo color, de buen paño, gola y peinado a la última moda, le acercan más a un caballero. El destino de los lienzos de bufones, incluyendo Pablo de Valladolid, se ha pensado que fuera, aunque con opiniones en contra, parte de la decoración del cuarto de la reina en el palacio del Buen Retiro, por una referencia de 1661 que mencionaba en sus habitaciones una
«sala de los bufones». Es posible que como parte de la decoración de ese lugar de recreo, en que el teatro era una de las actividades más importantes, estuvieran los grandes lienzos de mano de Velázquez con figuras de tamaño natural que representaban a actores, bufones y otros servidores de la corte. El estilo del cuadro, que en el inventario de 1701 se describe como de la «primera manera» del pintor, coincide en cualquier caso con una fecha entre los primeros años del decenio de 1630, pues el tratamiento de la luz es semejante todavía, en su intensidad, a las figuras de La fragua de Vulcano (Madrid, Museo del Prado) y La túnica de José (El Escorial, Real Monasterio), pintados por Velázquez durante su primer viaje a Italia.

El retrato es uno de los más espectaculares e insólitos de Velázquez en cuanto a la disposición de la figura en el espacio, ya que el artista no recurre a las reglas de la perspectiva tradicional, en la que se representa el espacio por medio de la geometría, con el apoyo del suelo y su intersección con las paredes del fondo. La figura está aquí en un lugar ambiguo, muy iluminado, en el que Velázquez ha logrado asentarla con perfección por medio de la apertura de sus piernas y su sombra en el suelo, del brazo derecho extendido y del expresivo perfil de su ropaje, recortado sobre la luz a la derecha. Sugiere así, además, el movimiento del actor sobre el escenario, un espacio irreal, quien con sus labios entreabiertos está a punto de dar comienzo a la acción. El carácter moderno del cuadro determinó su valoración posterior, como lo fue para Goya, en el siglo XVIII, y Manet en el XIX.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe don Baltasar Carlos, cazador, 1635-1636.Diego Velázquez (1599-1660): El príncipe don Baltasar Carlos, cazador, 1635-1636.
Oleo sobre lienzo, 191 x 103 cm.
Inscripción: «ANNO ÆTATIS SUAE VI»
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1189


El retrato del príncipe Baltasar Carlos como cazador formó parte del conjunto pintado por Velázquez para la Torre de la Parada, pabellón de caza de los reyes de España en los montes del Pardo, rehabilitado por Felipe IV en el decenio de 1630. Junto al retrato del príncipe figuraban los del rey y su hermano, el infante don Fernando, también como cazadores. Según la inscripción, el niño tenía seis años, lo que se ajusta a la edad que representa, pues había nacido en 1629. Se trata de uno de los primeros cuadros de ese excepcional pabellón, que se terminaría hacia 1640 con el rico conjunto de los lienzos mitológicos de Rubens y su taller.

La caza mayor, actividad privativa de la nobleza y de los reyes, era ejercitada como parte de la educación del príncipe, para endurecerle y habituarle a los peligros mayores de la guerra. Diego Saavedra Fajardo, en su Idea de un príncipe político-christiano, de 1635, recomendaba la caza porque «en ella la juventud se desenvuelve, cobra fuerzas y ligereza, se practican las artes militares, se reconoce el terreno [...] el aspecto de la sangre vertida de las fieras, y de sus disformes movimientos en la muerte, purga los afectos, fortalece el ánimo, y cría generosos espíritus que desprecian constantes las sombras del miedo». Según el montero mayor de Felipe IV, Juan Mateos, en su Origen y dignidad de la caza, el príncipe alanceaba jabalíes desde niño con destreza admirada por todos. En 1642 se publicó, además, en Bruselas, el libro titulado Serenissimi hispaniarum principis Baltasaris Caroli Venatio, en el que a través de la estampa se ilustraba la actividad venatoria del pequeño heredero de la Corona.

