«Matrimonio» y «nación»

Por Miguel Ángel Garrido Gallardo, Profesor de Investigación del Instituto de la Lengua Española, CSIC (ABC, 12/01/06):

ENTRE los debates sociales recurrentes habidos en la España de 2005 y que colearán en 2006, hay dos que parecen haberse centrado en una cuestión de palabras, palabras, palabras... A algunos les da la impresión de que la sociedad se hubiera vuelto nominalista como por ensalmo y lo único que le interesara fuera cómo se llamen las cosas y no las cosas mismas. Por otro lado, hay, entre los que quieren cambiar el significado de una palabra, quienes argumentan que no tiene importancia (salvo, quizás, sentimental) porque las cosas siguen igual. Los que no quieren que cambien arguyen que no es así y que, si así fuera, si no tiene importancia el cambio, ¿para qué introducirlo?

Las palabras significan dentro de un sistema y en situación. «Solo» quiere decir en el diccionario panhispánico «sin compañía», pero, en España y ante la barra de un bar, significa «café». No es verdad que hablando se entiende la gente si confundimos la soledad con la infusión.

También es cierto que, aunque palabra y cosa no son lo mismo, las palabras condicionan la percepción de la realidad. En los libros de bachillerato se enseñaba que en gaélico «glu» significa tanto verde como azul, y, aunque eso no convierte a los hablantes de gaélico en una suerte de daltónicos, sin duda los hablantes de esa lengua perciben como un totum revolutum los distintos matices de verde y azul y tienen que hacer un esfuerzo adicional para diferenciarlos, como nosotros lo hacemos cuando hablamos de verde mar, verde cielo, verde esmeralda, etcétera, pero no cuando distinguimos nítidamente entre los dos colores fundamentales.

Alrededor de ocho millones de personas se han opuesto en España a que la palabra «matrimonio» (hasta ahora, unión de hombre y mujer para crear una familia) se aplique también a la unión homosexual de hombre y hombre o mujer y mujer. Los partidarios del cambio dicen que en nada afecta esta extensión del término a los que hasta ahora tenían su patente (pues ellos siguen igual); los que preconizan que las uniones homosexuales no se llamen matrimonios, sino, como en otros países, contrato civil de convivencia, argumentan que afecta y que, si no afecta, ¿para qué cambiar?

La verdad es que sí afecta. Azul no sólo es azul, sino no-verde y verde no sólo es verde, sino no-azul. Como techo es no-suelo, y suelo no-techo, realidades que no se percibirían con tanta nitidez si a suelo, techo y paredes los llamáramos simplemente límites. Por mucho que se burle el correspondiente canal de televisión de su personaje, el guiñol de Ana Botella tiene razón cuando repite que peras no son manzanas y manzanas no son peras... Está enunciando la primera regla del funcionamiento de la estructura lingüística.

Igualmente, porque pertenece a la esencia del lenguaje este funcionamiento, tiene importancia la atribución o no del término «nación» a Cataluña. También aquí la palabra significa no sólo en sí, sino por su diferencia con otra. Si estuviéramos hablando de la gran nación que constituyen los EE.UU., probablemente debiéramos plantear de otra manera el significado de nación, pero el caso es que en la Constitución española nación es lo que no es nacionalidad, y nacionalidad lo que no es nación. Llamar nación a una nacionalidad no es sólo extender el término a otras realidades, sino redefinir, oscurecer lo que significa nación aquí y ahora, en este contexto y situación.

No es mi propósito decir y valorar si la sociedad quiere o no cambiar la institución del matrimonio, pero en la Constitución significa lo que he dicho, como se demuestra por el hecho de que en su día nadie objetara las normas derivadas en que se exigía la concurrencia de hombre y mujer como presuposición natural. Cambiar el alcance de la palabra es un cambio constitucional. Y no vale argumentar que los cambios sociales pueden reinterpretar los contenidos constitucionales. Claro que sí. La Constitución no es inmutable, pero precisamente por eso tiene mecanismos para que se puedan introducir democráticamente los cambios cuando se producen, sin colarlos de rondón. Tampoco quiero valorar si la organización de España pueda ser la de una «nacionalidad» que engloba a distintas «naciones» o «estados», pero afirmo que es evidente que llamar hoy «nación» a algo distinto del conjunto de España, se diga donde se diga, es un cambio constitucional.

Y todo esto no es cuestión de que lo apruebe o lo prohíba el diccionario. En él, los términos presentarán las acepciones de sus usos. «Nación» o «matrimonio» podrán significar en el futuro en español de España otras cosas distintas de lo que ahora significan si así se adopta por el uso o por la imposición legal. Lo que no estaría bien es que los cambios llegaran al diccionario tras la colosal superchería de que se ha tratado de meras extensiones de significado de palabras y que, por consiguiente, nada ha cambiado en la primitiva realidad.

Jugando con las palabras se podrá decir que la incorporación del «matrimonio homosexual» es muestra de exquisito respeto a las minorías, extendiendo un derecho por el que suspiraban algunos miles de personas, y no que es robar la identidad institucional de otra minoría de varios millones de otras personas que desean seguir alojándose pacíficamente en esta denominación en la que estaban desde siempre. Personas, además, que en nada se oponían a las ventajas administrativas que se iban a otorgar a la unión homosexual. Jugando con las palabras se podrá decir que poco importa a qué demos el nombre de «nación», porque lo sustantivo es el contenido que se quiera atribuir al término, pero la verdad es que el perfil de este tipo de realidad se configura por el sistema de denominaciones.

El pensamiento mágico creía que la palabra creaba la realidad y que la realidad tenía adosada las palabras como un etiquetado automático e incontrovertible. Eso no es así y hace mucho que los seres humanos nos venimos haciendo cargo del lenguaje en toda su complejidad. Pero eso no autoriza a utilizar las reglas del lenguaje de modo que valgan para engañar, no para comunicarnos.

Hablando se entiende la gente cuando las palabras son del mismo código y las referimos a un mismo sistema y situación. Cuando no, se miente, se hace violencia mediante la palabra y se incurre en la demagogia.