¿Cómo nos vamos a defender?

José Antonio Zarzalejos, Director de ABC (ABC, 10/07/05)

El pensamiento débil, incrustado en una izquierda intelectual narcisista, ha vuelto a acudir al gimoteo preventivo acerca de los propósitos de castigo que puedan estar albergando Blair o Bush contra los culpables de los atentados de Londres. Sin embargo, no parece que los británicos estén por la labor de adherirse a la Alianza de Civilizaciones de nuestro Rodríguez Zapatero como propugnan horas después de la masacre en la capital del Reino Unido algunos de sus propagandistas mediáticos. Allí, en Gran Bretaña, la evocación de Winston Churchill («No nos rendiremos jamás») es bastante más convincente que el nihilismo que ha denunciado con lucidez André Glucksmann («Occidente contra Occidente»).

En Londres no olvidan que, antes de la guerra de Irak, se produjo un 11 de septiembre de 2001, que causó tres mil muertos y que constituyó, de hecho, más que una acción terrorista, un auténtico acto bélico, un desafío a la civilización occidental y, en consecuencia, un acto de hostilidad que requería una respuesta militar como fue la intervención en Irak. Suprimir la guerra en el lenguaje políticamente correcto no supone que haya desaparecido como una realidad que se ha metamorfoseado mediante acciones que denominamos terroristas. Seguimos siendo tributarios de una comprensión convencional de lo bélico y pretendemos entender como terrorismo -que también lo son- atentados que, en puridad, por su calibre no se distinguen de los de carácter militar.

La guerra que en realidad nos están planteando las excrecencias más fanáticas del islamismo responde a una lógica medieval en la que se unen indisociablemente lo temporal y lo trascendente, lo civil y lo religioso, en los términos explicados hasta la saciedad por Bernard Lewis en su «Lenguaje político del Islam». En ese ensayo de culto, quedan claros los perfiles de unos extremistas crudelísimos que ejercen una violencia bélico-terrorista amparada en una presunta legitimidad moral no tanto política como teocéntrica. Asesinan, y lo hacen masivamente, en nombre de un dios.

Llega su carácter fanático a serlo en grado tal que consideran enemigos acérrimos a los propios estados islámicos que, para defenderse de su agresión, se han convertido en algunos casos en cómplices de colaboración por omisión, quizá también porque saben que un choque interreligioso con los terroristas alcanzaría un coste no aceptable por sus propias sociedades. Como acaba de recordar el maestro Ryszard Kapuscinski, «la fuerza del fundamentalismo o del fanatismo religioso se dirige contra sus propios gobiernos y no contra el mundo de los blancos; estos fanáticos fundamentalistas consideran a sus gobiernos grandes enemigos del Islam, traidores de su fe».

El teocentrismo de este terrorismo bélico y su modus operandi tecnológico procuran una combinación de barbarie y sofisticación que lleva a que todos los gobiernos occidentales se pregunten por la forma de defendernos de sus cruentas agresiones. Como siempre, las respuestas políticas precisan de teorizaciones académicas sensatas. En este punto, «la ética política en una era de terror» que propugna Michael Ignatieff en su magnífica obra «El mal menor» arroja luz sobre cómo hemos de reequilibrar el binomio libertad-seguridad. Asegura el profesor de Harvard que «la democracia liberal ha perdurado porque sus instituciones están diseñadas para manejar formas moralmente arriesgadas de poder coactivo». Esta afirmación podrá indigestar a los biempensantes de la izquierda nihilista, pero es seguro que reconforta, y mucho, a los ciudadanos que toman el metro o el autobús todas las mañanas en las grandes ciudades europeas. Debemos, creo, aplaudir el planteamiento de Ignatieff según el cual «la moral del mal menor está diseñada por escépticos, por personas que aceptan que los líderes tendrán que actuar con firmeza basándose en una información no muy precisa; que creen que puede ser necesario algún sacrificio de la libertad en períodos de peligro; que desean una política que funcione, pero que no están dispuestos a que lo que funciona sea el único criterio para decidir lo que se debe hacer. Semejante ética es un acto de equilibrio: trata de decidir entre las demandas del riesgo, la dignidad y la seguridad de tal modo que afronte realmente los casos concretos de amenaza. La ética del equilibrio no puede privilegiar los derechos por encima de todo, ni la dignidad por encima de todo, ni la seguridad pública por encima de todo».

Nuestro autor lo tiene claro al subrayar que la que él formula es «una ética de la prudencia más que una ética de principios fundamentales, una ética que evalúa lo que hay que hacer en una emergencia manteniendo una predisposición conservadora contra las violaciones de las normas establecidas del debido proceso, la protección igualitaria y la dignidad básica».

Es ya meridianamente claro que los ciudadanos no tienen ninguna necesidad de comulgar con las ruedas de molino del angelismo intelectual. Que la difusión y percusión del discurso del apaciguamiento -cuando estamos recordando los prolegómenos de la II Guerra Mundial, signados por el malhadado Convenio de Múnich en 1938, en el que Chamberlain y Daladier entregaron a Hitler los Sudetes para evitar una guerra que el dirigente nazi acometió con mayor vileza ante la debilidad de sus interlocutores- siga adueñándose de los espacios editoriales de muchos periódicos no significa demasiado. En Estados Unidos los diarios más convenientes apostaron por Kerry y triunfó el republicano Bush, y en Francia y Holanda todos los medios invitaron a votar positivamente en el referéndum de la Constitución de la UE y se impuso la negativa. Y Blair no sólo ha sido reelegido, sino que ha impuesto su ritmo en la Unión Europea, triunfando en el magma del olimpismo internacional y reforzándose ahora por un comportamiento ejemplar del sistema político británico ante la agresión bélico-terrorista.

La respuesta a cómo debemos defendernos nos la están dando los teóricos y la están articulando algunos sistemas políticos occidentales con energía interna, capacidad de regeneración ideológica y dinamismo ético. No hay que temer a la fuerza cuando ésta se ejerce moralmente y, como sigue enseñando Ignatieff, debe estar claro que «el reto al evaluar qué medidas podrían ser aceptables es encontrar una posición que sea viable entre el cinismo y el perfeccionismo». Los cínicos no valen porque la ética es irrelevante para ellos y el fondo moral es el sustrato de cualquier victoria; pero tampoco son útiles los perfeccionistas, porque nos conducirían a la autodestrucción. En definitiva, no hay más alternativa para mantener lo que Blair ha definido como «nuestro modo de vida» que repensar desde lo concreto y desde lo abstracto el equilibrio actual entre la seguridad y la libertad. Porque no hay amenaza más temible, ni más perentoria, ni con más capacidad de generar el germen de futuros totalitarismos que la que constituye el terrorismo bélico.