«Barroco árabe»

Santa Crusz Cruz de Mompox es una hermosa ciudad en el curso medio-bajo del Magdalena, fundada en 1540 y en nuestra contemporaneidad declarada Patrimonio Histórico de la Humanidad. Su trazado y construcción constituyen un buen ejemplo de la gran operación de trasplante de la sociedad y la cultura españolas al continente americano, empezando por la arquitectura: calles anchas y rectilíneas - el «Sueño de un Orden», llamó alguien a aquel urbanismo- , nombres como calle de Nuestra Señora de Covadonga o Albarrada de San Rafael, y por doquier enrejados con tejadillo y poyete adosado, muros enjalbegados, patios, puertas resaltadas, tejas... Elementos que hemos visto tantas veces en otros lugares de América, de Extremadura o Andalucía Occidental. No valdría la pena repetirlo de no haber encontrado allí el mismo absurdo, engrosado por la ignorancia, que te asalta en otros puntos de Iberoamérica. En el siglo XIX, el río cambió su cauce y el centro comercial y administrativo de la región pasó a Magangué, quedando Mompox en estado casi fósil, lo cual salvó su belleza pero perjudicó a su gente, como en tantos rumbos, incluida España. Las iglesias de Santo Domingo, San Agustín o San Juan de Dios, la traza abierta y luminosa o las inevitables lápidas conmemorativas («Aquí habitó Bolívar varias veces huésped del prócer doctor Vicente Celedonio González de Piñeres») testimonian un pasado pujante y sólo, en el brazo de río que resta, dos goleros picoteando sañudos el cadáver de una vaca, sobre el que navegan, nos recuerdan que estamos en Colombia.

Ante la torre y fachada de la iglesia de Santa Bárbara, alguien -con mejor voluntad que conocimiento- me arrea un estridente clarinazo, añadiendo que folletos y visitantes refrendan la veracidad de su observación: lo que tenemos enfrente es una muestra de «barroco árabe». Conmovido, me estremezco ante el hallazgo de este nuevo orden arquitectónico y desaparece la simpatía afectuosa que hasta el momento me suscitaba el ingenuo pastiche de aquella fachada de arte popular con pujos de arquitectura culta, el cupulín achatado, las columnitas salomónicas, los pinjantes blanqueados, el aire general de modelado a mano: invito a quien guste a contemplar las fotos que conservo. Todo se esfuma cuando la hidra de la desvergüenza y la desinformación asoma de nuevo la cabeza fuera de su caverna. Comento que aquello fue construido entre 1795 y 1808 y, por tanto, de árabe puede tener poco; escudriño el edificio ya con mirada inquiridora y mis ojos no ven nada de árabe, nada. De repente, me veo muchos años atrás contemplando la portada del convento de San Bernardo de Salta, oyendo comentarios parejos cuya fuente última era un chanta porteño (indocumentado con cara dura, para entendernos), aunque en la ciudad argentina se habían moderado y lo habían dejado en «mudéjar», que compromete menos.

Desde los tiempos del Descubrimiento y Conquista hasta nuestros días, los españoles primero y sus sucesores criollos o iberoamericanos actuales, han buscado explicaciones maravillosas y exóticas, orígenes extraños, al mundo que los rodeaba y desbordaba o, incluso, que ellos mismos habían creado, aunque la memoria de tal extremo se hubiera perdido. Los cronistas de la primera época (Andagoya, Francisco de Xerez, los mismos Oviedo y Cieza de León) recogen, otorgándoles mayor o menor verosimilitud, comentarios y testimonios que entroncan las novedades que se topan con imágenes o categorías ya conocidas del Viejo Mundo: buscan -y encuentran, por descontado- semejanzas en las lenguas indígenas con hebreo, turco, persa, árabe, beréber; denominan y envuelven con palabras y conceptos inteligibles para ellos las realidades americanas que tanta perplejidad les provocaban («mezquita» por ara o huaca, «Papa» por chamán, el mismo nombre de Venezuela y un larguísimo etcétera). Con el tiempo, los hijos y nietos de los pobladores, al conocer mejor el medio, moderan sus entusiasmos por la fantasía, pero manteniendo siempre la puerta abierta a explicaciones prodigiosas que realzarían el valor de actos u objetos, actitud bien vista y documentada por el argentino Hernán Taboada en su libro La sombra del Islam en la conquista de América.

