¿De nuevo "petróleo por alimentos"?

Siempre me ha interesado saber el papel que ha tenido la mera coincidencia en la historia del mundo. Por dar un ejemplo: a mediados del siglo XVIII, Gran Bretaña poseía la mayor industria de construcción de veleros del mundo. Sin embargo, al mismo tiempo que sus astilleros lanzaban cientos e incluso miles de veleros al año, unos inventores ingleses estaban creando la mágica máquina de vapor, que producía enormes cantidades de energía garantizada. Como es natural, una vez que colocaron esas máquinas en las naves, los barcos de vela acabaron siendo sustituidos por los de vapor.

¿Y dónde está el carbón más calorífico del mundo entero? En los yacimientos especialmente bituminosos del sur de Gales. La construcción naval, el motor de vapor y el carbón impulsaron el desarrollo del Imperio Británico durante otros 150 años. Una bonita coincidencia para el imperio y para sus habitantes.

Es posible que ahora estemos ante otra coincidencia mundial de larga duración, aunque muy distinta en su forma, porque las tendencias geopolíticas paralelas que voy a describir apuntan a una situación en la que habrá ganancias y habrá pérdidas, y no en la que todo serán ganancias, como la anterior. Son las tendencias que señalan la interconexión cada vez mayor entre el petróleo (o la energía) y los alimentos en el sistema internacional del siglo XXI.

La primera es la tendencia a que los precios del crudo mundial sean mucho más elevados hoy -y seguramente en el futuro- de lo que eran hace 10 o 20 años. Las razones son bien sabidas: el enorme aumento de la demanda energética de las grandes economías asiáticas, sobre todo China e India, y la incapacidad de los países más ricos (Estados Unidos, Japón, Europa) de reducir su consumo, salvo en unos márgenes mínimos.

Sin embargo, un interesante artículo publicado el 9 de diciembre en The New York Times destaca que esta tendencia está exacerbándose por el consumo de gasolina, cada vez más desenfrenado, en los países exportadores de petróleo. Claro, si uno está sentado sobre una montaña de crudo, ¿por qué no disfrutar de ello?

En la actualidad, la gasolina cuesta en Arabia Saudí e Irán alrededor de 8 o 9 centavos de dólar

[unos 6 céntimos de euro] el litro; en Venezuela, la ridícula cantidad de 1,8 centavos

el litro. Lo único malo -lo único que puede ser catastrófico- es que algunos de esos países están despilfarrando sus riquezas con tanta rapidez que quizá tengan que verse obligados a importar petróleo en un futuro no muy lejano. Es lo que ocurre ya en Indonesia y puede ocurrir en México de aquí a 10 años, según numerosos expertos. Por desgracia, no son ellos los únicos que sufrirán las consecuencias.

Como los precios del petróleo están tan altos, la gente se siente atraída por las fuentes de energía alternativas; la preferida actualmente es el etanol, obtenido o de la caña de azúcar (principalmente en Brasil) o del maíz (sobre todo en Estados Unidos). A medida que en el Medio Oeste norteamericano se convierten cada vez más hectáreas de tierra al cultivo de maíz, disminuye la producción de otros cultivos, como la soja, por ejemplo.

Pero la demanda mundial de soja también está disparándose, asimismo debido, sobre todo, al aumento del consumo en Asia; las decenas de millones de cerdos que hay en China devoran una increíble cantidad de harina de soja al año. Y los precios cada vez mayores de la soja hacen crecer los ingresos de los agricultores en un Estado como Iowa, lo cual, como señaló hace poco John Authers en su ingeniosa columna semanal Long View para The Financial Times (8 de diciembre), quizá puede hacer que sean mucho más favorables a la globalización de lo que suponen algunos candidatos presidenciales en EE UU.

