¡Parlamentarios: a «las cosas»!

Hasta final de abril, más de siete semanas después de las elecciones de marzo, las Cámaras de nuestra Monarquía parlamentaria no habían realizado otros trabajos que los ceremoniales y los administrativos. El Rey inauguró la legislatura en una sesión solemne de los dos brazos de las Cortes Generales. Previamente se habían constituido las Mesas del Congreso y del Senado y en el palacio de la Carrera de San Jerónimo se había elegido para presidir el gobierno al único candidato posible como sabía toda la nación. En su discurso de investidura el señor Rodríguez Zapatero resumió su programa electoral, y los portavoces de los grupos desgranaron monótonamente las razones por las que votaban a favor, en contra o se abstenían. En cuanto tuvo un resultado favorable, cuarenta y ocho horas después, el presidente designó sus ministros.

Que en esta ocasión el Congreso de los Diputados haya otorgado su confianza al candidato en un segundo momento tiene interés político, aunque este hecho no fuera objeto de debate. Significa que lo que ofrecía el presidente no contaba con la confianza de más de la mitad de los miembros de la Cámara. Por lo tanto, él y su partido tendrán que pelear paso a paso, y línea a línea, con unos u otros parlamentarios los proyectos del gobierno y la aprobación de la gestión de un ejecutivo monopartidista, sin mayoría propia ni pactada.

Después se han distribuido las presidencias de las Comisiones y los partidos han designado sus portavoces en negociaciones de despacho o de pasillo. Por fin, el 29 de abril se celebró la primera sesión ordinaria del Congreso. Pero fue más de trámite que de verdadero trabajo parlamentario. Se limitó a la convalidación de unos decretos leyes en que estaban de acuerdo gobierno y oposición, y se citó a los diputados para una semana más tarde tras el largo puente de principios de mayo. Por fin en la segunda semana han empezado las sesiones de trabajo del Congreso con las primeras reuniones de algunas de las comisiones.

Sesenta días son un tiempo bastante dilatado para estas iniciales vacaciones de los representantes de la ciudadanía. Son un trecho demasiado largo en un régimen parlamentario sin funcionar las Cámaras. En otras democracias no ocurre eso, y en España no debería suceder. Bastaría con aplicar el artículo 78 de la Constitución sobre las Diputaciones permanentes y que las de las nuevas Cámaras fueran nombradas y pudieran actuar desde la misma constitución del nuevo parlamento. Hasta ese momento desempeñarían sus funciones las de las Cortes disueltas.

Un Estado democrático como el de España no debe estar ni un solo día con un gobierno «en funciones» y sin una institución parlamentaria. Porque siempre «pasan cosas» o pueden pasar. Hay momentos en que parece que la historia se acelera y o se presentan situaciones de manifiesto interés nacional, como ha ocurrido ahora aquí sin que la institución parlamentaria haya podido ocuparse de ellas.

Tomando prestada a Ortega una de esas frases contundentes tan propias de su talento y de su enjundiosa palabra, habría que decir a las Cortes Generales y a sus miembros «¡parlamentarios, a las cosas!». En un momento de cierta parálisis política nacional, y de debates abstractos y discusiones fuera de la realidad el filósofo de Madrid llamaba la atención de la opinión pública con cuatro vibrantes palabras: «¡Españoles, a las cosas!». El reproche orteguiano podría haberse dirigido ahora a los parlamentarios nuevos -y a los de antes- desde el día siguiente a las elecciones: «Presidente, ministros, partido gubernamental y oposición, a las «cosas»».

Porque «cosas» pasan y no pocas ni de escasa importancia. Hemos tenido secuestrados a unos pescadores españoles que fueron apresados en aguas internacionales por unos «piratas» (es un decir). Tras negociar nuestro gobierno con ellos, los hemos recobrado con oro como estaban dispuestos a hacer los Romanos del siglo IV a. C., cuando los galos se apoderaron de la urbe. Hasta que llegó un enérgico magistrado que dijo «no»: salvó a su patria y el honor de la República; y echó fuera a los invasores. Es probable que ese rescate de ahora -tan parecido a los que conseguían los frailes en el Argel de Cervantes-, haya sido la mejor o la única de las soluciones posibles. Pero alguien del Ejecutivo debería haberlo explicado ya en sede parlamentaria, incluso con detalles, aunque tuviera que ser en la Comisión de los secretos oficiales. Y, la oposición, forzar a que así se hiciera.

Pero han pasado y pasan otras muchas cosas. Se ha modificado la estructura del Gobierno con nuevas carteras y unos cuantos «viceministros» más, acompañados de sus gabinetes, directores, asesores, etc., no sin una segura incidencia en el presupuesto aprobado por la anterior legislatura, que es casi la misma de ahora. Se han cambiado preceptos del reglamento del Congreso para reconocer como grupos parlamentarios a una pareja o un trío de diputados, a los que se les concede un mínimo de infraestructura y unos tiempos de palabra a que no les daba derecho la normativa vigente.

Las previsiones económicas del gobierno para ese futuro tan inmediato que empezó antes de ayer, no son ya las de principios del año. De lo cual el vicepresidente de Economía ha informado en los periódicos y en los otros medios (que es algo que está bien), e incluso ha hablado de ello en comisión. Pero no ha sido sometido a examen en los hemiciclos de las Cámaras.

Se ha separado la enseñanza superior universitaria del sistema educativo, en pleno complejo proceso de implantación de los acuerdos de Bolonia, como si las Universidades españolas fueran corporaciones independientes igual que en «anglosajonia» y no establecimientos del Estado o centros docentes autorizados por los poderes públicos.

Se ha reducido el Ministerio de Agricultura a una especie de subdepartamento del que pomposamente se llama todavía de «Medio Ambiente». Y hay reajustes entre las responsabilidades de distintos ministerios. A estas alturas no se sabe, por ejemplo, si algo de tanta repercusión económica y social (también en el plano internacional) como las «patentes y marcas» seguirán siendo competencia del Ministerio de Industria o se integrarán en recién nacido Departamento de Invención y Tecnología.

En el orden educativo hay medidas de gobiernos autonómicos que, de cumplirse al pie de la letra, podrían conducir en una sola generación a que haya españoles de distintas comunidades que si quisieran hablar entre ellos, tendrían que hacerlo en inglés. Y si existe algo que requiere un consenso de partidos, gobiernos territoriales, filosofías, tradición y cultura es la definición y los contenidos de esa «Educación para la Ciudadanía» que nadie sabe bien si es urbanidad, tolerancia, permisividad o patriotismo.

De estas cosas que están pasando, de las que la enumeración precedente es sólo un muestrario, tendría que estar ocupándose el Parlamento, y en las Cámaras o en sus Comisiones se debería estar ya inquiriendo si algunas de las cosas que se leen o se oyen en los medios por iniciativa de círculos o ambientes gubernamentales son globos de sondeo o apuntan a proyectos del Gobierno central o de autonomías del mismo perfil político. Algunos de ellos afectan a materias de tanta trascendencia como la estructura política territorial del Estado o los compromisos de España con la Iglesia católica sancionados por la Constitución.

Antonio Fontán, ex presidente del Senado.