Se conocen varias copias contemporáneas de este lienzo del Museo del Prado, que revelan el éxito de esta imagen. Gracias a ellas se sabe que la disposición original de la escena, cortada ahora en el lateral derecho hasta los 103 cm de anchura, en lugar de los 126 cm que tiene el retrato del rey, incluía dos galgos, en lugar del único que se ve actualmente. Son, sin duda, los animales que le había regalado al niño su tío, don Fernando de Austria, enviados desde Lombardía. La serena, decidida y majestuosa actitud del príncipe revela ya los beneficios de la caza en su educación, habiendo realizado Velázquez con su gracioso modelo, uno de los retratos más bellos de toda la familia del rey hasta la aparición de la infanta Margarita veinte años después. El fondo del cuadro, con el monte del Pardo, en donde estaba situada la Torre de la Parada, y la sierra del Guadarrama en la lejanía, constituye uno de los paisajes más naturalistas y modernos del pintor, que vuelve a utilizar aquí el recurso poderoso del árbol, a la derecha, símbolo del poder de los reyes en la Biblia.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV, a caballo, ca. 1635-1636.

Diego Velázquez (1599-1660): Felipe IV, a caballo, ca. 1635-1636.
Óleo sobre lienzo, 303 x 317 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1178.


Velázquez realizó un primer retrato ecuestre de Felipe IV en 1625, en su segundo y definitivo viaje a Madrid. Esa obra, perdida, colgó en el Alcázar hasta ser sustituida por otra de Rubens, pintada en Madrid en 1628. No se tienen noticias de cómo fue aquél primer retrato velazqueño, en el que quizá el rey presentaba una posición más sosegada, con el caballo al paso, como los ejemplos existentes de los retratos ecuestres de Felipe II. Los modelos de Rubens, más movidos, determinaron sin duda que Velázquez se decidiera por una posición del caballo más airosa y guerrera cuando tuvo que retratar de nuevo al rey a caballo para la serie de retratos ecuestres del Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, formada por Felipe III y su esposa, Margarita de Austria, el monarca reinante Felipe IV y su primera mujer, Isabel de Borbón, y su heredero, el príncipe Baltasar Carlos. La reapertura de las hostilidades con Francia en la guerra de los Treinta Años, en 1636, sea quizá la explicación de esa decidida actitud del rey, con su caballo en arriesgada corveta, que lo muestra en todo su esplendor guerrero, con la banda de seda rosa y el bastón de mando de capitán general de sus ejércitos, capaz de llevar a su pueblo a la victoria.

El modelo elegido coincide, por otra parte, con el suministrado desde Madrid, y seguramente por Velázquez, al escultor florentino Pietro Tacca, que estaba realizando en 1635 la estatua en bronce del rey. Situada hoy en la plaza de Oriente, frente al Palacio Real, Felipe IV y su caballo aparecen en una posición similar, como también está situada de la misma manera la banda de capitán general, que, en paralelo con la grupa del caballo, aumenta la sensación de movimiento del rey. En el lienzo se aprecian perfectamente las variantes que hizo Velázquez: en la misma banda de capitán general, que aparecía en una primera idea tras el hombro del monarca, movida por el viento; en la parte alta de su espalda; así como en las patas traseras del caballo, que aparecen ligeramente cambiadas de lugar. El rey, que nacido en 1605 tenía en el tiempo de este retrato unos treinta años, viste una armadura de acero damasquinado, muy sencilla, y cabalga como un perfecto jinete, como cuentan de él las fuentes contemporáneas, con un dominio absoluto del poderoso animal. Un pequeño tirón de las riendas, sostenidas con la mano izquierda, ha hecho levantarse al caballo en esa instantánea levade, que no altera, sin embargo, al impasible monarca. El rostro de Felipe IV, de blancura característica, con la mandíbula saliente de los Austria, está captado por Velázquez de riguroso perfil, como en una moneda, algo poco frecuente en este tipo de retratos, lo que le confiere el distanciamiento y la elegancia propios de esta imagen.

Pensado para estar colgado a la izquierda de una de las puertas de entrada al Salón de Reinos, sobre ésta y al otro lado, colgaban los retratos de su hijo y heredero y de su amada reina, Isabel de Borbón, hacia quienes el rey parece dirigir su mirada. A su espalda, un grandioso árbol cierra la composición y da entrada al amplio paisaje, que recrea con naturalismo el de los alrededores de Madrid, tal vez la zona del Pardo o quizá, del Escorial. Velázquez ha colocado a modo de firma y como prueba de su autoría ese trozo de papel blanco, dejado sobre una piedra, que utilizó también en algunos de los retratos del Salón de Reinos, en Las lanzas, y en el del conde-duque de Olivares a caballo.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Las meninas, ca. 1656.Diego Velázquez (1599-1660): Las meninas, ca. 1656.
Óleo sobre lienzo 318 x 276 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1174