¿Es inevitable que este aumento de precios -y los precios de futuros de la soja son un 80 % superiores este año que el pasado- se prolongue? Nadie puede estar seguro, pero lo lógico es que el crecimiento continuo de la población mundial y el aumento de las rentas reales para más de 2.000 millones de personas en los últimos años se traduzcan en una demanda cada vez mayor de proteínas -más carne de vacuno, más cerdo, más pollo, más pescado- y, por tanto, más cereal para alimentar a los animales. Por si no tuviéramos bastante como para preocuparnos, The Economist lo ha dejado muy claro en un artículo excelente, muy detallado y aterrador, titulado El fin de la comida barata. La revista comenzó su "índice de precios de los alimentos" nada menos que en 1845, en pleno debate sobre la abolición de las tristemente famosas Leyes del maíz (aranceles agrarios) en Gran Bretaña. El índice de este año ha alcanzado el nivel más alto de sus 162 años de existencia, y ofrece unas perspectivas realmente pesimistas para los pobres de las zonas urbanas del mundo, pero también beneficios económicos para los agricultores.

¿Qué significa todo esto para la geopolítica de las grandes potencias, especialmente EE UU y China? Para esta última, las tendencias son verdaderamente graves. Si la dirección de la República Popular pretende satisfacer las demandas de sus 1.400 millones de consumidores, cada vez más ambiciosos, su necesidad de encontrar nuevos recursos fuera del Reino del Centro -más petróleo, más gas, más productos alimenticios, más madera, más hierro, acero, zinc, cobre- empujará hacia arriba los precios de las materias primas.

Será interesante observar cómo influye esta dependencia creciente en la política exterior china. ¿Se convertirá en un actor mundial cada vez más dispuesto a compartir cargas, un país más deseoso de estabilidad, en vez de permanecer al margen o aprovecharse de las oportunidades? ¿O pensará, como muchos países emergentes en siglos anteriores, que debe apoyarse sobre todo en su propia fuerza para afianzarse? (Por cierto, que nadie espere ver aminorar el paso de la expansión naval china en los próximos años; el crecimiento del comercio irá seguido del crecimiento de la flota).

¿Y EE UU? A esto me refería antes cuando hablaba de una situación en la que habrá ganancias y habrá pérdidas. Para los estadounidenses no es bueno, ni desde el punto de vista estratégico ni desde el económico, que se mantenga el nivel elevado de precios del petróleo, ahora que dependen ya tanto de proveedores externos. Es malo para la balanza de pagos, ejerce demasiada presión sobre el dólar y hace que EE UU sea vulnerable a las amenazas, tanto reales como imaginadas, de fallos en los oleoductos o el transporte oceánico. Tal vez los lectores piensen en otras materias primas, pero, en mi opinión, el petróleo es el mayor elemento de dependencia que tiene EE UU respecto a fuerzas externas. Por otro lado, las tendencias de los precios mundiales de los alimentos y la producción agraria indican que esa fortaleza va a durar. En EE UU, durante la era de menos producción de alimentos (los últimos decenios), muchas tierras agrícolas se recalificaron y se apartaron de la producción. Ahora gran parte puede volver a dedicarse al maíz, el trigo, la soja e incluso la costosa cría de vacuno y porcino.

Es decir, en este mundo actual, cambiante, mezclado y enloquecido, Estados Unidos puede verse perjudicado por su dependencia energética, cada vez mayor, y, al mismo tiempo, beneficiarse en el ámbito internacional de su situación natural como inmenso granero mundial.

El mundo ha aprendido mucho sobre la trama del "petróleo por alimentos" que ensució el nombre de Naciones Unidas hace unos años. Pero aquí vemos una faceta mucho más interesante, más amplia y más duradera de la relación entre esas dos materias, tan cruciales para la condición humana. Por supuesto, no se trata de que nosotros, en general, tengamos que escoger entre pan y gasolina, aunque cientos de millones de pobres seguramente sí tienen que hacerlo. De lo que se trata es de que, en los próximos decenios, todos los países del mundo van a valorar cada vez más las materias primas esenciales, como el cereal, el agua potable... y el petróleo. Quienes tengan de todo saldrán adelante. Quienes tengan pocos recursos tendrán un futuro muy negro. Y a los países que, como Estados Unidos, tengan a la vez ventajas e inconvenientes, les aguardan tiempos muy interesantes.

Paul Kennedy, titular de la cátedra J. Richardson de Historia y director del Instituto de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. © Tribune Media Services, INC. 2007. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.