La fe en la razón

Leyendo estos días Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (Condorcet, 1795), me sorprende la confianza en el destino humano y la fe en el progreso que el autor profesa. Confianza y fe a pesar, incluso, de las calamidades que para él supuso la Revolución. Condorcet creía que el progreso seguiría tres direcciones: una creciente igualdad entre las naciones, la eliminación de las diferencias de clase y, como consecuencia de ambas, una mejoría mental y moral de la especie. Creía, por ejemplo, en la democracia como medio para acabar con la explotación de unos pueblos sobre otros y defendía que la igualdad de oportunidades podría llegar gracias, sobre todo, a la educación universal. En este sentido, también apostó por la libertad de comercio, los servicios sociales, la abolición de la guerra, la eliminación de la miseria y el lujo, y la igualdad de derechos para las mujeres. Pero, por encima de todo ello, la fe axiomática en la razón:

Llegará una época en que el sol alumbre sólo a un mundo de hombres libres que no reconocerán otro señor que su razón y en que los tiranos y los esclavos, y los sacerdotes y sus instrumentos estúpidos o hipócritas no existirán sino en la historia o en la escena.

Así de contundente se expresaba aunque, tres siglos más tarde, su optimismo nos pueda parecer algo infantil a la vista de acontecimientos recientes como la invasión de Iraq, de conflictos como los de Sudán, Chechenia o Palestina o de problemas actuales como el trato dispensado a las mujeres en la mayoría de los países musulmanes. Aunque tampoco hace falta irse tan lejos porque, en España mismo, la violencia contra las mujeres en el ámbito doméstico es el pan nuestro de cada día. Seguro que todos y cada uno de nosotros podemos, sin demasiado esfuerzo, poner otros tantos ejemplos.

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