«Como el moro este hable, la hemos 'cagao'»

Demasiado fuerte el asunto como para concluir sin más que todo es pura fantasía. Demasiado riesgo el que asume este individuo como para lanzarse a sentenciar que la suya es una apuesta ciega y que sus denuncias, estremecedoras por lo que apuntaron aún más que por lo que dijeron, están sustentadas en la nada, en la casi nada o se rebozan en alguna de las muchas conspiraciones que se sacan a relucir cada vez que el panorama que se muestra al público no es del agrado de quienes siempre lo tuvieron todo muy claro.

El caso es que ayer declaró un testigo protegido, de apodo Cartagena, que fue escuchado en la sala en medio de un silencio cortante. No era para menos. Empezó como con miedo, o eso nos pareció a los que estábamos ya sentados cuando se abrió, en un lateral, la puerta de los declarantes. A esas alturas de la tarde, recién dadas las cuatro, la persiana que debe impedir que los procesados les vean la cara a los testigos estaba bajada a media asta. Así que, en un reflejo rapidísimo, los ocupantes de la jaula de cristal se inclinaron hacia el suelo para fijar en sus retinas el rostro de quien ya se había decidido a dar los tres o cuatro pasos que le separaban de su silla de testigo. O de verdugo. O de condenado a muerte, que ya veremos en qué queda todo esto. Gómez Bermúdez dio dos bocinazos seguidos: uno, para que un funcionario se interpusiera entre Cartagena y los acusados y lo ocultara a su vista. El otro, para que la maldita persiana se bajara del todo. Demasiado tarde: ya le habían visto la cara, aunque luego se vio que no tenían ni por qué haberse molestado.

Es más, según fueron pasando los minutos, cargados de fuerza, de tensión y de intriga, pero sobre todo de estupor, la mayor parte de los ocupantes del cubículo blindado parecieron relajarse: las cosas que estaba contando Cartagena, que eran una bomba detrás de la otra, no iban dirigidas contra la cabeza de casi ninguno de los presentes. No, no. El testimonio de este hombre apuntaba muchísimo más alto: en dirección a la policía española. Explicó una y otra vez que él había venido informando de los movimientos de los islamistas. Y que contó a sus enlaces, con pelos y señales, movimientos, personajes y reuniones sospechosísimas, siempre antes del atentado, como una en la que El Tunecino le convocó a él y a otros para decirles que buscaba mártires y allí mismo levantaron todos la mano, él incluido. Para no delatarse, añadió.

Dijo, por ejemplo, y lo dijo repetidamente, que eran los policías -cuyos nombres y apellidos auténticos también proporcionó- quienes le decían lo que tenía que contar y lo que tenía que callar cuando declarara ante el juez. Añadió que esos mismos policías le señalaban los nombres de los islamistas de cuya existencia tenía obligatoriamente que olvidarse en sus declaraciones. Soltó algo increíble: que él vio cómo ese mismo Tunecino, responsable directísimo del crimen de Atocha, charlaba tranquilamente en un VIPS de Madrid con uno de sus contactos policiales. Antes del 11-M, se entiende. Y, para rematar la cosa, explicó que el 3 de abril, cuando faltaban horas para que los terroristas saltaran en pedazos en el piso de Leganés, los policías, que habían ido a buscarle de urgencia a Almería y le habían traído volando por las carreteras, le propusieron sobre la marcha que fuera a ese piso y se metiera dentro.

Luego se produjo la bestial explosión y lo más grande que quedó de aquellos siete hombres fue una uña. Pero es que, antes de que eso sucediera, se había producido la siguiente escena: él, Cartagena, le decía a su enlace policial, en referencia al atentado del 11-M, algo así como: «¡Pero si todo esto a ti ya te lo había dicho!» y volvía a repetir ante un comisario, real o supuesto, todo lo que él sabía y había contado durante años. Y fue entonces cuando el comisario, o lo que fuera, se apartó a un lado, llamó por teléfono a alguien y sentenció sin reparos: «¡Como el moro este hable, la hemos cagao!». Y tanto que sí, si es que todo, o parte, o la mitad de la mitad de lo que ayer escuchamos se acerque a la verdad.

Porque lo que Cartagena describió ayer fue un escenario inaudito en el que ciertos responsables policiales parecían haber estado dibujando un mapa, del radicalismo primero y del terrorismo después, en el que los personajes presentes en el dibujo entraban o salían de la escena al antojo de los policías. El colofón vino cuando, preguntado con qué dinero pagaba al psiquiatra que le había atendido, contestó después de unos segundos eternos de silencio: «Eso, que se lo digan en la Secretaría de Estado de Interior».

Es que fue un golpe, y otro, y otro, y otro, y así durante más de tres horas. Muchos habrá que conozcan el contenido de la denuncia que este hombre hizo en diciembre ante la Audiencia Nacional contando casi todo esto, dicen. Pero el modesto ciudadano que le escuchara ayer, o que lea hoy lo que dijo en el juicio, quedará atónito y mentalmente desencajado. Serán verdad o serán mentira las cosas que cuenta Cartagena. Si fueran mentira, habría que buscar algún premio del más alto nivel y del máximo prestigio porque ni sir Lawrence Olivier lograría alcanzar las cimas de dramatismo y seguridad en la escena, combinando la convicción al decir el texto con lo peliagudo de la trama, que Cartagena consiguió ayer. Ni el Old Vic ha contado nunca entre sus grandes con semejante mago del teatro. Pero, aún así, es obligado no echar en saco roto -hablo desde el punto de vista ciudadano, que la verdad judicial, ésa se despachará en la sentencia que el tribunal emita cuando toque- las cosas que quedaron allí dichas y que hacen imposible echar al olvido.

Victoria Prego