Los hombres salvajes de Europa

En Europa sigue latiendo un corazón primitivo. Bajo la apariencia de un mundo moderno, sofisticado y de un alto desarrollo tecnológico, se agazapan tradiciones populares y rituales que entroncan con las cosechas, los solsticios y el temor a la oscuridad invernal, y en los que pueden rastrearse ecos de mitos muy antiguos. En este corazón de tinieblas habitan monstruos, pero también la promesa del renacimiento primaveral, de una cosecha abundante y de recién nacidos en brazos de sus madres. Porque Europa, o algunos retazos de ella, no ha perdido el vínculo con los ritmos de la naturaleza.

Esa conexión se renueva en las fiestas que se celebran en todo el continente desde principios de diciembre hasta Pascua. Aunque estas celebraciones coinciden con las festividades de la Iglesia, la mayoría tiene su origen en rituales paganos anteriores al cristianismo, con raíces de difícil identificación. En ellas los hombres (hasta hace poco casi siempre eran hombres) visten trajes que les ocultan el rostro y la figura. Ataviados de ese modo se echan a las calles, donde el disfraz les permite cruzar la fron­­tera entre lo humano y lo animal, lo real y lo espiritual, la civilización y la naturaleza, la muerte y el renacer. Un hombre «asume una personalidad dual –explica António Carneiro, que en el carnaval portugués de Podence se oculta tras una careta diabólica–. Se convierte en algo misterioso».

El fotógrafo Charles Fréger se propuso plasmar lo que él llama «la Europa tribal» en dos inviernos de viajes por 19 países. La indumentaria varía de una región a otra e incluso de una aldea a la vecina. En el pueblo rumano de Corlata los hombres se visten de ciervos para recrear una cacería con bailarines. En Cerdeña el papel del animal sacrificial puede corresponder a cabras, ciervos, jabalíes u osos. En Austria una criatura de apariencia demoníaca, Krampus, castiga a los niños malos, en contraste con san Nicolás, que premia a los buenos.

Pero hay una presencia fantástica e inquietante que recorre el imaginario europeo desde hace siglos y que habita por doquier: el hombre salvaje, una criatura que se viste con pieles de animales, líquenes, paja o ramas, vive en los bosques en íntima relación con la naturaleza y es a la vez malvado y bondadoso. En Francia es l’Homme Sauvage; en Alemania, Wilder Mann; en italiano, Uomo Selvaggio; en Polonia, Macidula es la versión cómica. Medio hombre y medio bestia, el hombre salvaje representa la compleja relación que las comunidades humanas, especialmente las rurales, establecen con la naturaleza.

El oso es el equivalente animal del hombre salvaje; en algunas leyendas es su propio padre. Animal que camina erguido, el oso también hiberna. La muerte y el renacimiento simbólicos de la hibernación anuncian la llegada de la primavera con toda su abundancia. Para los participantes de estas ceremonias festivas tradicionales de muchas regiones europeas, «transformarse en oso es un modo de expresar y controlar a la bestia», dice Fréger. Tradicionalmente esas celebraciones son también un rito de paso para los jóvenes. Vestirse de oso o de hombre salvaje es una forma de «mostrar tu fuerza», explica el fotógrafo. Muchos de los trajes se adornan con cencerros en señal de virilidad.

La cuestión es si los europeos –tan civilizados– creen necesario cumplir con estos rituales para propiciar la fertilidad de la tierra, del ganado y de sus congéneres. ¿Realmente creen que los disfraces y rituales surten el efecto de repeler el mal y poner fin a la dureza del invierno? «Saben que no tiene lógica creerlo», dice Gerald Creed, quien ha estudiado las tradiciones de mascaradas en Bulgaria. Se trata de una ficción, una representación festiva con función simbólica. Y no cierran la puerta a la posibilidad de que las costumbres arcaicas tengan su razón de ser.

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