"¡Ay... estos hijos!"

Juan Antonio de Zunzunegui fue uno de esos novelistas que alcanzó cotas de popularidad y prestigio que hoy nos parecen sorprendentes para tan escaso talento narrativo como tenía. Durante los años del cólera, especialmente hasta los sesenta del pasado siglo, gozó de una gloria asentada. Su decadencia, que fue asombrosa y fulminante, no tuvo por causa cosa alguna ligada a la prosa, o a la creatividad, sino a algo tan sórdido que nunca aparecerá en los libros de literatura. La vida cultural entonces, en aquella España imperial de boina y botijo, era de un aburrido letal, y entre las diversiones más notables de los sectores jóvenes e ilustrados estaban, en primer lugar, las apuestas de seducción, sobre las que Juan Antonio Bardem haría la mejor película de su vida y uno de los filmes más duros y conmovedores, Calle Mayor.Sobre la otra diversión no hay, que yo sepa, filme alguno. Se trataba de la invención del gafe. Yo conocí gafes legendarios. Siempre hombres - era un asunto típicamente masculino-, quienes a partir de un puñado de graciosos sin asunto se les había colocado el caperuzo infamante de la mala suerte, hasta el punto de cambiarles la vida, arrugarles el carácter y conseguir incluso que fueran auténticos gafes desdichados.

La invención del gafe Zunzunegui, a quien se denominaba Zeta Zeta,se la atribuyó Camilo José Cela, muy dado a estos menesteres, y que a la sazón - años cincuenta- era su competidor en la colocación de pequeñas narraciones en las publicaciones oficialísimas de Arriba y El Español.Se debe a Zunzunegui una novela horrible pero de éxito, titulada ¡Ay... estos hijos! publicada por Destino durante su etapa fascista - fue traducida inmediatamente al alemán y al italiano, para dejar bien claro que estábamos en 1943 y adjuntos al Eje-. Si traigo a colación este viejo libro, poco recomendable como literatura y menos aún como motivo de reflexión, es porque en él se condensa una determinada manera de ver a los hijos y a su educación, que tendrá su trascendencia. Diez años más tarde, novelista tan revelador de la España del siglo XX como Miguel Delibes, publicaría en 1953 otro libro sobre idéntico tema y con muy parecida trama, titulado Mi idolatrado hijo Sisi,y donde si alguien es capaz de llegar al final encontrará un elogio entusiasta del nacionalcatolicismo y del levantamiento franquista del 18 de julio.

Manuel Azaña planteaba en sus últimas reflexiones catalanas, vísperas del exilio y la muerte, que los efectos de la Guerra Civil durarían un siglo, y aunque pensemos hoy que exageraba, añadamos a eso los cuarenta años de cólera y tendremos un panorama estremecedor frente al que podemos: o tomárnoslo a beneficio de inventario, que es lo que suele hacerse para evitar malos sueños y males mayores, o meter el dedo por los entresijos de la herida. Somos hijos de la dictadura. Independientemente del lugar que hayamos ocupados en la barricada, somos herederos del franquismo. Fueron muchos años y dejaron mucha huella. Me hace gracia aquellos que se creen inmunes al bacilo del cólera porque lucharon contra él, o casos más esperpénticos, porque tuvieron un pariente antifranquista o exiliado. Si uno osa penetrar en algunos mundos de nuestra vida social, como la enseñanza, o la justicia, o la banca o la iglesia o los nacionalismos, aparece el sustrato del aberrante pasado. Los alemanes padecieron una dictadura durante apenas doce años que acabó en derrota. La nuestra duró cuarenta años y terminó en victoria. Lo que está ocurriendo ahora con la familia, con los niños, con la enseñanza, con la justicia... es inseparable de nuestra historia. Lo nuestro, permítanme el sarcasmo, es genuinamente identitario.

Pensaba en ello al contemplar perplejo, absolutamente perplejo, a dos ancianos desolados que armándose de valor, después que su hija muriera de neurastenia y anorexia, se hicieron cargo de sus dos nietos abandonados por el padre; se los echaron a la espalda como pudieron. El mayor tiró adelante y el pequeño, de diez años, engordó como un cerdito. Me los imagino, es más, los veo, exhibiéndole ante amigos y familiares como un trofeo después de tanta derrota como les dio la vida, y esa frase de la abuela que me llegó a la parte blanda del corazón, "ta gordín, pero sanu como un coral". La Junta de Asturias decide retirar la custodia a los abuelos porque su nieto está demasiado gordo. No lo puedo creer. O nos hemos vuelto locos, o lo que es peor, somos inmunes a la crueldad, al despotismo, a la soberbia del poder y a la estupidez avalada sanitariamente. También a la libertad de gozar y de matarse.

