¿Celebración o desencanto?

¿A sus 60 años, ha logrado la Declaración llegar a su madurez?

Las innovaciones y los progresos iniciados por la Declaración han resultado vitales y deben ser celebrados. Adoptada tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial y el descubrimiento de los campos de concentración, la Declaración intenta establecer y garantizar una gramática política universal fundada en la libertad, la dignidad humana y los derechos fundamentales. La gran innovación de la Declaración, no completamente anticipada, fue el inicio de la evolución del sistema internacional establecido por la paz de Westfalia (1648) hacia una nueva "condición cosmopolita" (Kant). Dicho sistema se basaba en el equilibrio de poderes y en la soberanía absoluta de los estados. Aunque la Declaración y la subsiguiente creación de instancias supranacionales de derechos humanos - pensemos en la institucionalización gradual de la protección de los derechos de la infancia, de los grupos indígenas, étnicos y culturales, de las mujeres, o en los derechos del medio ambiente- no anularon los elementos del sistema westfaliano, han logrado relativizarlos con nuevos mecanismos, más adaptados a la realidad de interdependencia global. La autoridad estatal no debería ya seguir actuando ad líbitum en su propio territorio, sino estar vinculada a la necesidad de respetar los derechos humanos. Y el individuo-ciudadano ha devenido gradualmente un sujeto del derecho internacional junto al Estado nación.

Sin embargo, estos progresos son manifiestamente insuficientes, y no deben ser interpretados ideológicamente. El tono autocomplaciente es característico del ideólogo de los derechos humanos. Este tiene dos creencias: 1) los derechos humanos universales son verdades morales fijas y transhistóricas, y 2) tras la caída del muro de Berlín, el progreso de los derechos humanos resulta imparable. Ambas creencias son cuestionables.

Los procesos de especificación, interpretación y desarrollo de los 30 artículos originales de la Declaración atestiguan que la realidad de los derechos universales es un proceso en continua transformación y de lucha política. Por otro lado, si bien el fin de la guerra fría ha venido acompañado de una multiplicación de las acciones de la ONU (intervenciones humanitarias; restablecimiento de tribunales criminales internacionales), el proceso selectivo y las diferentes iniciativas resultan notoriamente ineficaces. Echar una mirada a la actualidad hiela la sangre: genocidios y crímenes contra la humanidad (Ruanda, Srebrenica, Darfur, etcétera) ocurridos bajo la mirada de la comunidad internacional; 50.000 personas mueren cada día por hambre o por razones relacionadas con la pobreza... Estos y otros hechos lo dicen todo contra el triunfalismo del humanitarismo ideológico.

Las tendencias presentes no nutren el optimismo respecto a la realización de la "condición cosmopolita" de Kant. Tras la guerra fría, el breve mundo unipolar de los neocons estadounidenses, manifestado plenamente en la fallida guerra de Iraq (una guerra no "acreditada" por la ONU), está siendo reemplazado por un mundo multipolar tras la ascensión de nuevos imperialismos pragmáticos de base económica. El cinismo de China y Rusia - véase la invasión rusa de Georgia o el reciente bloqueo de China para una intervención de la ONU en Darfur- ilustran este imperialismo sin anclaje en la idea universalista de la democracia de los derechos humanos ni en ninguna tradición de valores - sea esta el confucianismo o la ilustración de origen europeo-.

Siguen faltando mecanismos de representatividad en la ONU, una financiación sólida y dispositivos de decisión y aplicación más flexibles y eficaces. Tanto a corto como a largo plazo, es improbable que China, Rusia o Estados Unidos acepten un sistema supranacional de revisión judicial o que renuncien a su derecho de veto, el cual ha bloqueado tantas iniciativas humanitarias del Consejo de Seguridad. Igualmente improbable es que, en una situación de crisis económica, el presupuesto de la ONU, que hoy por hoy no excede el 4% del de Nueva York, aumente de manera sustancial.

Esta situación bastaría para que en el futuro se estableciera una nueva alianza estratégica entre una Europa unida y unos EE. UU. con un gobierno demócrata. El objetivo de esta posible alianza sería el uso del soft power de la diplomacia, el cual, junto al desarrollo de los movimientos sociales y ONG, avance la agenda de los derechos humanos y dome los nuevos imperialismos. Pero esto podría ser una proyección utópica frente a la falta de coordinación de la UE y el poder económico y político de los estados, tanto del mundo occidental como del no occidental. La tensión entre los hechos y los derechos humanos sigue tan presente como siempre, y marca decisivamente la puesta en práctica de una Declaración que, si bien exige una adhesión incondicional, está aún en su adolescencia.

Camil Ungureanu, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Dublín.