En una cima del nordeste de Tanzania, en lo alto de los montes Usambara, los recuerdos son cosas tangibles. La exuberante selva está salpicada de edificios decimonónicos. Los árboles y las plantas medicinales europeos, etiquetados en latín, se mezclan con las especies locales. El instrumental científico y una biblioteca muy bien surtida están preparados para su uso. Esto es lo que queda del Centro de Investigación de Amani Hill, una visión de lo que sería el futuro que se ha quedado congelada en el tiempo. También es lo que atrajo a la fotógrafa siberiana Evgenia Arbugaeva al África oriental hace dos años. Su propósito era documentar la nostalgia que pervive en este lugar y crear imágenes que «recuperen la atmósfera de este sitio oscuro y mágico». Jeremy Berlin (National Geographic, 2017).
Amani fue fundado por los alemanes a finales del siglo XIX como jardín botánico y plantación de café. Tras la II Guerra Mundial, pasó a ser un centro británico para la investigación contra la malaria y en 1979 pasó a depender del Instituto Nacional de Investigación Médica de Tanzania. En 2017 aún quedaban más de treinta personas en plantilla que vivían en lo que queda de las casas sin agua ni electricidad.
Para Geissler, antropólogo de la Universidad de Oslo, el trabajo de Arbugaeva logró convertir en imágenes los recuerdos y las antiguas rutinas de los trabajadores: «Eso nos ayuda a leer los vestigios de un pasado metódico y disciplinado, de una idea de progreso en medio de un paisaje que parece no ser más que ruinas y pérdidas». Sus fotografías captan una sensación de «nostalgia colectiva de [...] una modernidad nunca alcanzada».
John Mganga, de 67 años, es un antiguo técnico del centro de Investigación de Amani Hill. Desde 1970 hasta 1977 trabajó con el entomólogo británico John Raybould, atrapando especímenes con redes para insectos.
En uno de los cuatro laboratorios del centro, bajo una campana de cristal, hay un ratón blanco perteneciente a una colonia iniciada hace años. Un técnico sigue criando a los roedores por si hicieran falta para investigaciones futuras.
Mganga ordena la estantería de un laboratorio. «La gente del lugar pensaba que los científicos preparaban pociones en estos frascos», dice la fotógrafa Evgenia Arbugaeva. Otras facetas de la ciencia también se consideraban sobrenaturales. A los investigadores los llamaban mumianis («vampiros» en suajili) porque tomaban muestras de sangre para estudiar la malaria.
Arbugaeva cuenta que a Mganga le encantaba mostrarle sus recuerdos de Amani: «las cataratas más recónditas y sus lugares favoritos, las casas en las que vivía el personal británico» y esta colección de insectos, que él y el entomólogo Raybould tardaron años en recopilar y analizar.
Al contrario que otros técnicos de Amani, Mganga, hoy jubilado y al que vemos en esta imagen descansando en un laboratorio, «sufrió una auténtica pérdida cuando el centro interrumpió su actividad -dice Wenzel Geissler, antropólogo de la Universidad de Oslo- Mganga creía de verdad en la ciencia y en el futuro del país. Él vivió aquel sueño. Y sufrió su pérdida».