Diego Velázquez (1599-1660): Doña Mariana de Austria, ca. 1652-1653.
Óleo sobre lienzo, 234 x 131,5 cm
Madrid, Museo Nacional del Prado, P-1191
Mariana de Austria (1634-1696) era hija de los emperadores Fernando III y María de Hungría, hermana esta última de Felipe IV. La joven se casó con su tío carnal en 1649 sin haber cumplido los quince años de edad, para paliar los reveses familiares de 1644 y 1646, cuando murieron Isabel de Francia y el príncipe Baltasar Carlos. La reina dio en 1661 un descendiente masculino para el trono español, un niño que reinaría con el nombre de Carlos II. Este manifestó muy pronto sus numerosos problemas físicos y alguna minusvalía psíquica, convirtiéndose en un personaje siempre tutelado por su madre, quien ocuparía la regencia del reino en 1665, tras la muerte de Felipe IV; momento en que se inicia un decenio turbulento tanto para España como para la propia Mariana.
Este retrato de cuerpo entero, y fiel a la tradición retratística habsbúrgica, fue pintado por Velázquez tras su regreso de su segundo viaje a Italia, en junio de 1651, respondiendo a una petición del emperador Fernando, que deseaba contar con una imagen de su hija, aunque finalmente le fue enviada una versión de taller (Viena, Kunsthistorisches Museum). El pintor hubo de ocuparse de retratar a una adolescente que se encontraba entonces en un momento de salud delicado, tras el parto de la princesa Margarita, la primera de sus hijos. La reina, embutida en un aparatoso vestido con guardainfante, de color negro y guarnecido con una rica pasamanería de plata, ofrece la estatuaria actitud de sus apariciones en público. Apoyada en un sillón frailero que servía para manifestar la alta condición de la dama, y sosteniendo un amplio pañuelo de hilo blanco, la apariencia distante e inmutable de Mariana entronca con las efigies de las mujeres de la dinastía. También se mantiene fiel a la tradición la inclusión del cortinaje, en opinión de Gállego algo más que un signo de grandeza, «un elemento utilísimo para crear las alternativas de luz y sombra», un efecto algo desvirtuado por el añadido en la parte superior del lienzo original. Más novedosa es la presencia del reloj de torre, situado en el fondo sobre una mesa, y que haría alusión a la templanza y prudencia como virtudes del gobernante y, en este caso y por extensión, a su familia.
La contención de este tipo de imágenes se vislumbra también en el tratamiento cromático, «limitado» a una armoniosa relación de negros, blancos, grises y carmines, animando estos últimos el frágil rostro de la reina Mariana; todo ello realizado con la característica técnica pictórica de Velázquez en su producción más tardía, suelta y variada, con pequeños toques de pincel aplicados sobre manchas amplias de color, produciendo un extraordinario efecto de aprehensión de las distintas calidades y texturas. Un detalle de interés es la elaboración de este rostro serio, circunspecto y poco atractivo de la joven reina, pintado, como ha podido verse en el estudio radiográfico, sobre un lienzo donde se había abocetado la cabeza de Felipe IV. El pintor, buscó en esta ocasión mitigar esos rasgos poco agraciados haciendo hincapié en el envoltorio regio, especialmente el vestido y el peinado, tan aparatosos como armoniosos en lo formal y en lo cromático. Velázquez prefiere en esta ocasión «dignificar» a la reina difuminando su rostro en la admirable belleza de su pintura, en opinión del profesor Julián Gállego, «Velázquez, con la discreción habitual, conservando el esquema tradicional del retrato de la casa de Austria, está destrozando el principio mismo del retrato».
En 1700 la obra es citada en el monasterio del Escorial, haciendo pareja con el retrato de Felipe IV, armado y con un león a sus pies (Madrid, Museo del Prado, P-1219), una obra de taller, de mayor tamaño que provocó la ampliación de este retrato de la reina, aumentando en altura unos veintiocho centímetros, una solución que desde luego ha perjudicado al conjunto de la obra.
Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.