¿Cuándo aprenderán los 'neocons' la lección de Irak?

En la actualidad, Estados Unidos gasta en solitario la misma suma de dinero que todo el resto del mundo junto en su aparato militar. Por tanto, merece la pena reflexionar sobre las razones por las que resulta que, después de casi cuatro años de esfuerzo bélico, de la pérdida de miles de vidas norteamericanas y de un desembolso de alrededor de medio billón de dólares, EEUU no ha conseguido pacificar un pequeño país, como Irak, de unos 24 millones de habitantes, y mucho menos aún conducirlo hacia algo que se parezca remotamente a una democracia con futuro.

Una posible respuesta es que la naturaleza de la política global ha cambiado en muchos aspectos durante la primera década del siglo XXI. El mundo de nuestros días -al menos en esa franja de inestabilidad que se extiende desde el norte de Africa hasta Oriente Medio, y a lo largo del Africa subsahariana y Asia central- se caracteriza por un número considerable de estados débiles y, en ocasiones, fallidos, así como por agentes transnacionales capaces de trasladarse de manera fluída a través de fronteras internacionales, animados por esas mismas posibilidades tecnológicas que ha producido la globalización. Palestina y Estados como Afganistán, Paquistán, Irak, el Líbano, Somalia, Palestina, entre un sinfín de muchos otros, no son capaces de ejercer el control de la soberanía sobre su propio territorio y ceden poder e influencia a grupos terroristas como Al Qaeda, a mezclas de partidos políticos y milicias como Hizbulá en el Líbano, o a facciones diversas de índole racial y sectaria en otros países.

La doctrina militar norteamericana ha entronizado, en primer lugar, el recurso a una fuerza apabullante, aplicada de forma brusca y decisiva, para derrotar al enemigo. Sin embargo, en un mundo en el que insurgentes y milicianos se despliegan entre la población civil sin dejarse ver, una fuerza apabullante es casi siempre contraproducente: se enajenan, precisamente, las simpatías de quienes tienen que romper con los combatientes más fanáticos y negarles la capacidad para moverse con libertad. La variante de campaña antiinsurgencia que se necesita para derrotar a milicianos y terroristas transnacionales sitúa los objetivos políticos por delante de los militares y ha de hacer hincapié en ganarse los corazones y las mentes antes que en arrollar y meter miedo en el lugar de acción.

La segunda lección que debería haberse sacado de los últimos cinco años es que la guerra preventiva no puede convertirse en la base de la estrategia norteamericana de no proliferación de armamento nuclear en el planeta a largo plazo. La doctrina del Gobierno de Bush pretendía utilizar la guerra preventiva contra Irak como fórmula para hacer evidente, ante posibles aspirantes a convertirse en potencias nuclear, que se había incrementado el coste de avanzar hasta el umbral de la nuclearización. Desgraciadamente, el coste para Estados Unidos ha sido tan desmesurado que la lección que ha enseñado ha sido exactamente la contraria: el efecto disuasorio del poder convencional norteamericano es escaso y, de hecho, las probabilidades de una guerra preventiva disminuyen cuando un país consigue cruzar dicho umbral.

Una última lección que se debería haber sacado de la Guerra de Irak es que el actual Gobierno estadounidense ha demostrado una incompetencia supina en su gestión política del día a día. Uno de los aspectos más sorprendentes es lo mal que se ha desempeñado en el cumplimiento de los ambiciosos objetivos que él mismo se marcó. En Irak, el Gobierno ha actuado como un enfermo trastornado por un déficit de atención. EEUU ha culminado con éxito la organización eficaz de acontecimientos clave en Irak como, por ejemplo, el traspaso de soberanía del 30 de junio de 2004 o las elecciones del 30 de enero de 2005. Sin embargo, se ha estrellado en la formación de las fuerzas armadas iraquíes, en el nombramiento de embajadores, a la hora de exigir la debida diligencia a los adjudicatarios de contratos y, por encima de todo, se ha estrellado a la hora de exigir cuentas a los cargos oficiales responsables en mayor grado de éstos y otros fallos.

En teoría, esta falta de competencia en la gestión podría arreglarse con el tiempo, pero reviste consecuencias importantes a corto plazo para una estrategia tan ambiciosa como la de Estados Unidos. Los teóricos neoconservadores se imaginaban que el país ejercía una hegemonía benevolente sobre el mundo mediante el recurso a su enorme poder, ejercido de manera prudente e incontestable, para resolver problemas acuciantes como el terrorismo internacional, la proliferación de armas nucleares en el planeta, la amenaza de numerosos estados subversivos y toda clase de violaciones de Derechos Humanos. Sin embargo, aun en el supuesto de que sus amigos y aliados se sintieran inclinados a creer en las buenas intenciones de los norteamericanos, les resultaría enormemente difícil no sentirse consternados ante la puesta en práctica de esa política en la realidad y ante la gran cantidad de cristales rotos que el elefante va dejando a su paso.

