¿Grietas en la casa de Putin?

Dos son las razones que explican por qué desde hace tres lustros las elecciones generales andan de capa caída en Rusia: si la primera remite al escaso peso que corresponde al Parlamento en el ordenamiento político del país, la segunda subraya los efectos perniciosos derivados de los apenas tres meses que median entre las elecciones citadas y las presidenciales.

No hay motivo mayor para afirmar, por lo demás, que las generales que han de celebrarse en diciembre van a escapar al tono lúgubre de sus antecesoras. Con casi todo el pescado vendido, las únicas incógnitas que perviven son las relativas a lo que, en virtud de su estricto libre albedrío, se dispone a hacer Putin. Y ello aunque sea cierto que a los analistas puntillosos no les va a faltar trabajo a la hora de sopesar si la popularidad del presidente experimenta algún menoscabo, si los diferentes partidos putinianos arrasarán en su escenificación de un teatral pluralismo o si, por el contrario, la maltrecha oposición del momento obtendrá algún respiro.

Las cosas como fueren, y al menos en lo que hace a los meses venideros, nada invita a concluir que se avecinan cambios importantes. Beneficiado por la inevitable comparación con su predecesor y por una generosa subida en los precios internacionales del petróleo, Putin ha sabido sacar tajada por igual del apagón informativo que él mismo ha propiciado y de la acomodaticia condición, y de la inanidad, del grueso de esa oposición recién mencionada. Aun con ello, o precisamente por ello, estamos obligados a preguntarnos qué es lo que puede suceder en Rusia de tal suerte que el esquema de poder e intereses trenzado en los últimos siete años empiece a tambalearse.

Adelantaremos al respecto una respuesta que invoca dos horizontes distintos. El primero de ellos da cuenta de una posibilidad que está a la vuelta de la esquina: la de que se revelen disensiones más o menos graves dentro del propio aparato de poder putiniano. Téngase presente, sin ir más lejos, que las decisiones que el presidente se apresta a asumir en lo que atañe al nombre de su presunto sucesor pueden levantar ampollas, y abrir el camino a salidas inesperadas, entre quienes queden desplazados. Otro tanto cabe decir, en un terreno muy próximo, de las trifulcas entre oligarcas que algunos expertos pronostican al calor de una ambiciosa operación de redistribución de activos presumiblemente encubierta tras una fantasmagórica, y ocultatoria, renacionalización.

Mayor interés tiene, sin embargo, el segundo de los horizontes que podría hacer mella en el proyecto putiniano. Sabido es, por lo pronto, que en los últimos años han sido acallados en Rusia los medios de comunicación que, empeñados en mantener algún grado de disonancia con respecto a los designios del Kremlin, contaban con eco entre la población. De resultas, el ciudadano de a pie carece con toda evidencia de una información solvente que le permita manejarse con soltura y criterio en lo relativo a cuestiones tan enjundiosas como las controversias que sigue arrastrando un débil Estado federal, las mentadas disputas entre los magnates, la abusiva dependencia que la economía muestra para con las materias primas energéticas, lo que ocurre en ese agujero negro llamado Chechenia o, en suma, el polémico derrotero de la política exterior del país. Importa sobremanera subrayar, con todo, que ese mismo ciudadano no necesita del concurso de los medios de comunicación para evaluar lo que se barrunta en ámbitos tan cercanos como decisivos: si por un lado sabe de sobra, por ejemplo, hasta dónde alcanza su salario, por el otro puede percatarse sin demasiado esfuerzo de que la bonanza económica que el país registra desde 1999, particularmente beneficiosa para un puñado de inmorales oligarcas, no lo ha sido tanto, en cambio, en lo que se refiere a la situación de la mayoría de las víctimas de las reformas yeltsinianas del decenio de 1990.

Es verdad que la conclusión que parece seguirse de lo que acabamos de reseñar -muchos rusos pueden sentir la tentación de tirar del hilo e identificar al cabo las grietas de la arquitectura putiniana- tiene un alcance limitado: si, por un lado, hay que acercar mucho el oído para apreciar el empuje de las voces críticas, por el otro no faltan fenómenos bien conocidos al amparo de las direcciones carismáticas (a los ojos de muchos de sus compatriotas Putin sería un gobernante espléndido rodeado por todas partes, eso sí, de mediocres y ladrones). Y es que a la hora de certificar que sigue vivo el que acaso es el legado más dramático de la época soviética -una llamativa ausencia de tradiciones de autoorganización y resistencia popular- no hay que viajar mucho: basta con tomar nota de cómo el delirio represivo al que se han entregado en tantos lugares las autoridades -en ausencia, no lo olvidemos, de una oposición que merezca tal nombre- apenas suscita sino un gesto displicente, las más de las veces entreverado de connivencia, entre la mayoría de los rusos.

Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.