«Yo tengo un sueño»

Un 28 de agosto de 1963 se celebró en EE UU la Segunda Marcha sobre Washington por el Trabajo y la Libertad, paradigma del Movimiento por los Derechos Civiles, con la que colaboraron el ala más progresista del movimiento sindical y otras organizaciones, y que fue secundada por más de doscientos mil ciudadanos norteamericanos. El Movimiento por los Derechos Civiles en EE UU fue una lucha larga y pacífica en pro de extender el acceso pleno a los derechos civiles y la igualdad ante la ley a los grupos que no los tenían, sobre todo a los ciudadanos negros. Generalmente se vincula a las reivindicaciones que tuvieron lugar entre 1955 (boicot a los autobuses de Montgomery) y 1968 (asesinato de Martin Luther King) para terminar con la discriminación de los afroamericanos y la segregación racial, aunque continuó y se manifiesta de diversas formas hasta nuestros días.

Adelantándose a las promesas del presidente John F. Kennedy, los principales organizadores de la marcha, A. Philip Randolph y Johan Bayard Rustin, contaron con un protagonista de excepción, el reverendo Martin Luther King, quien pronunció su famoso discurso «Yo tengo un sueño» frente al Monumento a Lincoln. Discurso que sirvió de marco a las peticiones oficiales de la misma y que no eran otras que unas leyes de derechos civiles justas, un programa de empleo federal masivo, vivienda decente, educación integrada adecuada y ejercicio del derecho al voto. Una de las aglomeraciones más grandes de blancos y negros en la capital del país gritaba de júbilo cada vez que King repetía el estribillo «tengo un sueño».

El gran éxito de la marcha no estuvo exento de controversia, ya que mientras muchos oradores ensalzaron a la Administración de Kennedy por los esfuerzos para obtener la nueva legislación de derechos civiles que protegía el derecho a votar y proscribía la segregación, otros como John Lewis la criticaron por su pasividad en la protección de los negros del sur y de sus defensores. Tras la citada concentración humana, Luther King y otros líderes de los derechos civiles se reunieron con el presidente Kennedy en la Casa Blanca, reiterándoles éste su confianza en la aprobación de la ley, lo que ocurrió tras su asesinato el 22 de noviembre de 1963, ya que el nuevo presidente, Lyndon B. Johnson, logró sacar adelante gran parte de su agenda legislativa y dentro de ella la Ley de Derechos Civiles de 2 de julio de 1964.

Aunque sería injusto identificar exclusivamente la lucha por los derechos civiles en EE UU con Luther King, ya que otras muchas personas lucharon y sufrieron por ello, no es nada exagerado ni injusto ponerlo a la cabeza de la misma, ya que su figura y su ejemplo fueron esenciales para incitar a sus conciudadanos a poner fin a la segregación legal que prevalecía en los Estados del sur y en otras regiones y para avivar el apoyo a la legislación de derechos civiles que estableció la estructura legal de la igualdad racial en el país. Doctor en Teología, defensor de los principios del pacifismo enunciados por Gandhi y de la desobediencia civil, cofundador de la Conferencia de Liderazgo Cristiano del Sur (1957), premio Nobel de la Paz (1964), orador consumado y organizador político, King fue uno de esos defensores de la justicia cuya influencia rebasa como una catarata las fronteras. Así le fue reconocido en su propio país y de ahí que se le homenajee todos los terceros lunes de enero de cada año.

Numerosos expertos quieren establecer paralelismos entre él y Barack Obama. No tienen ninguno, salvo el hecho de pertenecer a una comunidad sojuzgada. Los tiempos de cada uno son tan diferentes y el carisma de Kennedy o King tan alejado de la figura de Obama, que es meramente anecdótica cualquier comparación. Sin embargo, pueden aceptarse el deseo y las ansias de cambio de una sociedad, la norteamericana, en la que sería de gran normalidad democrática que por primera vez el país tuviera un presidente negro. Pero no olvidemos que una cosa es el deseo y otra la realidad. Si se confirmase su triunfo y fuera presidente, quizás las aspiraciones oníricas de King, las de «tengo un sueño: que mis cuatro hijos vivirán un día en una nación en la que no serán juzgados por el color de su piel sino por su reputación», estén más cerca de hacerse realidad.

Pero si de deseos se trata, también podríamos querer que una vez conseguida la presidencia fuera capaz de ver su país en el mundo y cambiar el rumbo suicida que lleva; de constatar que en los pocos años transcurridos de este siglo XXI se están produciendo muchos conflictos y enfrentamientos locales y regionales que han dado lugar, y darán, a guerras de todo tipo, la última la reciente de Georgia y Rusia; que la única superpotencia de nuestros días, EE UU, será incapaz de impedir muchos de ellos, en parte porque actúa en no pocas ocasiones como atizadora del fuego de no pocos conflictos armados, ya que su política derivó ya hace unos años en un nuevo y beligerante imperialismo; que, a pesar de su inmenso poder, no podrá garantizar la estabilidad del mundo y, al mismo tiempo, cultivar su ingente egoísmo; que este egoísmo y militarismo aumentó inusualmente bajo la presidencia de Bush hijo que este año llega a su fin, aunque desde 1991 el país se instaló en una situación de superpotencia única y marginó de hecho a las Naciones Unidas; y, finalmente, que la promesa de sus antiguos dirigentes de crear un 'Nuevo Orden Internacional' más justo se ha disuelto como un azucarillo de baja densidad. Sería un buen comienzo para intentar cambiar las cosas. Decía Cioran que «el conocimiento en pequeñas dosis cautiva; a fuertes dosis, decepciona. Cuanto más se sabe, menos se desea saber». Pues bien, en el caso que nos ocupa, Luther King fue capaz de demostrar que esta afirmación del desesperado rumano no se cumple siempre. ¿Sería Obama capaz de algo parecido? Aun otorgándole el beneficio de la duda, creemos que no. Respecto a su rival en las presidenciales, John Mc Cain, la duda se convierte en certeza de que todo seguirá igual y de que no habrá sueño alguno.

Daniel Reboredo, historiador.