«Pienso pero no existo»

Cuenta Robert Darnton que cuando en 1772 Diderot publicó los dos últimos volúmenes de su Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des metiers ya conocido como la Encyclopédie, rechazó de plano una propuesta de reedición por considerar que el resultado final de ese trabajo colectivo, promovido por D'Alembert y en el que a lo largo de un cuarto de siglo se habían implicado también Voltaire, Rousseau o el propio Montesquieu con un artículo póstumo, era «una monstruosidad, algo que habría que reescribir de principio a fin».

A esa sensación de fracaso contribuyó, por supuesto, la brega insoportable que los enciclopedistas tuvieron que mantener con la censura regia y eclesiástica, prácticamente desde la aparición del primer volumen en 1752. Mutatis mutandis los planteamientos inquisitoriales de los jesuitas y otros clérigos con vara alta en la corte de Luis XV no eran demasiado diferentes de los esgrimidos hoy por el Grupo Parlamentario Socialista al pedir nada menos que el bloqueo de la distribución del Diccionario Biográfico de la Academia de la Historia hasta que una «comisión científica», ahormada a su satisfacción, corrija las desviaciones de la obra respecto a la ortodoxia dominante.

No es difícil entender que en el ecuador del siglo XVIII las interpretaciones racionalistas sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el valor de la teología o el propio concepto de tolerancia resultaran bastante más provocadoras a los ojos de la sociedad estamental de lo que, por muchos aspavientos que hagan, pueda serlo para la izquierda política y cultural de este momento la mirada benévola del antidemócrata Luis Suárez sobre la figura opresora de Franco. No en vano, como dice el propio Darnton, D'Alembert y Diderot habían «reorganizado el universo cognitivo y reorientado al hombre dentro de ese universo, mientras empujaban con el codo a Dios hasta dejarlo fuera».

Comprendo que alguien alegue que aquellas transgresiones alentaban el progreso y ésta contribuye a la reacción, pero la cuestión clave es si la libertad de opinión es un valor superior a esa dicotomía, como siempre hemos creído los volterianos -y a lo que se ve también el Tribunal Supremo, absolviendo a los editores filonazis-, o si por el contrario tiene tan sólo un sentido instrumental al servicio de las percepciones dominantes y la presunta verdad establecida, de forma que el hecho de que un proyecto se financie con dinero público ha de conllevar el derecho o incluso el deber institucional de velar por la corrección política de su contenido.

Es cierto que nuestro orden constitucional ofrece a la postre a cualquiera que se embarque en un proyecto intelectual de esta envergadura un marco de seguridad jurídica al que sólo en sus sueños más idealistas podían aspirar quienes trataban de encender aquellas primeras luces en medio de la oscuridad del absolutismo. Y eso se traduce en que por muchas resoluciones que adopte la izquierda parlamentaria y muchos banquillos tipográficos en los que la izquierda periodística pretenda arracimar a los académicos destinados a su paredón intelectual, sólo una resolución judicial firme, francamente inimaginable a la luz de la jurisprudencia recién aludida, podría detener la distribución del Diccionario Biográfico Español.

En el otro platillo de la balanza habría que colocar, sin embargo, el hecho de que a pesar de las semanas transcurridas desde la ignición de la polémica aún no haya surgido en el ámbito gubernamental o entre la propia progresía cultural una figura con la altura de miras y la capacidad de actuar contracorriente que caracterizaron a aquel heroico Malesherbes que, siendo el encargado de la censura como director de la Biblioteca Nacional, se convirtió en el principal protector de la Encyclopédie, llegando a ocultar sus originales en su propio domicilio cuando el Consejo de Estado ordenó destruirlos. Ni las pocas personas de calidad que quedan en el Gobierno, tipo Ángel Gabilondo o Miguel Sebastián, ni siquiera una figura au dessu de la melée como Bono, han levantado su voz para defender el derecho a difundir pensamientos heréticos en una sociedad pluralista. Y eso que vivimos en una época en la que las posibilidades de que te corten el pescuezo por distinguirte del rebaño, como le pasó al pobre Malesherbes cuando casi medio siglo después asumió la defensa de Luis XVI ante la Convención, son mucho más remotas.

