«¿Que salve yo el planeta?»

Por Irene Lozano, periodista, lingüista y Premio Espasa de Ensayo 2005 (ABC, 24/08/06):

POR los altavoces del metro de Londres se oyen estos días avisos que recomiendan llevar una botella de agua encima para combatir el calor. Suscitando no poca inquietud añaden: «Si se encuentra mal, permanezca en la estación y pida ayuda a nuestro personal». Antes incluso de que las estadísticas revelaran que la ciudad ha vivido el mes de julio más caluroso de su historia, la red de metro se llenó de carteles para evitar desfallecimientos masivos. Porque bajo los túneles, y en vagones que carecen de aire acondicionado, se ha rozado la temperatura de la antesala del infierno.
Todo esto ocurre el mismo verano en que la Unión Europea ha llevado a cabo una campaña de publicidad masiva, de las llamadas de sensibilización ecológica, de cuyas buenas intenciones no hay por qué dudar. Sin embargo, el lema elegido para publicarse en la prensa y la televisión de toda Europa no puede ser más irritante: «Tú controlas el cambio climático».
¿Era imprescindible dejar perplejo al ciudadano medio? Porque lo cierto es que en esta época la mayoría carecemos de toda certeza sobre el futuro del planeta y si acaso tenemos una intuición, ésta nos dice que los acontecimientos están fuera de control, no ya del nuestro, sino de cualquier tipo de control. En estas circunstancias, parece una carga excesiva convertir de pronto a los ciudadanos en responsables de una de las mayores amenazas que se ciernen sobre la tierra.
Tan excesiva es esa carga que no podemos por menos que pedir aclaraciones para aliviar la desazón provocada por nuestro insano comportamiento. En concreto, nos gustaría saber si la responsabilidad que nos achacan la compartimos con alguien más o cada individuo ha de llevarla en exclusiva como una cruz. Me refiero a la posibilidad de que los sectores industriales, que emiten cerca de la mitad de los gases contaminantes, tengan algo que ver.
Richard Chartres, obispo de Londres, contaba hace unos días en The Guardian que los aviones y la actividad aérea británica en conjunto contribuyen en un 12 por ciento al total de las emisiones de efecto invernadero del Reino Unido. Añadía que un solo vuelo desde aquí a Florida produce tanto dióxido de carbono como un motorista en un año entero. A la vista de estos datos, ¿podría la UE aclarar si quienes supuestamente controlamos el cambio climático debemos ir en moto? ¿Debería la UE refinar su mensaje y difundir uno más explícito, del tipo «No tome aviones»?
Dado que los gobiernos y los parlamentos nacionales tienen encomendada la tarea de aprobar leyes, ¿han considerado los gobernantes europeos la posibilidad de hacer algo con su poder, en lugar de echar balones fuera? Porque después de oír durante más de tres décadas a los ecologistas advirtiendo de la degradación del planeta, después de observar cómo las negras predicciones de quienes fueron en su día tildados de lunáticos figuran hoy en los documentos de trabajo de cualquier Ministerio de Medio Ambiente, resulta exasperante que, cuando al fin los gobiernos parecen decididos a hacer algo, sólo se les ocurra decir que la culpa es nuestra.
La tendencia a responsabilizar al individuo de lo que no está bajo su control no surge de la nada, naturalmente, sino que se sustenta sobre una base lógica: si cada uno de nosotros produce menos basura, consume cabalmente el agua, la energía y los recursos en general, el daño al medio ambiente será menor. En el fondo no se trata más que de aplicar el viejo principio ecologista: «Piensa globalmente, actúa localmente». Un lema que resulta aceptable cuando alguien con preocupaciones medioambientales quiere evitar daños al planeta y lo hace a pesar de su Gobierno, pero de todo punto inadmisible si se convierte en propaganda oficial, porque los gobiernos tienen en sus manos los instrumentos para reducir las emisiones de CO2.
Se aprobó el Protocolo de Kioto en 1995 y, aunque podrían adoptarse muchas más medidas, para empezar no estaría mal que se lo tomaran en serio. Por mencionar sólo algunos casos, España y Portugal emiten ahora al menos un 40 por ciento más de dióxido de carbono que hace quince años, y Canadá un 20 por ciento más. El borrador del Plan Nacional de Asignación de Derechos de Emisión recoge, y acepta, que España emita cien millones de toneladas de CO2 más de las permitidas por Kioto. ¿De verdad quieren hacernos creer que somos los ciudadanos quienes controlamos el cambio climático?
Por alguna extraña razón, en todo lo que concierne al medio ambiente, los gobiernos parecen haber interiorizado los grandes ideales para enfangarlos, para tratar de mejorar su imagen tomando las medidas más ridículas. Porque en última instancia todo depende del individuo, también un homicidio, y a nadie se le ocurre hacer una campaña diciendo: «Tú controlas la tasa de criminalidad», sino que se aprueban leyes castigando a los que matan. Sin embargo, sólo en lo medioambiental se alumbran lemas que fían la solución al buen hacer de cada cual. ¿Por qué? Porque la mayoría de la gente no mata, pero sí usa el coche, derrocha energía, consume de manera insensata...
Ciertamente todos participamos del llamado estilo de vida occidental y por tanto somos parcialmente responsables, pero ni mucho menos en igual medida. Los primeros responsables son los gobiernos, cuya eficacia sería mucho mayor si tomaran medidas contra esa industria a la que, siendo la principal contaminante, se le permite seguir aumentando sus emisiones de CO2. Pero en lugar de hacerlo se nos dice a los ciudadanos de a pie que pecamos cuando encendemos el aire acondicionado. ¿No parecería más sensato, por ejemplo, prohibir la circulación de ciertos coches algunos días o limitar la compra de vehículos a uno por familia? Para muchos sería un fastidio, desde luego, pero tiene más sentido que estimular la adquisición masiva de coches para luego instar a la gente a dejarlos en el garaje. La cruda realidad es que los gobiernos no toman ese tipo de medidas porque temen que la economía se hunda, sin percibir que el enloquecido crecimiento actual se asemeja bastante a la reproducción cancerosa de las células: concluye con la muerte si no se detiene a tiempo.
También razones económicas llevaron a Estados Unidos y Australia a no firmar el Protocolo de Kioto, sin percibir que esa motivación aparentemente pragmática es un error y que lo práctico hoy es abordar el problema desde un punto de vista moral, como argumenta Chartres: «Hubo un tiempo en que se decía que la esclavitud no era una cuestión moral y que nuestro sistema económico dependía de que se mantuviera la mano de obra esclava. Ahora se dice que el medio ambiente no es una cuestión moral y se asegura que nuestras economías dependen de que los humanos podamos seguir explotando los recursos naturales».
En algún momento los gobiernos deberán deshacer el nudo de la paradoja aparente que paraliza cualquier intento serio de prohibir drásticamente esquilmar los recursos o contaminar. Porque es moraly porque es útil, porque el planeta podrá seguir existiendo sin nosotros, pero los humanos no podremos seguir viviendo en un planeta destruido. Sería excelente que lo hicieran antes de que llegue el desierto, que no esperaran a que el mar inunde esas fabulosas promociones mediterráneas en primera línea de playa.