¿Existe un proceso de paz?

Todos recordamos la gran alegría colectiva que embargó a este país cuando se puso en marcha el denominado 'proceso de paz'. Parecía que se ponía punto final a una época de sangrientos acontecimientos: Guerra Civil, dictadura larga y singularmente deleznable, actuación atroz de ETA, no menos virulenta acción de elementos parapoliciales -o simplemente policiales-, etcétera. Por primera vez se rompía la cadena maldita y se avizoraba un horizonte despejado de cara a una convivencia pacífica.

Los promotores -y protagonistas esenciales- del embarque avalaban de forma expresa el citado proceso; ETA con su alto al fuego indefinido y el Gobierno español, con su mención a un desarrollo largo, duro y difícil. Referencias a ese proceso que se asemejaban al pronóstico churchilliano de 'sangre, sudor y lágrimas', naturalmente sin el dramatismo de éste, pero también sin la expresión conclusiva de alcanzar la victoria, pese al enorme sufrimiento que en el eslogan casero supondrá alcanzar el objetivo de la convivencia en paz.

Poco se ha sabido del 'proceso' hasta el momento, salvo esas declaraciones del presidente Rodríguez Zapatero sobre que en las próximas semanas se iniciarán contactos «exploratorios» y «preliminares» con ETA. No es mucho precisamente, aunque tampoco nos atrevemos a decir que es muy poco para un proceso que lleva en curso desde marzo. La no visión de frutos, por parcos y verdes que estuvieran, la hemos puesto en el debe de ese necesario sigilo o, si se quiere, secreto. Algo se habrá avanzado, aunque sea en la sombra, para que las impaciencias no hayan frustrado expectativas de calado.

De algo estamos seguros: la disposición de los tiempos desde el Gobierno español puede ser entendida desde el primordial prisma electoral. Quiere indicarse que aquello que avanza a paso de tortuga se puede convertir en galgo de carreras en los albores de las próximas elecciones generales, que al parecer van a ser además a Cortes constituyentes. Nadie puede negar el legítimo deseo de rentabilizar el proceso y su final feliz, que monopolizará en exclusiva el Ejecutivo de Rodríguez Zapatero. No cabe duda de que el título de 'pacificador' es un evidente aval de victoria para tan fundamental evento. No seremos nosotros quienes neguemos al reconocimiento de dicha 'rentabilidad', puesto que lo esencial es el previsible fruto conseguido: la convivencia por fin y después de siglos.

Pero, sin embargo, también hay declarados enemigos de este proceso, que le negaron el pan y la sal desde su mismo inicio y que siguen ternes en solicitar su clausura y archivo. En este sector está un vasto complejo partidista-mediático-eclesiástico-judicial y económico, que exige la perpetuación de la represión para finalizar con ETA, negando así todo contacto, pese la contradicción que ello implica, con lo que el poder central intentó en la anterior tregua de la organización terrorista. Recuérdense las negociaciones en Zúrich y lo que en ellas se trató, con asistencia de importantes emisarios del propio Aznar.

Varias son las causas de este planteamiento, encabezado por el PP. En primer lugar, impedir que se rentabilice el proceso pacificador y vuelva a triunfar electoralmente el Partido Socialista. La máxima '¿que se hunda el mundo y salga yo boyante!' se traslada al terreno de negar al enemigo la menor baza aprovechable, aunque ello suponga la vuelta del terrorismo y de su represión. Todo vale en el proceso, esta vez electoral. Pero hay un trasfondo latente de un mayor alcance; además del duro 'vae victis' romano, la consideración -tan evidente en los medios con ocasión de las insurrecciones coloniales de finales del XIX- de que al enemigo se le aplasta y su único destino -Cánovas del Castillo dixit- era y es la aniquilación. La constante mención a los resortes represivos propios de un Estado de Derecho no es más que el camuflaje de la pretensión finalista de la 'victoria democrática', sea como sea, contra el 'eje del mal' doméstico que por supuesto, siendo particularmente 'malo', ha acreditado su capacidad de resistencia en las más variadas coyunturas.

Si profundizamos en esta posición encontramos también un horror al diálogo como fórmula de solución de enconados problemas, pavor tan propio de determinadas esferas. No en balde se ha popularizado la frase de un conocido 'analista' radiofónico, de verbo encendido, cuando consideró que el terrorismo era una úlcera, pero el auténtico cáncer era el diálogo político. Quienes vivimos aventuras como las elecciones de mayo de 2001 pudimos comprobar sobradamente la cultura de este negativismo dialogante y la imposición de las verdades exclusivistas desarrolladas a la perfección -aunque con poco éxito entonces- por los mismos de hoy en día.

Resuenan viejas voces, auténticos arcanos de la caverna, que sin embargo a algunos -o a muchos- les sonarán de actualidad. Aquella especie de jaculatoria expresada ante una cristiandad estupefacta con ocasión de la sangrienta y última Guerra Civil: «La paz, ¿que venga la paz! pero no mediante compromisos o reconciliaciones, sino a partir de la espada ¿queremos la reconciliación por las armas!». Frases pronunciadas en el Congreso Eucarístico de Budapest, no por un militar enardecido, un político totalitario o un intelectual a sueldo del poder omnímodo, sino, ni más ni menos, que por monseñor Gomá, cardenal arzobispo de Toledo y primado de las Españas.

Tampoco el Poder Judicial parece que esté por la labor, sino más bien todo lo contrario. Si ya hemos censurado en el pasado y en numerosas ocasiones actuaciones de la Audiencia Nacional que han originado graves conculcaciones de derechos elementales o incalificables declaraciones de portavoces del CGPJ, en este momento parece que vuelven con renovados bríos a obstaculizar el proceso. ¿Cómo se puede calificar el procesamiento del lehendakari, al que ahora se unen dos dirigentes del PSE, o la petición de 96 años de cárcel por parte de un fiscal de la Audiencia Nacional por dos artículos de opinión con el único fin de evitar la excarcelación de un preso de ETA con la condena de sus horribles crímenes ya cumplida? Esta última petición y la posterior condena a 12 años parecen más propias de tribunales turcos, chinos o birmanos que de un país miembro de la UE. Sin embargo, el drama es que esto está ocurriendo aquí y ahora. Menos mal que todavía hay jueces en Berlín, comenzando por instancias judiciales europeas como el Tribunal de Derechos Humanos, para apagar estos fuegos.

Finalmente, ¿cómo se compaginan con un auténtico proceso de paz el robo de armamento, la 'kale borroka', los siniestros seguimientos a concejales y funcionarios en Zarautz o la última agresión a dos policías municipales en Bilbao? De ninguna manera. Este proceso exige claridad de posiciones, sensatez en las conductas públicas, veracidad en las intenciones; algo de lo que al parecer carecen por el momento quienes están detrás de esas actuaciones.

Quienes no comulgamos con ruedas de molino, quienes nos seguimos aferrando al sistema democrático, dirigido por un Derecho esencialmente solventador de conflictos, quienes nos apuntamos a un País Vasco autogobernado y en paz, exigimos la prosecución del proceso hasta sus últimas y definitivas consecuencias. ¿Es tan imposible instar a todas las fuerzas sociales a que apoyen -o al menos no torpedeen- tan digno propósito? Porque tememos que, de perderse el presente tren, el futuro quedará empañado otra vez durante largo tiempo por malos vientos y peores procederes.

José Manuel Castells, Pedro Ibarra, Baleren Bakaikoa, Luis Bandrés y Jon Gurutz Olascoaga, profesores de la UPV-EHU.