Si en algunas noches de insomnio, cuando lo único iluminado alrededor son las luces cenitales de mi biblioteca, abro con veneración algún tomo de esa rara primera edición de la Encyclopédie que hace un par de años me vendió el librero Luis Bardón y que constituye hoy la más preciada de mis posesiones, no es porque desde una perspectiva canónica discrepe demasiado de esa opinión masoquista con la que Diderot hizo balance retrospectivo de tantos años de loable empeño. No se trata de una «monstruosidad» ni afortunadamente fue «reescrita de principio a fin», pero una parte significativa de los textos de la Encyclopédie bien podrían pasar a la antología del disparate, incluso si se examinan a la luz de los conocimientos de la época.

Casi por casualidad he descubierto recientemente que un personaje secundario del periodo que más he estudiado de la Revolución -un tal doctor Menuret, médico del Estado Mayor del general Dumouriez cuando éste consumó su traición, pasándose a los austriacos- había sido en su juventud el autor de los textos de entradas tan significativas de la Encyclopédie como manstupration o mort. El primero se dedica a detallar «una infinidad de enfermedades muy graves, casi siempre mortales» fruto de las manipulaciones que «los dos sexos, rompiendo los lazos de la sociedad», llevan a cabo «con sus criminales manos». Esta «secreción ilegítima de semen» provocaba unas veces la ceguera, otras el «reumatismo universal» y otras una combinación de parálisis y epilepsia, pero siempre desembocaba en «una muerte con todos los horrores de la más espantosa desesperación» (T. X, pags. 51-53).

La premisa del segundo artículo aún es más impactante: «Es un axioma generalmente adoptado que la muerte no tiene remedio. Nosotros nos atrevemos sin embargo a asegurar, basados en la estructura y las propiedades del cuerpo humano y a partir de un gran número de observaciones, que la muerte se puede curar». Menuret, que al menos tenía el doble rasgo de honestidad de firmar sus contribuciones con su inicial en minúscula y declararse consciente de que estas opiniones le convertirían en objeto de befa y escarnio, distinguía entre la «muerte imperfecta» ante la que la medicina tenía, según él, ciertos recursos y la «muerte absoluta» frente a la que seguía vigente el principio latino «contra vim mortis nullum est medicamen in hortis» (T. X, pags. 725-727).

Hasta tal punto tienen razón quienes, rasgándose las vestiduras, claman que las deficiencias de un gran diccionario pueden inducir a posteriores errores en cascada, que fue esa teoría de la «muerte imperfecta» la que sirvió de base a dos médicos alemanes para realizar a finales de siglo un alegato contra la guillotina, argumentando que «las cabezas separadas de sus troncos pueden experimentar dolores agudos» en el intervalo que media entre el «síndrome temporal» -fruto de la acción de la cuchilla- y el momento real del óbito. Según ellos ese lapso de tiempo durante el que el muerto seguía muriéndose podía durar hasta un cuarto de hora, «teniendo en cuenta que la cabeza, al ser gruesa y redonda, no pierde calor fácilmente».

Puede parecer estrafalario pero les prometo que desde que Zapatero decidió continuar como si tal cosa con sus planes de agotar la legislatura, después de ingresar como cadáver político en la morgue del 22-M, no he dejado de pensar en esta majadería santificada por la obra cumbre de la Ilustración. Sobre todo a partir de la irónica exégesis que el historiador Daniel Arasse hiciera de esa imagen de «una cabeza sin un cuerpo, capaz de pensar un único pensamiento: 'Pienso pero no existo'».

No hay nada que pueda resumir mejor el extremo estupor en el que debe de estar sumido el aún nominal presidente del Gobierno, sobre todo desde que ha empezado a enterarse de una pequeña parte de las cosas que Rubalcaba hace ya no sólo para desmarcarse de su sombra sino para ridiculizar gran parte de su legado. Zapatero es un «muerto imperfecto» que cree que lo suyo aún tiene cura. Conserva su siempre peculiar capacidad de discernimiento pero no parece ser consciente de que las urnas le separaron la cabeza del cuerpo. Por eso toca la campanilla y ya no acude nadie. Por eso llama por teléfono y ya no responde nadie. Por eso llega al Parlamento, se abre la puerta de su automóvil y de su vehículo ya no baja nadie. Y pretende seguir así no 15 minutos sino nueve meses más, a modo de muerto que sigue muriéndose.