El pintor y teórico Antonio Palomino, en su El museo pictórico y Escala óptica, de 1724, es la fuente utilizada tradicionalmente para identificar la fecha, el lugar descrito en el cuadro y los personajes que aparecen en él. Acabado, según Palomino en 1656, la infanta, de unos cinco o seis años, pues había nacido en 1651, parece confirmarlo. Estaría posando en el cuarto del príncipe Baltasar Carlos, en donde, según los inventarios del Alcázar, colgaban entre otros los dos cuadros que se ven al fondo, copias de Juan Bautista Martínez del Mazo de originales de Rubens y Jordaens en la Torre de la Parada: Minerva castigando a Aracné y Apolo y Pan. Dos «meninas», Isabel de Velasco, arrodillada, a la izquierda, y María Agustina Sarmiento, en pie, a la derecha, atienden a la niña, a la que la primera sirve agua en un búcaro. En primer término, a la derecha, vemos a la enana Maribárbola y al también enano Nicolás Pertusato, que juega con un mastín adormilado; tras ellos, Marcela de Ulloa, guardamujer de las damas de la reina, y un caballero, guardadamas, no identificado; al fondo, en la escalera iluminada, el aposentador de la reina, José Nieto Velázquez. Por último, a la izquierda, ante el caballete con su paleta y pinceles, se encuentra el propio Velázquez. En el espejo del fondo, se reflejan las imágenes de Felipe IV y su esposa, Mariana de Austria, padres de la niña.

Palomino contaba que el rey, una vez terminado el cuadro, pintó él mismo la cruz de caballero de Santiago que luce el pintor sobre el pecho, que no le fue concedida, sin embargo, hasta noviembre de 1659, lo que sitúa esa narración en el terreno de las leyendas de artistas. Las radiografías del cuadro revelan en esa importante zona una variante esencial, como es la presencia de otra figura, un joven caballero que no es Velázquez, con cuello de valona y no la gola española, situado bajo la figura del pintor y en posición diferente, ya que se dirige hacia la infanta. Esa figura indica un cambio fundamental de la composición, que en una primera idea no parecía que tenía en cuenta la presencia del artista en la escena. La inclusión de su figura en un retrato centrado en la infanta Margarita ha sorprendido y se ha interpretado de varias maneras: desde la pura visión naturalista de una escena cotidiana, en la que el artista se autorretrata pintando a la familia real, hasta una alegoría de la Pintura, en un momento en el que Velázquez, como otros artistas españoles, luchaban por una mayor valoración de su trabajo en la sociedad. Otros cambios de la composición, como la mano derecha de la infanta, levantada originalmente, lo que se aprecia a simple vista en la superficie, tapada ahora por el búcaro rojo sobrepuesto, parecen apuntar, sin embargo, a una versión diferente de la escena, a la que correspondería asimismo la figura del caballero bajo Velázquez. Sin la presencia del pintor ante el caballete, el cuadro no sería ya una alegoría de la Pintura, sino que su significado habría de buscarse dentro de la retratística oficial de la familia del rey y, en este caso, de la valoración de la infanta, a la que, en torno a esos años, ante la falta de un varón, se veía como posible heredera del trono, lo mismo que su hermana María Teresa, destinada, sin embargo, a Luis XIV de Francia.

Cuadro apreciado desde el mismo momento en que fue creado, su huella se refleja en la pintura española inmediatamente posterior, y más adelante, en la de otros artistas españoles y extranjeros como Luca Giordano y Goya, siendo considerada como una de las obras más emblemáticas de nuestra historia artística.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez Retrato de un niñoDiego Velázquez (1599-1660): Retrato de niña, ca. 1640-1642.
Oleo sobre lienzo, 51,5 x 41 cm.
Nueva York, The Hispanic Society of America, A108


De técnica increíblemente ligera, apenas con leves toques de pincel que sugieren el traje, sin duda inacabado, pero con un volumen perfectamente conseguido. La cabeza está más definida, con una mirada fija de sus grandes ojos negros y los sutiles labios trazados con un ligero toque de carmín.

El cabello castaño oscuro cae en dos crenchas que flanquean el rostro. La gama de color es reducidísima, con una dominante castaño-dorada; los tonos sonrosados de las mejillas tersas y el cuello de la niña son de una extrema delicadeza.

