«Todos contigo, Tony»

Pedro J. Ramírez, Director de EL MUNDO (EL MUNDO, 10/07/05)

El 14 de mayo de 1940, cuatro días después de que la invasión alemana de Bélgica y Holanda precipitara la sustitución del apaciguador Neville Chamberlain por Winston Churchill al frente del Gobierno de unidad nacional, el genial dibujante de origen neozelandés David Low publicó en el Evening Standard un cartoon político del que a las pocas horas hablaba todo Londres.

Low nunca se andaba con medias tintas, ni en el sentido artístico del término -era el vigor de su trazo, negro sobre blanco, lo que capturaba al lector-, ni menos aún en el político. Su implacable denuncia satírica de la barbarie nazi había merecido las protestas diplomáticas del Gobierno de Berlín y sabía perfectamente que su nombre ocuparía uno de los primeros lugares de la lista de personas a fusilar que traería cualquier fuerza de ocupación alemana.

Tal vez por eso, porque su propia supervivencia personal, como la de la nación británica en su conjunto, dependía solamente ya de que Churchill tuviera éxito en la hercúlea tarea de resistencia que se le avecinaba, Low no dibujó ese día un chiste sino un manifiesto político. O, mejor aún, un cartel patriótico. En el ángulo inferior izquierdo, aparecía el resuelto nuevo primer ministro conservador, arremangándose la camisa y avanzando decidido al encuentro del enemigo. A su lado, con idéntico atuendo y en idéntica pose, Clement Attlee y las demás figuras importantes del Partido Laborista. Detrás, el propio Chamberlain -que permanecía en el gabinete- y el resto de las personalidades destacadas de la vida pública británica, formando un bloque compacto dispuesto a seguir el ejemplo de su líder. «All behind you, Winston», rezaba el escueto y expresivo texto al pie del dibujo. «Todos detrás tuyo» o, lo que es lo mismo, «todos contigo».

Sesenta y cinco años después de su publicación, el original de ese cartoon es la pieza estelar de una exposición antológica -dedicada a las distintas etapas de la caricatura política en vida de Churchill- que hace unos días pude visitar en una galería de arte muy próxima a la misma Russell Square en cuyo subsuelo continúan atrapados algunos de los cadáveres de las víctimas de los atroces ataques terroristas del jueves. Y los hechos están demostrando cuánta razón tenía el propietario del Standard, -el también ministro de Armamentos Lord Beaverbrook- cuando pronosticó que la obra de Low «sobreviviría triunfante el test del paso del tiempo».

Porque si algo impresiona, y suscita al mismo tiempo admiración y envidia, en la reacción de los británicos tras la cadena de atentados del centro de Londres es su capacidad de reeditar ese mismo cierre de filas, esa misma solidaridad sin fisuras que, siguiendo la consigna dibujada por Low, les permitió afrontar con éxito la terrible prueba de fuego de los albores de la Segunda Guerra Mundial.

Bastaba leer el viernes el comienzo del editorial de The Guardian, sin duda el periódico más crítico con la implicación de Blair en la invasión de Irak, para darse cuenta de que ni la prensa ni la oposición británicas iban a reeditar el oportunismo carroñero con que parte de sus homólogos se comportaron tras los atentados de Madrid. El texto glosaba, de hecho, algunas de las mejores líneas de George Orwell como testigo directo del blitz alemán: «Ahora, mientras escribo, seres humanos altamente civilizados vuelan sobre mi cabeza tratando de matarme». Aunque lo de «altamente civilizados» ni siquiera pueda aplicarse a los fanáticos de Al Qaeda en el sentido irónico con que Orwell aludía a los pilotos de la Luftwaffe, la cita enseguida remitía a la capacidad de asumir el sufrimiento y resistir el chantaje de un pueblo que ha forjado su identidad defendiendo los valores e instituciones democráticas frente a todo tipo de agresiones. El mensaje subyacente era muy claro: si aquellos terribles bombardeos que se cobraron 43.000 vidas no bastaron para doblegar la determinación de un Gobierno representativo, no serán ahora cuatro atentados criminales encadenados en metros y autobuses los que lo consigan.