Pero en nuestros días no hay ingenuidad ninguna ante la sorpresa de lo ignoto: mero aprovechamiento y explotación de la ignorancia general, empezando por la del mismo propagandista del arabismo o -lo que es peor - del islamismo. Si todo se limitara a casos aislados, de pura melancolía o nostalgia, protagonizados por guías turísticos que no saben de lo que hablan o por inmigrantes de remotas o cercanas raíces árabes verdaderas, el fenómeno no merecería ni unas líneas, pero -como en lo referente al andalusismo redivivo que por acá padecemos - la inocencia pereció sin dejar huella y no podemos callar ante la catarata de despropósitos que tratan de llevar el agua a su sucísimo molino, para empercocharla a fondo, como es natural. Y ya ni el aburrimiento por la reiteración de disparates es parte suficiente para silenciarnos. La inexistencia de musulmanes en el continente americano, en proporciones apreciables, antes de fines del XIX, es una evidencia basada en abundante documentación y en hechos incontrovertibles. No repetiremos aquí argumentos expuestos y desarrollados por extenso en algún libro y al alcance de quien quiera enterarse, pero brevemente sí podemos dejar bien sentado que, ya desde 1501, Nicolás de Ovando entre sus instrucciones llevaba la indicación de impedir el paso a Indias de moros, judíos, conversos, gitanos, etc. («ningún reconciliado, o nuevamente convertido a nuestra Santa Fe Católica, de moro, o de judío, ni hijo suyo, ni nietos de persona que públicamente huviese traido sambenito, ni nietos de quemados, o condenados por hereges» podía pasar a las Indias, establece una norma de 1518). Normativas reiteradas en 1522, 1530, 1539, etc. El Cedulario de Encinas, el Diccionario de gobierno y legislación de Indias de M. Josef de Ayala o la Recopilación de leyes de Indias de 1681, recogen un centón de materiales abrumadores (por no irnos al Indice de Boyd-Bowman o el Catálogo de pasajeros de Indias), sin embargo los propagandistas de las raíces árabes de América -hasta precolombinas- no se detienen ante nada.

Y ya ni se conforman con la posibilidad - que, como tal, fuerza es matizar en cada ejemplo- de que elementos sueltos de la cultura andalusí hayan pasado a través de los españoles, que los habrían asimilado más o menos, según. Tal el mudéjar americano, que sí existe, pero en sus manifestaciones reales, no en cualquier parte. Y a base de elucubraciones hilarantes y delirantes, uno encuentra los «rasgos árabes» del Brasil en la «dulzura del trato a los esclavos» (se olvidó de los eunucos), en el gusto por los dulces y las gordas, o en la limpieza; mientras las tapadas limeñas, la legislación (¿?) o la música (¿?) del Perú tendrían idéntica procedencia. Pero es que otros (y otras) señalan la indubitable génesis de los gauchos argentinos en los moriscos, por montar a caballo, vivir en espacios desérticos o ¡componer poesía! Y no falta algún argelino historiador, o lo que sea, que afirma contundente que «América la descubrieron los árabes» porque el nombre Brasil vendría de la denominación de los Banu Barzal, de Msila...El repertorio es inagotable y detendremos por ahora la erudición postiza o verdadera y continuaremos en el futuro con el asunto: es mucho más serio de lo que sugieren las mamarrachadas de chantas y andalusistas. Me temo.

Serafín Fanjul, catedrático de la UAM.