El retrato tiene un tono de intimidad y de inmediatez distante de todo énfasis oficial, que ha hecho pensar que se trate de una persona del entorno familiar del pintor, quizás su nieta Inés, nacida en enero de 1635 de su hija Francisca y de su yerno el pintor Juan Bautista Martínez del Mazo.

Como la niña retratada aparenta de cinco a siete años, esto situaría la fecha del lienzo entre 1640-1642, lo que conviene perfectamente a su técnica.

Además se ha recordado que en el inventario de los bienes de Velázquez al tiempo de su muerte en 1660 se recoge «otro retrato de una niña» que bien podría ser ésta, aunque no se conoce su procedencia primera hasta que en 1885 comparece en venta pública en Londres como retrato de la infanta Margarita, identificación que no es necesario tomar en consideración.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, ca. 1640-1650.Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, ca. 1640-1650.
Óleo sobre lienzo, 76 x 64 cm.
Londres, English Heritage (Apsley House)


Representado de busto hacia la izquierda, dirige al espectador una mirada intensa y escrutadora. Viste de negro, con el cuello de golilla, y transmite una sensación de vida y verdad impresionantes.

La identificación del retratado ha conocido múltiples propuestas, desde una, absurda, con Antonio Pérez, el secretario de Felipe II, con la que aparece en el inventario del Palacio Real en 1794, hasta las no menos inverosímiles de autorretrato de Velázquez, retrato de Alonso Cano o de Calderón de la Barca. La más verosímil de entre ellas, y quizás definitiva, es la propuesta en 1976 por Enriqueta Harris, que ve en el soberbio lienzo un retrato de José Nieto Velázquez, funcionario de Palacio, que aparece en el fondo de Las meninas recortado a contraluz en la luminosa escalera. Era aposentador de la reina y compitió con Velázquez para el puesto de aposentador del rey, para el que resultó finalmente nombrado el pintor.

La semejanza física entre el retratado y la cabeza del que aparece en Las meninas, a pesar de la imprecisión que provoca su colocación en un último término, es evidente. Como señala Harris, la configuración, tan singular por su acusado geometrismo, de la nariz, el corte del pelo y los bigotes y barba, amén del traje, la golilla y la actitud, hacen casi evidente que se trata de la misma persona.

La persona de José Nieto Velázquez, nacido con toda probabilidad en la primera década del siglo XVII y fallecido en 1684, debió ser muy conocida del pintor pues, ambos coincidieron en Palacio y pertenecieron al círculo de don Juan de Fonseca, el canónigo de Sevilla y sumiller de cortina de Felipe IV que fue protector de Velázquez y cuyos bienes tasaron el propio artista y la mujer de José Nieto tras su fallecimiento en 1627.

La edad que parece tener el retratado, unos cuarenta años, situaría el retrato en torno a 1640-1645. Como advierte Harris, es muy difícil de fechar con precisión por razones estilísticas. Este retrato ha sido fechado después del del Duque de Módena (1638) (Módena, Gallería e Museo Estense) y antes de los pintados en Roma (1650), período que puede convenir bien con el estilo y con la edad supuesta del retratado. La imagen de Las meninas (1656) es, sin duda, algo más tardía.

La importancia social del personaje la acredita el número de copias antiguas de este retrato que se conservaron. Harris recoge hasta cinco, alguna considerada autorretrato de Mazo (la conservada en el Museo de san Carlos de México) y otros retratos de Alonso Cano, pero evidentemente copias todas de este original.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, el llamado «Barbero del Papa».Diego Velázquez (1599-1660): Retrato de hombre, el llamado «Barbero del Papa», ca. 1650.
Óleo sobre lienzo, 50,5 x 47 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, p-7858


Este retrato de sólo busto, con el modelo vestido simplemente de negro, con un ancho cuello blanco y sencillo, la cabellera negra, mostachos y mosca, es indudablemente de una persona, como se ha dicho, de escaso relieve social. La mirada serena y un tanto melancólica no permite imaginar nada respecto a su personalidad.

Su técnica es admirable y su estado de conservación, impecable, permite gozar de los toques ligeros y de los breves empastes que realzan de modo magistral las luces en el blanco cuello. El rostro está tratado con sutiles variaciones de tonos que le dan morbidez, blandura y suavidad y una excepcional sensación de vida.

