¡Es la política, estúpido!

A la crisis se le está poniendo muy mala cara. Ya son más de dos, y también de tres, los que temen que la legislatura se tuerza y acabe por naufragar a medio camino. De ahí que los cabalistas de la política crucen apuestas sobre si habrá o no elecciones anticipadas, y si las hay, cuándo y en provecho de quién. Los socialistas darían un ojo y la mitad del otro porque Zapatero aguantara cuatro años, lapso quizá suficiente para que la economía, luego de tocar fondo, repunte de nuevo y absorba parcial o totalmente las altas tasas de desempleo que se prevén a partir de otoño. Los populares cultivan otros escenarios, menos risueños para sus rivales. El caso es que, ya de un lado, ya del otro, tiende a percibirse la crisis como un contratiempo técnico cuyo efecto más interesante sería el de determinar por dónde asomará el sol en la siguiente cita a urnas. Por supuesto, no soy augur, ni aun aprendiz de adivino, y desconozco por completo lo que nos reserva el futuro. Malicio, no obstante, que los observadores subestiman la gravedad de la situación. Quizá se me entienda mejor si digo que la crisis española, todavía económica, corre el riesgo de transformarse en una gran crisis política. Precisando: de ser interpretada como una gran crisis política. Ocurrirá lo último, si por ventura se aprecia que es la política lo que impide combatir con eficacia el deterioro económico. Tan pronto se haya establecido en la opinión el vínculo causal, cada nuevo dato adverso se alargará crepuscularmente, como una sombra, sobre el conjunto de la vida pública. Y entraremos en una sazón muy delicada.

Me baso, para este diagnóstico, no en la inoperancia del presidente, la cual podría subsanarse colocando en su lugar un presidente mejor, sino en los obstáculos que nuestro desarreglo territorial está poniendo a la adopción de medidas paliativas elementales. Verbigracia, la contención del gasto público. Son las autonomías el vehículo principal a través del cual se efectúa el gasto. En consecuencia, no se logrará contener el gasto sin consenso autonómico. Pero el consenso no parece posible. La conclusión... es que el gasto podría seguir adelante. El equilibrio autonómico se ha sostenido, hasta hace poco, sobre dos patas. En primer lugar, el peso del Estado central era aún decisivo. En segundo lugar, se toleraban las excepciones del País Vasco y Navarra, cuyo régimen fiscal no es homologable al del resto de España. La tolerancia derivaba de una enorme, sostenida, circunspección oligárquica. Los que sabían lo que vale un peine, preferían no atizar el fuego. De tejas abajo, el ciudadano seguía como siempre, esto es, sumido en una feliz ignorancia. El pacto de no agresión comenzó a presentar fisuras cuando los partidos catalanes trajeron a primer plano el Concierto vasco y el agravio comparativo que aquél encierra. Finalmente, la tormenta ha estallado con el Estatut.

La crujía en la que nos encontramos se presta a ser resumida en una fórmula lacónica: el Estatut no tiene encaje, y tampoco remedio. Que no tiene encaje, queda manifiesto en los patéticos, desesperados, denuedos del ministro de Economía. El vicepresidente segundo oscila entre la resistencia franca, y el gatuperio verbal. Cabe incluir, en el primer registro, la declaración realizada a un diario madrileño el día 3 del mes en curso. Afirmó entonces que la Carta Magna obliga al Gobierno a financiar todas las competencias transferidas a las CCAA. Y añadió, en una ironía dirigida a sus interlocutores catalanes, que también la Constitución está vigente. Que es como decir que también la Constitución es constitucional, aunque en ocasiones resulte difícil creerlo a tenor de lo que se oye por aquí y por allá. Impresiona más, sin embargo, el Solbes errabundo y logomáquico. A últimos de julio, horas antes de presidir el Consejo de Política Fiscal y Financiera, sorprendió a los periodistas con esta declaración estupenda: «Tenemos una diferente interpretación del concepto de bilateralidad. Para los catalanes, consiste en que se haga bilateralmente el acuerdo con ellos y se imponga a los demás Para mí, la bilateralidad tiene que ser compatible con la multilateralidad, que también existe en el Estatuto». Zapatero ha abundado más tarde en el mismo galimatías. Lo que está detrás, naturalmente, es el problema del sudoku, en una doble acepción. Hay sudoku porque las reclamaciones autonómicas, agregadas, suman más del cien por cien. Y lo hay porque los mecanismos de negociación con Cataluña consagrados por el Estatut no son congruentes con los que rigen para las otras autonomías. De ahí la fatal, irreducible, falta de encaje.

Al tiempo, como he apuntado, el Estatut es irremediable. Ha sido celebrado como una carta fundacional por las fuerzas políticas catalanas, con la excepción del PP, y no podrá ser corregido sin que aquéllas se llamen a engaño y aduzcan un delito de lesa patria. El vendaval ha arrastrado al PSC, que carece, virtualmente, de libertad de maniobra. Si cediera en sus reclamaciones, podría exponerse a la ruptura del Tripartito. Aparte de esto, el alma del PSC ha dejado de ser socialista para convertirse antes que nada en catalana. El proceso estaba, por así decirlo, incoado desde antes de Zapatero, pero se ha disparado tras la aprobación del Estatut en las Cortes Generales. Y es que es tan imposible abrir un espacio político sin que sus potenciales beneficiarios intenten ocuparlo, como aumentar el presupuesto de una administración sin que ésta averigüe el modo de gastárselo. Zapatero no calculó, ni remotamente, la avería que le estaba haciendo al país cuando convocó a Mas en secreto y dio curso a la ley que ahora tiene en ascuas a Pedro Solbes.

¿Cómo concluirá el pulso entre el Gobierno y la Generalitat? Hasta hace poco, se estuvo barajando la hipótesis dramática de un veto del PSC a los Presupuestos. Esa hipótesis nunca consiguió persuadirme. El veto supondría la virtual secesión del PSC, y acaso, la caída del Gobierno. Se ha enfilado al cabo el camino más fácil. En un movimiento que sólo cabe calificar de indecoroso, no sólo ha comprado Zapatero tiempo, sino permiso para eludir las explicaciones que de él se esperaban en el Congreso. Protegido por esta facilidad, tirará de los fondos públicos con el fin de que queden satisfechas, a la vez, la Cataluña bilateral y la España multilateral. Las firmezas de Solbes en su aparición congresual de ayer no despejan mis recelos. Asistiremos, después de agitar mucho la coctelera, a un aumento de la deuda. Más importante, no obstante, que la deuda en sí, sería la demostración en vivo, y ante millones de votantes, de que el Gobierno no se halla en disposición, por motivos que nos remiten directamente a la estructura territorial y su reflejo en los partidos, de atarse los machos y hacer buena pedagogía. Una victoria del PP por mayoría absoluta supondría un alivio, aunque no una solución. Ya que continuaría existiendo el Estatut, no amainaría la emulación territorial, y la falta de numerario haría complicado curar las heridas con el bálsamo de la subvención. El hecho de que Alicia Sánchez-Camacho, presidenta catalana del PP, haya entendido que impugnar el Estatut no impide sumarse al coro de los que piden sus efectos económicos, revela hasta qué punto las cosas han adquirido una dinámica que ningún partido puede detener. "¡Es la economía, estúpido!", rezaba un conocido lema electoral de Clinton. Pero nosotros no estamos en los USA sino en España, donde la política aprieta todavía más que la economía. Lo veremos según se vayan estirando los meses y el país, por citar a Shakespeare, vaya recordando cada día más a una historia llena de estruendo y furia, contada por un idiota.

Álvaro Delgado-Val