¿Feminización hormonal?

Cuando François D´Eaubonne inventó en 1969 el término falocracia para hablar de la dominación simbólica y política del falo en la cultura occidental, no hubiera podido imaginar que ese mismo falo era en realidad objeto de una intensa vigilancia y que se convertiría en el centro de una creciente normalización biopolítica. Entre mediados del siglo XX, cuando el psiquiatra Harry Benjamin descubre el efecto de las hormonas sexuales sobre la respuesta genital a la excitación, y los albores del XXI, cuando los laboratorios Pfizer, Bayer y Lilly se disputan, bajo los nombres Viagra, Levitra o Cialis, la comercialización de una molécula vasodilatadora capaz de provocar y mantener la erección, la masculinidad deja de ser un coto cerrado de privilegios naturales para convertirse en un dominio de capitalización e ingeniería política.

La primera década de este nuevo milenio ha sido un momento sin precedentes de ansiedad política y especulación económica en torno al pene. Hoy, más que de falocracia, habría que hablar de falocontrol: de un conjunto de dispositivos políticos que luchan por diseñar los límites de la nueva masculinidad.

La intención del presidente francés, Nicolas Sarkozy, hecha pública el pasado mes de agosto, de crear una ley que prescriba la utilización de terapias de castración química para tratar a los delincuentes sexuales es un eslabón más en la escalada de los poderes políticos por producir y controlar la sexualidad masculina.

Cabría preguntarse: ¿cuáles son los procesos de transformación corporal que desatan realmente la llamada castración química? ¿Cuándo, cómo y sobre qué cuerpos han sido ya utilizadas medidas similares de gestión farmacológica de la identidad? ¿Cuáles son las ficciones políticas de masculinidad y de feminidad que subyacen a dicha proposición de ley y qué tipo de sujeto pretendemos producir colectivamente?

Rastreemos nuestro archivo farmacopolítico: la llamada castración química consiste en la administración de un cóctel más o menos cargado de antiandrógenos (acetato de ciproterona, progestágenos o reguladores de la gonadotropina), es decir, de moléculas inhibidoras de la producción de testosterona.

Si bien es cierto que uno de los efectos de los antiandrógenos puede ser la disminución del deseo sexual (siempre que se piense el deseo sexual en términos de excitación y respuesta eréctil), lo que no se señala a menudo es que los efectos secundarios de estos fármacos son la disminución del tamaño del pene, el desarrollo de pechos, la modificación del volumen muscular y el aumento de la acumulación de grasas en torno a las caderas. Se trata de un proceso de feminización hormonal. Por ello, no deberíamos extrañarnos al descubrir que fármacos de efecto antiandrógeno semejante sean utilizados (de forma voluntaria) por transexuales que desean iniciar un proceso de feminización y cambio de sexo.

Cuando exploramos la historia política de este fármaco, aprendemos que fue usado en los años cincuenta como parte del tratamiento contra la homosexualidad masculina: esa fue la terapia aplicada por la justicia inglesa a Alan Turing, uno de los inventores de la ciencia computacional moderna que, acusado de "homosexualidad, indecencia grave y perversión sexual", se vio obligado a someterse a una terapia hormonal que probablemente le llevó posteriormente al suicido.

Paradójicamente, y como prueba de una cierta confusión científica, el mismo fármaco forma parte de los actuales experimentos con la llamada "bomba gay", un compuesto molecular a base de hormonas con el que el ejército norteamericano pretende transformar a sus enemigos en homosexuales.

Lo que estos datos dejan al descubierto es que la castración química (o la feminización hormonal) es un dispositivo farmacopolítico destinado no tanto a la reducción de las agresiones sexuales, sino a la modificación del género del presunto agresor. Valga señalar que tales terapias están únicamente pensadas en función de la figura masculina de lo que Sarkozy llama el "predador sexual".

El modo de castigar y controlar la sexualidad masculina es transformarla simbólica y corporalmente en femenina. Se produce así un doble efecto del que, lamentablemente, ya conocemos los resultados: la criminalización política de la sexualidad masculina y la victimización de la sexualidad femenina.

La erección y por extensión la masculinidad, pensada como un impulso involuntario que debe ser políticamente controlado, es siempre efecto de una regulación química: producida o aumentada a través de vasodilatadores (no olvidemos que François Evrad, sujeto frente al que se desata la polémica de la ley francesa, llevaba pastillas de Viagra en el bolsillo en el momento de la violación) o controlada y reprimida en el caso de la castración química. De forma paralela, la sexualidad femenina se construye como territorio pasivo sobre el que se ejerce la violencia de la sexualidad masculina.

Pero seamos conscientes, no hay aquí destinos biológicos, sino programas farmacopolíticos.

Beatriz Preciado, profesora en la Universidad París VIII-Saint-Denis.