El retrato compareció por primera vez en 1909 en la colección inglesa de Sir Edward Davis y la atribución a Velázquez se impuso, siendo aceptada unánimemente. Mayer en 1936 creyó que representaba un bufón y que no sería anterior a 1647, pero en 1940 aceptó que se trataba de un lienzo hecho en su segunda etapa romana. Como Palomino, en el relato de esa estancia, menciona entre los retratos hechos de personajes de la órbita papal a «monseñor Miguel Angelo barbero del Papa», se ha supuesto que este singular retrato pueda ser el de ese personaje que se llamaba Michael Angelo Angurio y la identificación ha hecho fortuna. Pero, como ha hecho observar Brown, nada permite afirmarlo y otra razón en contra de la arbitraria identificación es la circunstancia de que el retratado —que según Palomino era «monseñor», es decir clérigo— no vista ropas talares. Últimamente Salvador Salort ha propuesto otra identificación más probable, pero igualmente carente de apoyo documental. Según este joven investigador, podría tratarse de Juan de Córdoba, el más estrecho colaborador de Velázquez en las gestiones que le llevaron a Roma para obtener esculturas para el Alcázar.

Sea cual sea la identidad del retratado, se trata de uno de los retratos más intensos del pintor, que precisamente por la sencillez de su planteamiento, desprovisto de todo aparato oficial pero rigurosamente concluido, establece una perfecta relación con el espectador que se siente frente a la persona real, viva y respirando.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Nota: según se indica en el Museo del Prado, «recientemente se ha identificado con el banquero Ferdinando Brandani (¿1603?-1654), que tenía antecedentes portugueses y era persona cercana a Juan de Córdoba, el agente español que se encargó de Velázquez en Roma.»

Diego Velázquez: El Niño de VallecasDiego Velázquez (1599-1660): El Niño de Vallecas, ca. 1635-1645.
Óleo sobre lienzo, 107 x 83 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1204


Forma parte del conjunto de cuatro lienzos que estuvieron en el palacete de la Torre de la Parada y que constituyen una de las producciones del pintor más singulares y de mayor calidad y de las que existe una abundante bibliografía.

Se trata de «retratos» de personajes de claras deficiencias físicas y psíquicas —los «enanos»— tratados con delicadeza exquisita y con una técnica prodigiosa. Sobre ellos se han propuesto algunas identificaciones más o menos afortunadas, pero que distan mucho de ser absolutamente seguras.

La más antigua de éste, recogida en el inventario de 1794 del Palacio Nuevo en la «Pieza de Trucos» es la del «Niño de Vallecas» que, sorprendentemente, no se recoge en el primer catálogo del Prado (1819), que lo llama «Una muchacha boba». Ya el de 1828 dice «Niño de Vallecas» que nadie sabe a qué responde.

Las investigaciones de José Moreno Villa en el Archivo de Palacio hicieron identificarlo con Francisco Lezcano, un enano del príncipe Baltasar Carlos a cuyo servicio fue admitido en 1634. Le acompañó a Zaragoza en 1644 —donde algunos piensan que pudo pintarse el lienzo— y murió en 1649. Esa identificación se recoge por vez primera en el catálogo del Prado de 1942 y ha sido aceptada unánimemente, sin crítica.

Es evidente que el lienzo reproduce una persona concreta, con aspecto claro de idiotismo u oligofrenia, pero no es seguro que se pueda identificar con Lezcano. No se ha terminado de establecer la significación de estos «enanos» pintados tan magistralmente por Velázquez y, como ha sugerido Manuela Mena a propósito del llamado «Juan Calabazas», las identificaciones personales están muy lejos de ser seguras. Es posible que en estos lienzos se esconda un oculto sentido alegórico o simbólico que se nos escapa.

Gállego, aun aceptando la identificación con Lezcano, intuyó algunos elementos que permitirían una lectura más cargada de intención conceptuosa que la de simple retrato de un personaje «sabandija de Palacio». El escenario, una cueva análoga a las de los ermitaños de Ribera, es lugar propicio para la meditación; el objeto que lleva en las manos —y que ha dado lugar a múltiples interpretaciones— es probablemente una baraja. No sería demasiado imprudente pensar en algo que conlleve el azar, la meditación y la estupidez humana que confía en el juego. Pero por encima de las interpretaciones posibles, se impone la presencia de la persona humana que hay frente a nosotros, vista y «retratada» con un tono de severa melancolía y tierna conmiseración que dulcifica lo que pueda haber de desagradable en el modelo elegido.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.

