¿El opio del pueblo?

Si se sigue la lógica -si acaso la tuviera- del documento del PSOE elaborado con motivo del XXVIII aniversario de la Constitución, se llegaría a la conclusión de que la religión -cualquier religión- constituye, en la mejor tradición totalitaria, un auténtico opio para el pueblo. Es de una ignorancia supina atribuir a la laicidad la condición socio-política de «requisito para la libertad y la igualdad». Y es una contradicción en sus mismos términos propugnar la laicidad y, simultáneamente, apostar por una «sociedad multicultural». La extirpación del ámbito de lo público de los reflejos de los valores trascendentes de la religión implica una mutilación cultural y, especialmente, una auténtica poda de la dimensión de los hombres. Las regímenes genocidas del siglo XX, el nazi y el estalinista, reprimieron la religión y la sustituyeron por la idolatría a los propios valores.

Cuando, en los años cuarenta de la centuria pasada, Europa quiso salir de su ruina, la democracia cristiana en Italia, los políticos católicos de Francia y la articulación política de los socialcristianos en Alemania rehabilitaron las democracias del Continente y lo hicieron desde una concepción trascendente de los ciudadanos y desde un esquema de valores -ético-morales de cuño confesional católico- que se incrustaron en el acervo político y constitucional del conjunto europeo.

En la transición democrática hubo de elaborarse una fórmula que superase el nacionalcatolicismo franquista y se optó por una muy estimable ecuación constitucional: la aconfesionalidad del Estado, plasmada en el artículo 16 de la Carta Magna que, sin embargo, y en un ejercicio de mera constatación cuantitativa y cualitativa, disponía que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». Este precepto constitucional es el que ni tiene en cuenta, ni quiere tenerlo -es más: lo rechaza- el manifiesto socialista que más parece una reacción a la Instrucción de la Conferencia Episcopal Española -«Orientaciones morales ante la situación actual de España» de 23 de noviembre pasado- que una afirmación en un criterio proactivo e integrador.

O por decirlo en palabras más claras: el documento socialista -que aprovecha la ocasión para una mención retrospectiva e inoportuna a la Constitución republicana de 1931- se dirige clara y terminantemente contra la presencia del catolicismo en el ámbito público español. La izquierda perpetra así un nuevo error, esa clase de error que lo es porque divide y enfrenta y que es más grave porque es reiterativo en la historia. La Iglesia como institución arraigada en la sociedad y el catolicismo de muchos millones de españoles -sea un catolicismo militante o en latencia- resultan realidades que determinada izquierda no quiere interiorizar como factores constitutivos de la identidad colectiva de la sociedad española. Es más, no sólo no asume estos fenómenos permanentes en nuestro devenir -Iglesia y catolicismo- sino que se apresta a una mayor benignidad con otras religiones -la islámica, por ejemplo, con la que se plantea la llamada Alianza de Civilizaciones- para forzar una «multiculturalidad» que, en realidad, busca rebajar el protagonismo del catolicismo en España. ¿Cómo puede propugnarse una sociedad entreverada de múltiples culturas y creencias y afirmarse que «los fundamentalismos monoteístas o religiosos siembran fronteras entre los ciudadanos»? ¿Se pretende afirmar que las religiones monoteístas -la cristiana, la judía y la islámica- son todas fundamentalistas? El despropósito, además de conceptual, es expositivo y semántico y el manifiesto en su conjunto una ridícula redacción de progresismo elemental y anticuado.

Los obispos españoles -que han dedicado un largo epígrafe al laicismo en su última Instrucción- dicen, creo que con buen tino, que el mundo moderno «que pretendía engrandecer al hombre, colocándolo en el centro de todo, termina paradójicamente por reducirlo a un mero fruto del azar, impersonal, efímero y, en definitiva, irracional». Tal situación, subrayan los prelados, «es una nueva expresión del nihilismo». Y así es, porque, el extremo relativismo y la privatización absoluta de las creencias religiosas, provocan un vaciamiento vital y un estado de distensión de la ética colectiva. La religión -y me refiero a la cristiana- dispone, en un ámbito distinto al político pero no necesariamente ajeno a él, de una enorme energía transformadora. La Iglesia ha dialogado con su tiempo -en ocasiones con acierto, en otras con menos- pero ha transmitido siempre valores de referencia que concurren a la conformación de la opinión pública y, en definitiva, a la creación de una conciencia colectiva compatible plenamente con la democracia y sus principios constitucionales.

La religión -y es aquí donde está la esencia del debate- no es sólo una fe, una dogmática teológica y un sistema moral. Es también un hecho cultural de proporciones históricas que se comporta como un conjunto de pautas colectivas que perfilan la personalidad de la sociedad. El bautismo, las primeras comuniones, el matrimonio religioso, la celebración de determinados hitos vitales en los templos, la funeraria tradicional, no son sólo -y quizás en estos tiempos mucho menos- expresiones externas de una fe acendrada, pero sí manifestaciones culturales en las que los ciudadanos -por sí y colectivamente- se explican y entienden, es decir, contextualizan su propia vida.

Privar de esa interpretación endógena a la sociedad española con el impulso manierista de una laicidad que siempre fracasó en nuestra historia, desconociendo la enorme ventaja de la aconfesionalidad del artículo 16 de la Constitución, es, de nuevo, una grave frivolidad de un socialismo español instalado en las proposiciones radicales y minoritarias y que lejos de reinventarse en aspectos constructivos se reconoce en el peor de sus pasados.

La Iglesia debe ser consciente de que atraviesa por una coyuntura histórica difícil. Lo reconoce ya en la Instrucción Pastoral del pasado 23 de noviembre lo que le desafía a actuar en consecuencia. La jerarquía católica -y el entramado del catolicismo en España que es amplio y sólido- tiene la obligación de enfrentarse a este tiempo con los instrumentos contemporáneos -ahí tienen la gran asignatura de los medios de comunicación propios y algunos más afines desde hace muchas décadas- en una actitud dialogante y firme en los principios para que la totalidad de la opinión pública vuelva a reconocer en la Iglesia aquellas virtudes y capacidades que la enaltecieron durante la transición democrática. Por muchas razones, ahora estamos instalados en una nueva transición de peor factura que aquélla y esta circunstancia histórica -que difiere de la de finales de los setenta en la hostilidad que muestra la izquierda- no debe contemplarse como un problema, sino como una oportunidad de demostrar que sólo en una concepción totalitaria la religión es «el opio del pueblo». Como algunos pretenden argumentar con más voluntad que acierto. Los socialistas, por ejemplo.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.