¡Es la libertad, señor!

Hoy más que nunca entiendo por qué muchos movimientos civiles vascos y españoles han insistido en que el problema vasco no era un problema de paz, sino, ante todo, de libertad. Robando la vida de los considerados como enemigos de Euskal Herria, ETA ha atentado directamente contra la libertad de los vascos. Por su mera existencia, la banda terrorista ha sido una amenaza constante contra la libertad de los ciudadanos de Euskadi, y lo sigue siendo. ETA atenta contra una libertad tan básica como la de poder ser vasco como a uno le dé la gana, sin que nadie se pueda constituir en guardián de la esencia del buen vasco.

Pero el problema radica en que quien ha actuado en contra de la libertad de los vascos no ha sido sólo ETA, sino que el conjunto del nacionalismo, en especial el PNV -en la medida en que ha sido incapaz de distanciarse claramente de los fines de ETA, y en la medida en que ha sido incapaz de legitimar el poder constitucional y estatutario que ha estado ejerciendo-, también ha estado contra la libertad de los vascos.

La apuesta que el PNV selló en el acuerdo de Estella/Lizarra, optando por la unidad nacionalista y por la exclusión de los no nacionalistas para definir el futuro político de la sociedad vasca, no fue una casualidad. Era una derivada necesaria de la doble incapacidad citada y de su incapcidad de entender cuáles eran las condiciones necesarias de la libertad de los vascos.

Y, desde entonces, el PNV anda sin poder encontrar el camino a la democracia. El plan Ibarretxe era la manifestación de las dificultades para encontrar el camino a la democracia. Y la última propuesta de Ibarretxe, que no es otra cosa que su plan bis -y la consecuencia de que el PNV no haya enterrado oficialmente su apuesta de Estella/Lizarra-, es la consagración de la incapacidad del nacionalismo de entender en qué consiste la libertad de los vascos.

Si algo caracteriza a la cultura moderna es la apuesta por la libertad y por la autonomía personal. Conviene recordarlo en los tiempos que corren. La crítica de la tradición, la crítica de las iglesias y de las religiones, de la confesionalidad de los estados, la crítica de las costumbres y la proclamación de la igualdad, no tenían otro fin que asegurar y garantizar la libertad de los ciudadanos. La igualdad era, sobre y ante todo, la igualdad de todas las personas, independientemente de su condición social, cultural, lingüística o religiosa, ante la ley. Una ley universal, válida para todos los individuos por igual. Y por ello, base de la libertad de cada uno.

Lo que en los comienzos de la modernidad paradigmáticamente fue la libertad de conciencia -esto es, que nadie estuviera obligado a una fe religiosa concreta para poder gozar del derecho de ciudadanía- se traduce hoy en libertad de identidad: ni ETA, ni el PNV ni ningún partido nacionalista puede, sin atentar gravemente contra la libertad, decidir quién es buen vasco y quién no lo es.

En el fondo de la apuesta de Estella/Lizarra, en el fondo del plan Ibarretxe y en el fondo de la última apuesta del lehendakari por la consulta -pase lo que pase, el 25 de octubre de 2008- se encuentra la pretensión de que quienes tienen derecho a decidir el futuro político de todos los vascos, quienes tienen derecho a definir políticamente la sociedad vasca, son sólo los nacionalistas. Porque sólo ellos son los buenos vascos, Y, por ende, ellos sólo son los que constituyen el pueblo vasco del que se predica el derecho a decidir. Presuponiendo que son, al menos, el 50,1%.

Pero la cuestión no radica en saber si llegan a ese porcentaje o se quedan incluso lejos de él. El problema radica en que en la última década ha quedado claro que este nacionalismo vasco es incapaz de entender que no se puede contraponer la libertad de quienes quieren ser sólo vascos contra la de quienes quieren ser vascos y españoles en distintas gradaciones. El nacionalismo vasco no entiende que la apuesta y el reto de la cultura moderna y de la democracia radican en saber que existen distintas identidades, distintos sentimientos de pertenencia, distintas definiciones de las sociedades, distintos intereses lingüísticos, culturales, de creencias y económicos, pero que la convivencia es posible porque se puede alcanzar un acuerdo que permita, limitando y particularizando cada uno de ellos, la convivencia de esa pluralidad gracias a las reglas y las normas que constituyen un espacio público en el que tienen cabida todos ellos.

Para el nacionalismo vasco, la libertad sólo existe si un grupo determinado -el de los buenos vascos- puede decidir lo que quiera. Y no entiende que la libertad ciudadana radica en que todos, los supuestos buenos vascos y los que también lo son sin ser nacionalistas, puedan convivir porque respetan que los otros puedan, de forma limitada, particularizada e individual, cuidar su identidad, sin imponérsela a nadie.

El derecho a decidir de los vascos se ha convertido en un fetiche, y como tal contiene todas las contradicciones que acompañan a los fetiches ideológicos: presupone que existe aquello que materializando la exigencia contenida en el fetiche se trata de conseguir. No existe en Euskadi la sociedad vasca que presupone el discurso de Ibarretxe cuando habla del pueblo vasco milenario, sujeto del derecho a la autodeterminación. Esa entidad, ese sujeto no existe. En su lugar, hay una realidad social compleja, plural, rica, de un gran valor democrático si se la reconoce en su complejidad. Y el nacionalismo vasco nunca lo ha asumido. O se cede al imaginario de una sociedad que se corresponda con la comunidad etnolingüística que está en la base de la doctrina nacionalista, o se concede el derecho a decidir sobre todos sólo a la parte de la sociedad que cree en un tal imaginario. Y la consecuencia es la destrucción de la libertad. De todos. Porque en el momento en que se cediera a tal pretensión nacionalista se desataría el mecanismo interno del nacionalismo de dirimir por las buenas o por las malas quién es quien tiene derecho a definir la ortodoxia más pura.

Es claro que la última propuesta de Ibarretxe es contraria a la Constitución. Lo que es necesario añadir es que el valor supremo de ésta radica en garantizar los derechos y las libertades de los ciudadanos vascos. Es claro que la propuesta útlima de Ibarretxe está fuera de la legalidad, pero lo importante es subrayar que el respeto a la legalidad es el principio del respeto a la libertad de los ciudadanos. No hay libertad sin derecho. No hay libertad sin leyes. No hay libertad si no es por medio de la constitucionalización del poder. No hay libertad sin pluralismo. No hay libertad sin libertad de conciencia y sin libertad de identidad.

Si es verdad que nos estamos jugando el Estado, con mayúsculas, en el envite planteado por Ibarretxe, lo es porque el Estado democrático, el Estado de derecho -y España lo es, mal que les pese a los nacionalistas- es lo mejor que ha encontrado la Historia de la humanidad para defender las libertades personales y los derechos de los ciudadanos.

Si en estos momentos toca defender el Estado, si en estos momentos toca defender la Constitución, si en estos momentos toca defender el Estatuto de Guernica -¡qué confianza vamos a tener en que se cumpla el resultado de cualquier consulta popular si quienes ahora la reclaman se han caracterizado por no haber aceptado en serio el resultado de las que ya ha habido!-, si en estos momentos toca defender la legalidad y el derecho, no es por otra cosa que porque es el único camino para defender la libertad.

Joseba Arregi, ex militante del PNV y ex portavoz del Gobierno vasco con el lehendakari Ardanza. Es autor de ensayos como Ser nacionalista y La nación vasca posible.