El fracaso en cuanto a la asimilación de las lecciones de Irak ha quedado de manifiesto cuando los neoconservadores se han puesto a hablar sobre cómo hacer frente al creciente poder de Irán en la zona y a su plan de nuclearización. La República islámica iraní representa en la actualidad un problema de primer orden para Estados Unidos, así como para sus aliados árabes en Oriente Medio. A diferencia de Al Qaeda, Irán es un Estado que hunde profundamente sus raíces en la Historia (no ocurre lo mismo con el actual Irak) y que posee abundantes recursos, como resultado de las subidas de precio de la energía. Está gobernado por un régimen islamista radical que, sobre todo desde la elección como presidente de Mahmud Ahmadineyad en junio del 2005, ha tomado una dirección preocupantemente intolerante y agresiva.

En contra de sus propias pretensiones, Estados Unidos ha favorecido el auge de Irán en la zona con la invasión de Irak, la eliminación del régimen baazista que ejercía de contrapeso frente a los islamistas y la potenciación actual de los partidos chiíes próximos a Teherán. Está claro que Irán aspira a tener armas nucleares, a pesar de sus airadas manifestaciones afirmando que su plan nuclear sólo persigue objetivos no militares. La energía nuclear no tiene mucho sentido en un país que se asienta sobre unas de las mayores reservas petrolíferas del mundo, pero tiene todo el sentido como base de un plan de armamento nuclear. Resulta natural que los iraníes hayan llegado a la conclusión de que estarán más seguros frenta a amenazas externas con la posesión de la bomba atómica que sin ella.

Es fácil explicar, a grandes rasgos, los obstáculos que se interponen de cara a un final negociado de la crisis iraní, en cambio, resulta mucho más difícil proponer una estrategia alternativa. El recurso a la fuerza parece muy poco atractivo. No puede decirse que Estados Unidos esté precisamente en posición de invadir y ocupar otro país más, especialmente uno que es tres veces mayor que Irak. El ataque tendría que ser acometido desde el aire, lo que no daría como resultado un cambio de régimen, que es el único modo de detener el plan de ADM (armas de destrucción masiva) a largo plazo. Se hace muy cuesta arriba depositar una gran confianza en que la información confidencial de los estadounidenses sobre las instalaciones iraníes sea mejor que la que tenían sobre Irak. Una campaña aérea es mucho más probable que incremente los apoyos al régimen en lugar de que lo derribe y fomentará el terrorismo y los atentados contra instalaciones de Estados Unidos y de sus aliados en todo el planeta. EEUU se quedaría aún más aislado en semejante guerra de lo que lo viene estando durante la campaña de Irak; sólo Israel se mantendría como seguro aliado.

Ninguna de estas consideraciones, tampoco el desastre de Irak, ha impedido que determinados neoconservadores sigan defendiendo la intervención militar contra Irán. Algunos insisten en que el régimen de los ayatolás supone una amenaza aún mayor que la del desaparecido Sadam Husein, sin tener en cuenta el hecho de que su entusiasta apoyo a la invasión iraquí es lo que ha destruido la credibilidad de EEUU y reducido su capacidad de tomar medidas contundentes contra Irán.

Cabe pensar en Ahmadineyad como un nuevo Hitler; podría resultar que las negociaciones en curso fueran el equivalente a nuestros acuerdos de Múnich; podría ser que Irán estuviera en manos de unos fanáticos religiosos irreductibles; y podría ser que Occidente tuviera que hacer frente a una «amenaza de civilizaciones». En mi opinión, no hay razones para mostrarse tan alarmista. A fin de cuentas, Irán es un Estado con importantes riquezas que defender, y ya se encargarían de disuadirlo otros estados en posesión de armas nucleares -no olvidemos que es una potencia regional, no mundial; ha anunciado en el pasado objetivos ideológicos extremistas pero rara vez se ha movilizado para cumplirlos cuando han entrado en juego intereses nacionales de importancia, y no parece que sus procesos de toma de decisiones estén unificados ni bajo control de las fuerzas más radicales-.

Lo que más me llama la atención de la batería neoconservadora de argumentos sobre la cuestión iraní es lo poco que han variado respecto a los utilizados sobre Irak en el 2002, a pesar de los acontecimientos trascendentales registrados en los últimos cinco años y del fracaso manifiesto de las políticas que los propios neoconservadores han promovido. Lo que quizá haya cambiado sea la predisposición de la opinión pública norteamericana a escucharles.

Francis Fukuyama, politólogo estadounidense y autor de After the Neocons, obra a la que pertenece este extracto. Publicada por Profile Books, será editada próximamente en España por Ediciones B.