El churchilliano «¡No nos rendiremos nunca!» flotaba el jueves sobre las inspiradas palabras con las que Blair reiteró su compromiso con la sociedad abierta y las libertades individuales. Su figura suscitaba ese día la especial mezcla de compasión y simpatía que merece quien es objeto de una brutal agresión justo en el momento en que se dispone a celebrar un bautizo o una boda. La ciudad de la alegría que se pasaba de mano en mano el bebé nacido la víspera en Singapur y llamado «2012» se había convertido bruscamente en la capital del dolor. Y el novio cuyo carné de baile se disputaban todos y cada uno de los miembros del G8 veía enlutada esa gran jornada de apoteosis internacional que tan minuciosamente había preparado. El macroconcierto de Hyde Park que tanto idealismo solidario había movilizado en pro de los desfavorecidos más remotos se trocaba de repente en réquiem fúnebre por las desafortunadas víctimas de una tragedia inesperadamente cercana.

Pero en medio de la conmoción y la angustia por la crueldad del zarpazo recibido, ha brotado la lección de madurez cívica y responsabilidad democrática. Cada hora que pasa sin que nadie afee al Gobierno su bloqueo informativo, sin que nadie le llame mentiroso por suministrar datos erróneos, sin que nadie exija a la policía resultados inmediatos, sin que se produzcan manifestaciones frente a la residencia de Blair o las sedes de su partido, sin que ninguna emisora de radio aventure o invente hipótesis atrabiliarias encaminadas a perjudicar a los políticos a los que odia, la sociedad británica va ganando enteros en la Bolsa de la dignidad colectiva y se envilece más, por comparación, ese segmento de la izquierda española y ese puñado de sicarios de las ondas que organizó el aquelarre del 13-M.

Aznar y su Gobierno incurrieron, es verdad, en errores más graves en la gestión de la crisis que los que hasta este momento podemos achacarle a Blair. El principal, la precipitación con que atribuyeron la autoría a ETA. Y es triste que, tal y como reflejaba el otro día Casimiro García-Abadillo, a estas alturas siga sin percibirse el menor atisbo de autocrítica al respecto y prosiga el atrincheramiento del ex presidente en torno a la excusa de que el Ejecutivo transmitió a la opinión pública la información que le iba suministrando la policía. ¡Como si eligiéramos a los gobernantes para que ejerzan de amorfos recaderos de la maquinaria administrativa! Pero, puestos a buscarle las cosquillas, la conducta del gabinete laborista también ofrece ya numerosos puntos débiles. Por ejemplo, la falsedad inicial de que se trataba de un accidente; por ejemplo, la deflación intencionada del número de víctimas; por ejemplo, la reciente reducción de los dispositivos de seguridad como fruto de una evaluación errónea del nivel de riesgo; por ejemplo, la sensación de absoluto despiste proyectada por algunos de sus portavoces.

Es fácil imaginar lo que se habría dicho aquel fatídico fin de semana de Angel Acebes si hubiera comentado como ha hecho el ministro del Interior británico que los terroristas habían surgido out of the blue. Traduzcámoslo como ustedes quieran: «venidos del cielo», «como por arte de magia», «llegados de no se sabe dónde» o, simplemente, «de improviso». En cualquier caso sinónimos del público reconocimiento de que las autoridades siguen sin tener «ni puta idea» -esa sería la versión castiza- de quién, cuándo y cómo cometió los atentados.

¡Y qué agrios sarcasmos no habrían azotado a Zaplana, el propio Acebes o cualquier otro portavoz si, preguntado por el número de terroristas implicados, hubiera contestado, como lo hizo el viernes el máximo responsable de Scotland Yard, que lo único de lo que estaba seguro es de que «intervino más de uno»!

