¿A quién le importan esos 77?

La democracia es especialmente frágil en el ámbito reducido de los pueblos y barrios, en los que las 'relaciones cara a cara' predominan en lugar de las relaciones abstractas y despersonalizadas de las ciudades o de los Estados. En esos sitios humanos mínimos, el ejercicio de la democracia es especialmente satisfactorio por lo que tiene de participación activa de una comunidad que convive diariamente, pero al mismo tiempo, y por esas mismas razones, es muy fácil de romper o perturbar. Porque no hay mayor tiranía que la que puede ejercer un vecindario sobre uno de sus convecinos. Por algo la libertad personal, como ya observó Ferdinand Tönnies, nació en la sociedad ampliada, lejos de las comunidades tradicionales, de las 'gemeinschaften'.

Esta reflexión viene a cuento por los sucesos que se están produciendo en pueblos como Ondarroa o Mendexa (por no salir de Vizcaya), en los que muchas personas electas no se atreven a tomar posesión de sus cargos por la presión matonista de sus convecinos. Unos sucesos que, a primera vista, pueden parecer de menor importancia, pero en los que todos nos jugamos mucho más de lo que parece. Y por eso, precisamente, sorprende la sequedad burocrática con la que tanto las autoridades vascas competentes como los partidos políticos a los que pertenecen los electos desaparecidos parecen afrontar la situación.

Sorprende que el lehendakari, máximo representante en Euskadi de la legalidad institucional, se limite a aconsejar a ANV una actitud de condena de la violencia «para no perder el crédito», lo que es tanto como mantenérselo intacto a pesar de los incidentes en los pueblos. Sorprende que se adopte la táctica de mirar para otro lado cuando los matones exhiben con ufanía su particular contabilidad de cargos electos que han cedido a la presión: ¿Son ya 77! Es asombroso que nuestras instituciones asistan impertérritas a este siniestro cómputo, en el que cada número no es un mero guarismo, sino un cargo democráticamente electo que cede ante la presión y el miedo. Quizás no son plenamente conscientes de que los hechos les interpelan precisamente a ellos, y les interpelan en su línea de flotación democrática (¿qué están dispuestos a arriesgar, e incluso a perder, los ciudadanos nacionalistas por defender el Estado de Derecho?), así como de que los demás ciudadanos les estamos observando con atención en este trance.

Sería fácil evadirse del desagradable escenario diciendo: ¿Al fin y al cabo son cuatro pueblos perdidos, qué importa lo que suceda en ellos! Importa, e importa mucho, como saben muy bien los radicales. Porque se trata de crear escenarios, por pequeños que sean, en los que la caliente ley de la intimidación personal pueda imponerse al amparo frío y lejano del Derecho. Porque se trata de hacer surgir mínimos 'hamastanes' con los que probar que 'el pueblo' está realmente con ellos. Demostrar que, como sucedía con aquellos regímenes coloniales en retirada, las autoridades van cediendo poco a poco a las guerrillas insurgentes el control de las aldeas, de los pueblos, de lo pequeño y profundo, y sólo son capaces de sostenerse en el anonimato de las urbes. Ésa es la lección que los matones radicales intentan darnos a todos, pero sobre todo a los integrantes de la familia nacionalista: en el cara a cara, en las relaciones directas, somos capaces de venceros, simplemente porque poseemos una capacidad de intensidad y amedrentamiento personal que nunca podréis igualar.

Pero es que, además, ceder al chantaje en cualquiera de esos sitios es tanto como abrir una puerta de dimensiones históricas al ejercicio del mismo método sobre otros concejales de decenas y decenas de pueblos, que se verán interpelados por una similar turba de entre sus convecinos para que les 'devuelvan sus escaños'. O para que 'atiendan la voz del pueblo' en asuntos como el TAV. ¿Resistirán ellos solos, viendo el ejemplo que se está dando y la ausencia de reacción institucional?

A los nacionalistas democráticos les ha llegado un momento especialmente duro, y de la respuesta que sean capaces de dar va a depender grandemente el futuro de todos. Por eso es por lo que todos tenemos derecho a exigirles que se impliquen activamente en la defensa del Estado de Derecho, que hagan algo más que unas frías declaraciones en las que parecen limitarse a 'tomar nota' de lo sucedido. Lo más fácil es el escapismo barato («a nadie se le puede exigir ser valiente o héroe»), desmentido por un incómodo pasado: muchos concejales de humildes municipios arrostraron la muerte antes que ceder. También es fácil la huida por elevación del punto de mira («nosotros ya dijimos que era un error no dejarles presentarse»), pero no resulta de recibo: el Estado de Derecho no puede ser defendido por las autoridades con carácter selectivo, esto sí y aquello no, con esto hay acuerdo pero aquello lo impugno. Eso es tanto como volver a situaciones que todos creíamos superadas. Cuando se ha participado en unas elecciones no se pueden luego impugnar sus reglas, pues para que la impugnación tenga credibilidad hay que demostrarla previamente negándose a participar.

En este pequeño país nuestro ha habido unas casi anónimas personas pueblerinas que durante años han demostrado que la democracia y el Estado de Derecho no eran sólo conceptos, sino realidades vitales importantes para ellos. Ahora les toca demostrarlo a los nacionalistas, personas para las que resulta una experiencia sin duda altamente perturbadora el estar en la mira de los violentos. Puede verse como un problema de la familia nacionalista, como una pelea entre sus diversas ramas. Hace años, en situación parecida, una máxima autoridad adoptó este enfoque y lo resolvió diciendo: «No conseguirán que los vascos nos partamos la cara entre nosotros». Pero no, no es un problema de familia, sino de la sociedad vasca. Y si no lo atienden con eficacia, empezaremos a temer, en el fondo de nuestra alma, que la Euskadi que nos proponen no es sino como Ondarroa, pero en grande. Y eso sería terrible.

José María Ruiz Soroa, abogado.