¡Es la libertad, Zapatero!

No sé que fuerza oculta hace que lo evidente, lo obvio, sea con frecuencia difícil, arduo de comprender y, a veces, hasta de explicar. Es lo que ocurre con la Educación para la Ciudadanía a la vista del empecinamiento gubernamental. Y nada mejor para captar que se dan esas dificultades que las palabras de Rodríguez Zapatero en la clausura del Congreso de las Juventudes Socialistas. Leída su intervención no queda más remedio que deducir que en esa «fuerza oculta» hay un algo más que mantener el tipo. De ser sólo esto, su actitud sería atribuible a la soberbia propia de quien gobierna y rechaza toda hipótesis de rectificación porque le puede suponer coste en votos, máxime si esa rectificación le presentaría ante su electorado más ultra como un gobernante débil ante la Iglesia, es decir, ante la reacción.

Pero existe ese algo más y decir que con esa asignatura se trata de enseñar los valores constitucionales no deja de ser una humorada. De ser así, habría que plantearse qué es lo que hasta ahora, a los casi 30 años de aprobarse la Constitución, se ha enseñado; resulta poco creíble a estas alturas que esos valores no hayan estado presentes en las escuelas. No es ni mucho menos un secreto, sino algo explicitado una y otra vez, que esa asignatura responde a un designio ideológico, a un dirigismo intelectual que pretende inculcar a los escolares esos valores constitucionales no de forma neutra, sino pasados por el tamiz de los planteamientos del socialismo ideológico. El PSOE -Secretaría de Libertades- y su fábrica de chocolate -Fundación Cives o la Cátedra Fernando de los Ríos, de la Universidad Carlos III- han sido en estos años lo suficientemente explícitos como para que a estas alturas nadie se pueda llevar a engaño.

A sus textos y propuestas me remito, máxime cuando la ciudadanía la han entendido como sinónimo de que el buen ciudadano es aquél que lleva su dimensión religiosa encerrada en las catacumbas de su intimidad, sin plasmación social; a su vez, nada público debe rezumar inspiración ni tinte religioso alguno, empezando por la enseñanza.

Zapatero manipula los términos del debate, como acertadamente puso de manifiesto el editorial de EL MUNDO del pasado día 23. Dijo el presidente que ninguna fe puede imponerse a la ley. No es una idea nueva en sus planteamientos y palabras parecidas empleó al inaugurar el laboratorio que le montó la Junta de Andalucía al que ahora es Ministro de Santidad, para la experimentación con células embrionarias. Allí empleó palabras más agresivas y no habló de fe sino de «actitudes carcas».

Vuelvo a la Educación para la Ciudadanía y pregunto ¿quién ha dicho que se quiera imponer una fe, una religión? ¿Quién ha sostenido que en el rechazo a tal asignatura haya ese afán impositivo? No lo hay, pero de haberlo sería a la inversa: sería la ley, es decir el Estado, lo que quiere imponerse sobre la fe, sobre los derechos de los ciudadanos.

Habrá qué recordar el «a-e-i-o-u» de las relaciones entre ciudadanos y Estado, entre creencias y aconfesionalidad, entre Iglesia y Estado, porque de lo que se trata es de que no puede ser obligatoria una asignatura ideológicamente militante, sobre todo porque el Estado no puede ir contra algo que no es un florero jurídico ni una hipótesis de trabajo, sino un derecho fundamental, y no uno cualquiera, sino uno de los que están en el núcleo duro de la Constitución, de los especialmente protegidos: como recordaba este periódico se trata de garantizar el derecho fundamental de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones.

Esto es el artículo 27.3 de la Constitución y ese precepto impide que el Estado cree una asignatura que bastantes Comunidades Autónomas están llenando de un contenido inasumible para miles de familias. Oponerse a eso se llama ejercer un derecho: es la libertad, Zapatero. Y habrá que recordarle a Zapatero que si esto no lo capta, mucha, muchísima gente, no está dispuesta a tragar, que la idea de movilización ya no es patrimonio de la izquierda. Son miles los padres que están convencidos de que si hay algo por lo que merece la pena vivir y pelear es por sus hijos; que si bastante cuesta sacar adelante una familia, en todos los sentidos, no están dispuestos a que esa tarea la interfiera o la arruine el Estado con sus empresas ideológicas.

Los padres que llevan a sus hijos a colegios con un ideario propio, máxime si es religioso, hay que presumir que pueden establecer un «cinturón sanitario» frente a los proyectos del Gobierno, pero no así los que llevan a sus hijos a colegios públicos y a todos, pero especialmente a estos, habrá que garantizarles que se enseñará a sus hijos unos valores de acuerdo con sus convicciones, y si esa garantía no existe es cuando se planteará el conflicto, llámese objeción de conciencia o llámese como se quiera. Repito, esto es la Constitución -la que, por cierto, se quiere enseñar-; insisto: es la libertad, Zapatero.

Lo que sí irrita es su inflexibilidad ante miles de familias que, educada y constitucionalmente, quieren ejercitar lo que son sus derechos, cerrazón que contrasta con la receptividad a planteamientos de partidos, radicales, de ultraizquierda o de izquierda extrema. Las comparaciones son odiosas, pero muchos padres se darían por satisfechos si el Gobierno, si Zapatero, les tratase con la misma deferencia y receptividad con que trata a ERC, a la izquierda abertzale o, incluso y en sus mejores días, a un desparecido Otegi.

A la vista del panorama ¿qué tendrá que ver todo esto con que la fe no puede imponerse a las leyes?. Esa descarada manipulación del problema nos retrotrae muchos años, siglos quizás, en la forma de plantearse las relaciones entre la fe de los ciudadanos y el Estado. Por lo pronto, pretender que la Iglesia sea una suerte de club de debate, de ateneo cultural, es incurrir en un error de bulto atribuible más que a la ignorancia, a un cerrilismo rancio que late tras un laicismo apolillado.

Sería bueno para todos que el Gobierno abandonase la lógica del siglo XVIII, aunque quizás haya que pensar que su fábrica de chocolate le ha suministrado un producto caducado. O parafraseando aquello de que la «arruga es bella», quizás la clave esté en que «lo progresista es el pasado» y del mismo modo que para solucionar el problema territorial se rescatan los derechos históricos, es decir, se vuelve como mínimo a los Austrias, para reconciliar a los españoles, a golpe de Memoria Histórica, se resucita todo lo que nos enfrentó el siglo pasado; pues del mismo modo, el Estado para convivir con la religión vuelve a los prejuicios ilustrados del XVIII y XIX.Si hay un país con experiencia laica quizás sea Francia y aconsejaría a Zapatero la lectura del libro-entrevista a Sarkozy La República, las religiones, al esperanza, que trata de estos extremos. Es un libro inimaginable en España. Al margen de las ideologías y partidismos, allí encontrará bastantes ideas muy aprovechables sobre el papel de la República ante las religiones pero, sobre todo, una visión moderna, actual, de lo que es un Estado aconfesional -que no laicista- en el siglo XXI, porque, Zapatero, estamos en el siglo XXI.

José Luis Requero, magistrado y vocal del Consejo General del Poder Judicial.