¡Que viene el lobo!

Si hace unos años nos hubieran dicho que los fenómenos meteorológicos y sus consecuencias monopolizarían la actualidad política del país, no lo habríamos creído. En septiembre de 1962, cuando hubo las inundaciones del Baix Llobregat, las autoridades franquistas escondieron su responsabilidad bajo una gran campaña de solidaridad ciudadana hacia las víctimas. Más de 30 años después, el gran incendio de la Catalunya central en 1994 se saldó con enormes pérdidas económicas y paisajísticas, pero sin víctimas políticas.

Sin embargo, hoy resulta evidente que las catástrofes naturales condicionan la vida cotidiana de las personas, y que intervienen de forma directa en su apreciación de los diversos órganos de gobierno y opciones políticas. En líneas generales, la opinión pública considera que el riesgo de una posible catástrofe puede y debe evitarse, y que es al Estado a quien compete hacerlo. Si en la Inglaterra de 1679 se limitaron los abusos de poder sobre la población con el hábeas corpus, ahora la ciudadanía exige la máxima protección de los organismos públicos ante los peligros naturales.

Esta incorporación de las catástrofes a la agenda política de gobiernos y partidos ha llevado a Ulrich Bech a concebir el riesgo como un estímulo para la reinvención de la política. Según este sociólogo alemán, el riesgo nos trae a casa una condición del mundo que no existe (aún). Ahí radica su enorme poder y dificultad. No obstante, resulta curioso que sea en Catalunya, territorio históricamente sensible al estudio del clima y la meteorología, donde en mayor medida se esté dando esta intromisión del riesgo en la vida política. Es un hecho innegable que, durante las dos últimas etapas de gobierno de la Generalitat, algunos de los problemas de mayor repercusión social han sido motivados, directa o indirectamente, por fenómenos climáticos extraordinarios (corrimientos o desprendimientos de tierra, largos periodos de sequía, un devastador temporal de viento...). La reacción de la sociedad frente a estas situaciones excepcionales comienza cuestionando la fiabilidad de las predicciones meteorológicas, cuyas plataformas mediáticas constituyen los oráculos del país, y prosigue repartiendo responsabilidades entre las instituciones públicas.

La administración del riesgo se ha convertido en pieza clave de la vida política. Karl Mannheim, sociólogo de origen húngaro, estableció la relación entre los acontecimientos históricos traumáticos y la creación de una conciencia generacional. Cabe preguntarse, pues, en qué medida los atentados terroristas del 11-S en EEUU o del 11-M en Madrid han contribuido a formar una nueva noción de riesgo de carácter mundial y permanente, que requiere un mayor compromiso de los estados cara a su prevención. Por otra parte, a menudo las catástrofes naturales ponen de relieve hechos y actuaciones que, en circunstancias normales, no hubieran podido salir a la luz, del mismo modo que destacan lo mejor y lo peor de nuestros dirigentes políticos. En este sentido, hay que recordar que ha sido en esos momentos extremos cuando algunos candidatos presidenciales han logrado o bien remontar unas perspectivas electorales adversas o perder del todo su crédito: es el caso de Gerhad Schröder en las inundaciones ocurridas en Alemania durante el verano del 2005, y de José María Aznar tras los atentados del 11-M. En circunstancias excepcionales, la opinión pública suele mostrarse muy receptiva a la detección de las carencias, debilidades, contradicciones, trampas o mentiras de sus gobernantes que, sometidos a una fuerte presión, aparecen tan frágiles como los propios ciudadanos.

Así, las instituciones democráticas deben concentrarse en afrontar con rigor y seriedad las demandas de la población en cuanto a la prevención del riesgo, evitando desviar sus esfuerzos hacia operaciones de maquillaje político. Por otra parte, a pesar de sus excesos demagógicos, las campañas de acoso y derribo de la oposición no justifican en absoluto comportamientos irresponsables dirigidos a negar la realidad o a pasarse las culpas de unos a otros. Sin embargo, la correcta previsión, planificación y actuación de los gobiernos frente al riesgo, ya sea desde el inmediato ámbito local como a través de los poderes autonómicos, del Estado central o los acuerdos internacionales, no lo eliminan por completo. De la misma forma que el Estado no puede eludir su tradicional función de proveer de servicios vitales a los ciudadanos, estos tampoco pueden mantenerse ajenos a las recomendaciones y normas procedentes de la Administración. El constante ejercicio de este pacto constituye el principal testimonio de la historia democrática de un país. Y, por desgracia, en nuestro caso, andamos escasos þde ese testimonio y de esa historia.

Exigimos que las predicciones meteorológicas sean siempre ciertas, cosa imposible; que los gobiernos dispongan de los equipos necesarios en previsión de catástrofes esporádicas, y que regulen la actuación de la población sin perjuicio de sus libertades individuales. Se confirma, así, la fábula del joven pastor anunciando el lobo: nos inquieta mucho su llegada, pero cuando en verdad se produce nos coge desprevenidos.

Glòria Soler, historiadora.