Tan embarazosa empezó a ser desde el primer momento la comparación, que no es de extrañar que el coordinador de aquella campaña de agitprop contra una derecha a la que utiliza como instrumento para exorcizar su propio pasado, optara anteayer por iniciar una guerra preventiva contra quienes seguimos sin conformarnos con el carpetazo a la investigación parlamentaria del 11-M. El paralelismo operativo entre los atentados de Madrid y Londres y su común reivindicación por una de las marcas subsidiarias de Al Qaeda zanjaría, según este nuevo alarde de manipulación, cualquier hipótesis sobre una derivada estrictamente española en la inspiración y génesis de la masacre que cambió nuestra Historia reciente. Pero, tal y como apuntaba ya ayer el editorial de EL MUNDO, ocurre exactamente lo contrario: cuantos más elementos circunstanciales de lo que podríamos bautizar como «terrorismo copycat» vayan apareciendo en el jueves sangriento de Londres, más singularizará al jueves sangriento de Madrid el que, habiéndola tenido tan cerca, se desdeñara esta vez la recta final de la campaña electoral como ubicación temporal de la masacre. Si la mano que mece la cuna hubiera sido estrictamente la misma y nadie más hubiera moldeado sus planes, el macabro regalo le habría llegado a Blair en idéntica circunstancia que a Aznar. Sobre todo después de los resultados obtenidos en España. ¿O es que Al Qaeda le tenía más tirria a un gobernante que se había limitado a respaldar políticamente la invasión de Irak que a otro que mantiene allí decenas de miles de soldados?

Tampoco sirve la explicación de que la oposición británica no había prometido como la española retirar las tropas de Irak, porque la derrota de Blair habría empujado a los laboristas hacia el pacifismo, convirtiendo la política militar de un Gobierno conservador -o de coalición con los liberales- en un calvario político. Y menos se sostiene aún la tesis de que los terroristas sabían que en Gran Bretaña un 11-M en periodo electoral siempre suscitaría un cierre de filas en torno al Gobierno así agredido, porque sensu contrario supondría que en España habrían dado por hecho que Aznar conduciría torpemente la crisis y que Rubalcaba y el grupo Prisa aprovecharían el menor resquicio para lanzarse a su garganta. Demasiada información local para una decisión supuestamente tomada en alguna cueva de Afganistán.

Pero el que lo ocurrido en Londres acreciente mi convencimiento de que en la ruta del 11-M confluyeron varios ramales y de que uno o varios de ellos eran carreteras comarcales, no obsta para que al mismo tiempo vea en la investigación británica una gran oportunidad de rastrear el gran afluente islamista común que ha servido de cauce a los autores materiales de ambos macroatentados.En ese sentido es digna de aplauso la rapidez con la que el Gobierno español ha incorporado a un equipo de especialistas a las pesquisas de Scotland Yard. No sólo como muestra de solidaridad, sino también como inteligente expresión del interés propio.

De hecho, así como las secuelas del 11-M cada vez forman una estela más turbia de amargas divisiones, las especiales circunstancias de lo que Gran Bretaña significa en el mundo democrático y muy especialmente el ascendente personal de un Tony Blair capaz de ejercer de bisagra entre la Administración Bush y las ONG que luchan contra la pobreza y el cambio climático, proporcionan una oportunidad única de hacer de la necesidad virtud y afrontar de una vez por todas la definición de ese proyecto antiterrorista común del que sigue adoleciendo la sociedad occidental.

Es de nuevo la hora de arremangarse para buscar la seguridad, preservando la libertad. Esta vez la amenaza no se circunscribe a una isla sitiada y abandonada a su suerte, sino que se cierne sobre el conjunto de los pueblos libres. Por eso los líderes del G8 han adquirido un compromiso unánime. Por eso Zapatero debe aprovechar la ocasión -su artículo de ayer en el Financial Times que EL MUNDO reproduce íntegro es un buen paso- para superar los errores de principiante que de momento han dejado a Madrid sin Juegos Olímpicos. Por eso ha llegado el tiempo de buscar otra vez la fortaleza en el consenso, tanto en casa como fuera.La orden del día no puede ser más concisa: «Todos contigo, Tony».