¿Ahora el centro?

El pasado mes de abril, Ricardo Montoro, catedrático de Sociología y ex presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas, publicaba un detallado estudio bajo el título 'Voto, ideología y centro político'. De su análisis, el autor concluía que «sin duda alguna, el PP es el partido más centrado en estos momentos y el que tiene más posibilidades de hacerse con un mayor número de votantes de ese espacio ideológico». En más de una ocasión he sido testigo de cómo esta afirmación, a pesar del rigor con que Montoro la explica, era recibida por audiencias ilustradas con incredulidad o displicente escepticismo. Pero he aquí que unas semanas después, en vísperas de las elecciones municipales y autonómicas, José María Maravall, otro sociólogo, pero éste socialista y ex ministro de Educación con Felipe González, alertaba a su partido de la sólida posición del Partido Popular en el segmento central del electorado y del fracaso de la estrategia socialista consistente en provocar la radicalización del Partido Popular. Maravall no escatimaba críticas al PP pero advertía de que los beneficios de esa estrategia han sido «más que dudosos» para el PSOE ya que «es este partido el que pierde más apoyos en el centro (en una escala ideológica de 1 a 10, sobre todo en la posición 6, abrumadoramente ocupada por el PP). Por tanto, aunque pueda resultar paradójico -concluía Maravall- la radicalización del PP no le enajena apoyos del centro».

Sin embargo, la tesis no debía estar asentada entre los socialistas. Al menos esa era la impresión que daba la confianza del PSOE en su victoria en las elecciones de mayo en las que aseguraban que el PP pagaría por sus pecados de crispación. Tales expectativas no se cumplieron. El PSOE perdió las elecciones y desde entonces el Gobierno de Rodríguez Zapatero y su partido no han hecho otra cosa que dedicarse a borrar las huellas de los tres años anteriores en el poder. Es decir, el 'proceso de paz' no ha existido y en Cataluña, como dijo Rodríguez Zapatero, no hay un nuevo Estatuto sino una reforma del de Sau.

El escenario ha debido cambiar tanto que en estos últimos días fuentes de toda solvencia tratándose del Gobierno están explicando el giro al centro que sus asesores han aconsejado al presidente. Al parecer, los estrategas de La Moncloa han detectado un amplio segmento de votantes a los que denominan 'electores sin ideología' -¿por qué se resisten a aceptar que son 'de centro'?- en donde el PP supera a los socialistas en 5 puntos. La razón que se alega es que en esos territorios electorales Rodríguez Zapatero se ha ganado una imagen de radical de izquierdas -dejémoslo sólo en radical- que, por otra parte, el presidente, hasta ahora, se ha esmerado en cultivar.

Así que el partido de la 'derecha extrema', clerical y jurásico es a la vez el partido mayoritario del centro. Qué raro. Algo no encaja: o centro o radicalización. La aparente paradoja de Maravall tiene una alternativa, sin duda discutible, pero más razonable a la vista de los ardores centristas que ahora sufre Rodríguez Zapatero. ¿Y si en vez de dar por supuesta la radicalización del PP no consideramos que la verdadera radicalización se sitúa en el Partido Socialista? Al fin y al cabo, este partido y el gobierno al que apoya no se han privado de llevar al debate público ninguno de los temas más divisivos que podía encontrar, en cada uno de los cuales ha sostenido, a la vez, las posiciones más extremas. Tanto es así que Rodríguez Zapatero pasó en poco tiempo de ser una esperanzada referencia para la izquierda europea en declive a ser visto como un caso poco atractivo de activismo izquierdista.

Cuando el actor Federico Luppi -creo recordar que fue él- convocó a formar un 'cordón sanitario' que aislara al PP, en vez de la descalificación de este partido, ofreció sin quererlo la clave de la política socialista de esta legislatura. No hay duda de que esta política, convertida inevitablemente en el motor de la radicalización, ha gustado a una parte importante de la clientela política del Partido Socialista, en otros ha causado cierta preocupación pronto atenuada por el disfrute del poder y en los menos ha generado algo parecido al vértigo, el temor al vacío y a tener que arrepentirse en el futuro de sus silencios de hoy.

La búsqueda del centro perdido por el Partido Socialista deja maltrecha 'la crispación' como instrumento de interpretación universal de la política española de estos años. Es innegable que la confrontación política ha sido extremadamente dura, ha estado cargada de tensión y de un reiterado fracaso a la hora de proponer y alcanzar acuerdos productivos. Nada de eso es deseable y se ha cobrado su precio en forma de muestras inequívocas de hartazgo entre los ciudadanos. Pero no es esa la crispación que creo desmentida sino ese otro concepto de 'crispación' transformado hábilmente por los socialistas en un relato para deslegitimar el papel de la oposición en un sistema democrático parlamentario. Hacer de la 'crispación' el sinónimo de oposición al Gobierno socialista y sus socios ha sido una gran elaboración propagandística que ha tenido una receptividad mediática rentable en términos tácticos para sus autores.

Sin embargo, parece mucho más discutible que esa receptividad haya llegado a la audiencia más centrada del Partido Popular que era el objetivo del mensaje consistente en atribuir en exclusiva al PP la causa del áspero clima político. Tal vez porque esos ciudadanos han tenido presente que quien ha venido acusando a los populares de 'crispar' la vida política, por su parte, se ha dedicado a hacer contribuciones tan poco balsámicas como el férreo pacto de gobierno con los nacionalistas más radicales, la negociación política con ETA-Batasuna, la aceptación institucional de un partido al cincuenta por ciento terrorista y al cincuenta por ciento legal, el rechazo a un acuerdo para la regulación jurídica de las uniones homosexuales por el expreso deseo presidencial de que tuvieran la condición de matrimonio, o la impugnación del pacto constitucional que culminó la Transición democrática.

Para su pretendido ajuste centrista el PSOE necesita tiempo y credibilidad y de los dos anda ya escaso. El problema para Rodríguez Zapatero no es tanto corregir los errores de la política que ha seguido sino algo mucho más difícil, como es superar sus propias limitaciones como dirigente. Toda una legislatura de 'free rider', de viajero sin billete subido a una prosperidad heredada, ha permitido a Zapatero desplegar su irrefrenable capacidad para generar conflictos, su gusto por arreglar lo que no estaba estropeado, esos instintos que siempre le han engañado, ya fuera cuando aconsejaba a sus colegas europeos prepararse para la victoria de John Kerry en Estados Unidos o cuando aseguraba el abandono etarra. Ahora, en puertas de las elecciones generales, cuando las cuentas parecen andar muy justas, Rodríguez Zapatero se vuelve a una parte de los diez millones de españoles a los que hace cuatro años declaró prescindibles a la hora de decidir sobre temas vertebrales para la convivencia. Confía, según dicen, en la virtud contemplativa de Pedro Solbes y el patrioterismo oportunista de José Bono. Demasiado poco y, probablemente, demasiado tarde.

Javier Zarzalejos