Diego Velázquez (1599-1660): El bufón Calabacillas, ca. 1635-1640Diego Velázquez (1599-1660): El bufón Calabacillas, ca. 1635-1640.
Óleo sobre lienzo, 106 x 83 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1205.


Sentado sobre unas piedras, con las piernas cruzadas en incómoda actitud, alza la mirada estrábica con una ambigua sonrisa y mantiene sobre las rodillas las manos apretadas sosteniendo algo impreciso. Viste jubón verde oscuro, con amplio cuello y puños de encaje de Flandes. Delante de él, un recipiente como vaso o barrilito lleno de vino y, a un lado, una calabaza que cubre, rehaciéndola, una jarra de asa, que ocupaba su lugar en un primer intento del pintor. Al otro lado, una cantimplora dorada, como indica el inventario del museo de 1854, que luego se interpretó como otra calabaza, debido a la obsesión por identificar al personaje con un bufón, Juan Calabazas, que sirvió al cardenal infante don Fernando y pasó en 1632 a servir a Felipe IV, muriendo en 1639. Se pensó sin duda que las calabazas —la verdadera y la falsamente entendida por tal— eran a modo de alusiones al nombre del supuesto bufón.

Los más antiguos inventarios de la Colección Real que recogen este lienzo, en la Torre de la Parada y en El Pardo, no le dan nombre alguno citándolo simplemente como «retrato de un bufón con un cuellecito a la flamenca». Es en el inventario del Palacio Nuevo en 1794, en la Pieza de Comer, cuando se le llama por vez primera «Bobo de Coria», denominación que hizo fortuna y con la que pasó al Prado en 1819.

La identificación con Juan Calabazas aparece por primera vez en el catálogo de 1910, donde ya se describe «con una calabaza a cada lado» y se añade que «pudiera ser éste el llamado Calabacillas», recogiendo una sugestión de Cruzada Villaamil.

En 1920 ya se da la identificación por segura, publicando algunos datos de su biografía. La publicación en 1939 de la fecha de su muerte por José Moreno Villa hizo adelantar la de realización de la pintura, que se estimaba hacia 1646-1648, lo menos diez años.

El Juan Calabazas muerto en 1639 fue, efectivamente, retratado por Velázquez en un lienzo inventariado en la colección del marqués de Leganés: «Otra [pintura] del Calabazas con un turbante de Velázquez», y en otro registrado en el inventario del Buen Retiro en 1701 del modo siguiente: «Un bufón de vara y tercia de ancho y dos y media de alto, de Calabacillas con un retrato en la mano y un billete en la otra, de Velázquez», que se ha querido identificar con un retrato hoy en el museo de Cleveland, que no responde exactamente a la descripción del inventario pues no lleva un billete, sino un molinillo de papel, aunque lleve en la otra mano un retrato en miniatura y, por otra parte, no todos los críticos admiten su atribución a Velázquez. Tampoco el personaje parece que sea el que nos ocupa pues, aparte de estrabismo, no parecen coincidir los rasgos faciales, y el retratado, un bufón, es evidentemente mucho más joven.

La identificación del personaje del Prado dista mucho de ser segura como ha mostrado Manuela Mena, pues la evidente inspiración en el grabado del Desesperado de Durero que mostró Angulo, anula la convencional creencia de que se trata de un simple retrato sorprendido. La evidencia de su compleja elaboración formal y la inexistencia de la segunda calabaza hacen más que dudosa la tradicional identificación con el Juan Calabazas.

Las consideraciones de Mena respecto a la significación del lienzo como posible alegoría o jeroglífico, basándose en la posición de las manos que ocultan algo, y en la mirada interrogativa del personaje, en la que no ve a un bobo sino a un pícaro, no impiden que la fuerza de la imagen se clave en el espectador con la intensidad de algo vivo y real, es decir de un retrato. Sea cual sea la intención del artista —que quizás no podamos nunca desvelar—, el falsamente llamado «Bobo de Coria» o «Juan Calabazas» se nos presenta dotado de una personalidad fuerte e individualizada, nada genérica. Esto está dentro de la manera habitual de Velázquez de dotar a los temas más ricos de contenido alegórico o mitológico que su compleja formación humanística y barroca le sugerían, de un ropaje tan real y concreto, que ha hecho que la crítica heredada del siglo XIX considere sus más complejos lienzos —-véase Las hilanderas— como simples copias de la realidad más objetiva.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.