¿De dónde ha salido esta recua de policías ecológicos y sanitarios que te prohíben beber, fumar, follar y comer cerdo, ir de putas o de putos, escribir como se habla, leer libros que no sean de autoayuda, bañarte en pelotas, exigir pisos baratos, no ver la tele, pasear sin que te atropellen las bicicletas, despreciar a los idiotas de la playstation... y así sucesivamente hasta alcanzar el derecho a no conducir un 4 por 4 y a ser friki? Siguiendo el argumento de la obesidad, y en Asturias, podrían impugnar al presidente de la comunidad, Tini Álvarez Areces, que superará probablemente los cien kilos, por incompatibilidad sanitaria con el cargo. ¡Vaya izquierda de guiñol! No se atreven con los fabricantes de comida basura, demasiado para sus flojas faltriqueras, pero se permiten ensañarse con un par de abuelos. ¡Para dar ejemplo ciudadano! Me provocan arcadas.

Pero no es solamente ese caso. En el trato con los hijos y la conversión de los chavales en objetos intocables - a los que no les ofrecerán un puto piso pero sí muchas leyes para que se sientan seguros- hay historias inolvidables. Para no dormir. En San Fernando (Cádiz) un padre al que me imagino hasta los mismísimos de un hijo que no quiere estudiar ni trabajar ni hacer nada que no sea break-dance,decidió que su Luisito no le chuleaba más y lo castigó un fin de semana atándolo a la pata de la cama, como en un cuento antiguo. "¡A la pata de la cama vas a pasar, cabrón, el sábado y el domingo, y no te suelto más que para ir al váter!".

Y así fue, pero el chaval con la ayuda de mamá se deslizó hasta el teléfono y llamó a la policía. Al bruto del padre, don Luis Álvarez Callealta, le condenó un juzgado a cinco años de cárcel - tres de prisión por coacciones y dos más por detención ilegal del muchacho. Ahora el asunto acaba de verse en el Tribunal Supremo y se lo han rebajado a siete meses y quince días. Entre las singularidades que me han llamado la atención de la sentencia está el que no aparece para nada la edad del niño;podría inferirse que tiene más de veinte años, pero no es lo mismo que tenga dieciséis que veintiséis. Y si las leyes no lo ven así, habría que considerar que la ley está hecha con el culo aunque redactada por eminentes juristas. Y fíjense lo que son las casualidades, la sentencia emitida por el Supremo sale exactamente de los mismos que la citada en un anterior artículo en el que se absolvía a unos traficantes de droga por un quítame allá esos móviles. Los mismos, sólo que en aquella el ponente era don Perfecto Andrés Ibáñez, y en esta es otro viejo conocido, don Juan Antonio Martín Pallín. Lo que más me llama la atención de tan probos jurisconsultos es que la condena al padre - que se pasó tres pueblos al poner a su hijo a recaudo cadenero durante un fin de semana- es superior a la del grupo mafioso. ¿Será cuestión de abogados? ¿De jueces? ¿O de ambos?

De todas formas a mí la historia que más me impresiona es la del chaval de veintidós años que ha puesto una demanda a su padre porque exige que se le aumente la paga mensual. El asunto se acaba de ver en los tribunales de Dos Hermanas, Sevilla, y los jueces han desestimado la demanda cuando han sabido que el padre es un parado que cobra un subsidio de 750 euros. Lo sorprendente hasta la indignación es que un individuo, parado y jodido, haya de pasar por los tribunales porque el hijo de la gran puta de su santa esposa le ha puesto una demanda y los tribunales la han admitido. A un pringao como él alguien tiene que haberle soplado que el asunto prometía y que ponerle una demanda a su viejo podía prosperar y sacarle la mitad del subsidio. Es literalmente alucinante. Vivimos en una sociedad, la española, que no tiene comparación con ninguna otra de nuestro ámbito. Hemos fabricado la educación de nuestros hijos con los jirones que nos dejó la anterior. Hemos combado el palo de tal modo hacia el otro lado que nos hemos quedado sin callado en el que apoyarnos. La educación de nuestros hijos es el mayor fracaso político y cultural de nuestra generación. La herencia de nuestros años de lucha contra el cólera se han quedado en algo que ni siquiera nosotros somos capaces de reconocer.

Para ponerle un toque de gracia y sarcasmo al panorama general me quedo con una historia que ocurrió hace un par de meses en Torrelavega, Cantabria. Unos padres salen de noche y a la vuelta se encuentran con la dificultad de abrir la puerta. ¡El niño se ha quedado encerrado! Angustias, desespero, llamadas, golpes en la puerta. ¡Al niño le ha pasado algo! No hay manera de lograr abrir la puerta y nadie responde. Ni cortos ni perezosos avisan a la policía local y ésta a los bomberos. Consigna: derribar la puerta antes de que sea demasiado tarde, al niño le ha ocurrido una desgracia. La consigna entre policías locales y bomberos es la de salvar al niño, y no se escatiman medios. Derriban la puerta y controlan habitación por habitación. En la que le corresponde, el niño está durmiendo como un tronco y con los cascos de música puestos. Los bomberos y los locales se quedan de piedra. A nadie se le había ocurrido preguntar por la edad del niño. El chaval tiene 21 años.

Gregorio Morán