Aunque sólo Barreda -que por algo es profesor de Historia contemporánea- se ha dado cuenta por ahora, en el ectoplasma que forman los fragmentos de lo que fue un día Zapatero se refleja algo más que un drama personal. Cuando se pierde la «hegemonía ideológica» antes o después se pierden la «iniciativa política y las elecciones», ha resumido con tino el pronto ex presidente de Castilla-La Mancha. Quien vive su agonía postmortem es el PSOE en su conjunto, incapaz de redefinir el papel de la izquierda en la Europa de la moneda única y aferrado por ende a tics tan artificiales como la legitimación de los nacionalismos o la obsesión con el pasado, Diccionario Biográfico incluido.

¿No es este itinerario que va de las ocurrencias del doctor Menuret a la certera reflexión de Barreda prueba suficiente de que una obra monumental como sin duda fue la Encyclopédie puede incluir graves errores no sólo sin perder por ellos su envergadura y su sentido, sino convirtiéndolos en fuente de tensión paradójica o incluso adversativa con el lector crítico que antes que saciar su curiosidad busca disfrutar con ella?

De la misma manera que no existe un solo lector de EL MUNDO al que le gusten todos y cada uno de los artículos que publicamos, no habrá un solo suscriptor del Diccionario Biográfico Español que no tropiece con alguna piedra de escándalo al rastrear sus páginas. En mi caso concreto lo que más me indigna, como testigo presencial, no es el camuflaje de la dictadura de Franco bajo las melifluas formas del autoritarismo que no pueden engañar a nadie, sino el blanqueamiento de los abusos de poder de Felipe González y la omisión grosera del legado ruinoso que su gestión dejó a los españoles.

Pondré como muestra un botón, refiriéndome no a los eufemismos con que se enmascara una trama de terrorismo de Estado distinta a todas las anteriores que sólo pudo ser organizada desde La Moncloa, no a la llamativa circunstancia de que entre varios miles de palabras ni una sola de ellas sea Filesa, sino a la forma en que se describe lo que ocurrió en España entre 1993 y 1996 cuando se alcanzó un inaudito 24,2% de paro, entramos en recesión, el precio del dinero estaba por las nubes y no cumplíamos ninguna de las condiciones para formar parte del euro:

«A finales de los ochenta… se redujeron las cifras del paro y se disparó la creación de infraestructuras… Y aunque al comienzo de la década de los noventa el país tuvo que soportar una cadena de estrepitosas devaluaciones monetarias, el último de los gobiernos socialistas emprendió una serie de políticas que supusieron la recuperación del ciclo y facilitaron la tarea de sus sucesores en el poder».

No salta tanto a la vista, claro, no salpica como lo de la manstupration o lo de la «muerte curable» pero precisamente por eso resulta mucho más cínico y dañino. De ahí que yo también haya depositado mi confianza en el prudente anuncio del director de la Academia Gonzalo Anes -al que a algunos les gustaría dar el mismo final que a Malesherbes, sin por ello detectar la honorable similitud de sus talantes- en el sentido de que en una futura edición se enmendarán los errores incluidos en ésta. Doy por hecho que eso afectará al equivocado denominador común de haber elegido a autores con flagrantes conflictos de interés a la hora de expresarse con ecuanimidad sobre personas de las que son deudores.

Pero como tampoco eso ocurrirá de aquí a pasado mañana, yo ya me he suscrito a esta primera edición y voy preparando el espacio para tener el Diccionario Biográfico Español lo más cerca posible de la Encyclopédie, ansioso de disfrutar de ambos, de acariciar sus páginas, de ir encontrándoles abolladuras, pecas y lunares y de poder pelearme con ambos a la vez. Ya lo ven, es una actitud distinta de la que exaltaba Albert Soboul al elogiar una tercera obra de referencia: «El espíritu enciclopédico se da libre y plenamente en la única sociedad liberada del capitalismo y de la explotación del hombre por el hombre, la sociedad sin clases, de la cual es reflejo la Enciclopedia Soviética». A esa obra nunca le puso ninguna pega nadie.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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