¡Los inmigrantes no existen!

Por Tahar Ben Jelloun, escritor. Premio Goncourt 1987 (LA VANGUARDIA, 14/03/06):

De vez en cuando, un extranjero -inmigrante ilegal o clandestino- es agredido en plena calle. Es presa fácil. Un delito que, a veces, queda impune. Algo que pasa y ha pasado en Milán, en El Ejido, en Clichy-sous-Bois... Una canción racista que compara a los inmigrantes marroquíes con los animales ocupa puestos preferentes en las listas musicales en Ceuta. Jesper Langballe, diputado del Dansk Folkeparti, o partido del pueblo danés (extrema derecha), afirma sin inmutarse que "hay muchos puntos en común entre Hitler y el islam". En suma, el odio sigue activo y fecundo. Sin embargo, hubo un tiempo en que estos extranjeros indeseables no existían, al menos en el paisaje habitual y en la conciencia de los ciudadanos.

Hubo un tiempo, en efecto, en que la inmigración no planteaba problemas. No entraba en la actualidad y no asomaba nunca en los discursos de los políticos en campaña electoral. Había, ciertamente, inmigrantes esparcidos por toda Europa, pero no se hablaba de ellos, no se reparaba en ellos; mejor dicho, se hacía como si no existieran. Trabajaban en silencio, construían autopistas y viviendas, recogían la basura, adecentaban las fachadas de las ciudades, para desaparecer, acto seguido, como yinns o genios salidos de las sombras de la noche.

Así eran las cosas a principios de los años setenta. Francia vivía más o menos alegre y confiada, Italia acogía sus primeros inmigrantes y España salía de la dictadura franquista.

Tuvieron que estallar la guerra de octubre entre Israel y Egipto y la crisis petrolífera provocada por las subidas de precios de los países árabes productores que doblegaron a Europa para que se constatara la existencia de población inmigrante -árabe, para ser más precisos- en la periferia de las grandes ciudades. En Marsella, una banda de criminales racistas asesinó, una noche de 1973, a una decena de magrebíes.

Europa se despertó un día sorprendida al comprobar que sus fábricas y talleres no funcionaban solos, sino que millones de brazos anónimos y extranjeros engrasaban una parte importante de su economía.

La extrema derecha se valió entonces de la existencia de estos inmigrantes para irrumpir en la política apostando sobre la baza del miedo y las amenazas, introduciendo así tensiones en el seno de la sociedad.

El extranjero ha sido siempre un buen chivo expiatorio. Al poco de finalizar la Segunda Guerra Mundial, unos inmigrantes italianos fueron apaleados hasta la muerte en la región de Niza. En 1930 hubo polacos expulsados y humillados en Francia.

En la actualidad, la cuestión de la inmigración se halla en el centro de las preocupaciones políticas de todos los responsables europeos. Siempre que Europa decide abordar este problema se reúnen los ministros del Interior como si la inmigración se considerara un peligro para la seguridad de los ciudadanos, una amenaza de invasión a sus mismas puertas. En este momento ha sido Nicolas Sarkozy, ministro del Interior y candidato a la presidencia francesa, quien acaba de proponer un nuevo arsenal de leyes sobre la inmigración. Habla de acabar con "la inmigración padecida para sustituirla por una inmigración elegida" tratando de atraer a esta política a los ministros del Interior italiano, español y muchos otros.

Por otra parte, estudios solventes a cargo de economistas y sociólogos nos dicen que la Europa del 2012 necesitará diez millones de inmigrados para seguir funcionando y también pagando las pensiones de los jubilados, cuya esperanza de vida no deja de aumentar.

Hace treinta años no se hablaba de inmigración y aún menos del islam. Actualmente, y sobre todo desde el 11-S, suelen amalgamarse ambos como si el mal proviniera de esta población escasa o nada integrada. Tal amalgama ha sido tan enconada que se ha hablado de inmigración a propósito de la revuelta de los jóvenes de las barriadas francesas en el pasado mes de noviembre. Se trata de jóvenes franceses que se rebelaron porque su país -Francia- los ignoraba. El hecho de que sus padres sean inmigrados no los convierte en inmigrados. A ello se debe -más que nunca- que Europa tenga que tomar conciencia de este problema sin mezclar ni confundir con sus padres a los hijos nacidos en su suelo, que poseen la nacionalidad europea. Es hora, tratándose de estos padres desamparados y desengañados y de los futuros inmigrados, de que Europa -toda Europa- diseñe una nueva política, una política común para la inmigración susceptible de añadirse a una política de cooperación entre el Norte y el Sur. ¡Piadosos deseos! Constatamos día a día la tendencia hacia los conflictos y el enfrentamiento entre culturas.

Es menester que responsables políticos y sociales con una visión del futuro basada en el respeto y la dignidad tracen urgentemente las líneas de esta nueva política. Se tendrán que entablar negociaciones entre los países europeos y los que poseen población candidata a la inmigración, barriendo de su ánimo y disposición todo aquello que recuerde los hábitos coloniales y los prejuicios que esconde un racismo sutil. Se quiera o no, los europeos no vivirán en una isla; habrán de mezclarse y conocer otras culturas, otras maneras de vivir y abrigar esperanzas.

Se tratará de aprender a convivir, de aceptar al otro para que pueda, a su vez, aceptar las leyes y costumbres de estos países. Sin esta pedagogía cotidiana, humilde y sincera, sin esta voluntad de igualdad en el trato y de respeto a los derechos y los deberes, sin esta determinación a acabar con la herencia colonial, Europa cometerá un grave error si sigue improvisando las políticas de inmigración, basadas todas ellas en la preocupación por la seguridad, la rentabilidad y el egoísmo. Circunstancia que no puede menos que favorecer el extremismo religioso, convertido en refugio identitario.