¿Guerra civil palestina?

Las luchas sangrientas entre palestinos se prolongan desde que Hamás ganó las elecciones. Ni siquiera los indiscriminados ataques israelíes sobre Gaza, que se produjeron durante semanas, han logrado que los palestinos resuelvan sus diferencias fratricidas y dejen de matarse entre sí. Los acuerdos de La Meca de febrero pasado parecían haber zanjado la cuestión pero sólo consiguieron una débil tregua de tres meses. ¿Por qué?

Gran parte de los problemas actuales son herencia involuntaria de Yaser Arafat. Líder incuestionado de la OLP durante décadas, cuando tuvo que dirigir la Autoridad Palestina lo hizo de una forma personalista. Sus ministros eran meros subordinados. Arafat no fue un dictador, pero como líder guerrero de la OLP estaba acostumbrado a conducirse de forma autocrática. Como su partido, Al Fatah, disponía de una cómoda mayoría en el Parlamento, podía usar esa mayoría como un rodillo y hacer su voluntad sin dar explicaciones. A su muerte dejó un enorme vacío que no ha podido ser llenado. Los palestinos, como todos los árabes, están acostumbrados a la típica estructura política tercermundista del líder único y fuerte, que lleva las riendas del grupo con mano dura atemperada por el paternalismo. El resultado es que las instituciones palestinas padecen una cierta bicefalia entre el presidente, que es de Al Fatah, y el primer ministro, que es de Hamás. En Francia y otros países democráticos esta situación puede ser problemática, pero en cada caso están bien deslindadas las competencias y está claro qué autoridad y mando tiene cada cual. En Palestina, no.

Los palestinos han asumido muy bien las formas externas de la democracia: partidos, parlamento, elecciones, etcétera, pero las verdaderas esencias del sistema son otra cuestión. Sobre todo, se resisten a asumir lo más importante: que la oposición puede ganar las elecciones siguientes y subir al poder. Un chiste árabe resume bastante bien el limitado concepto de democracia que tienen algunos: un hombre, un voto, una vez. La otra herencia envenenada de la época Arafat es la corrupción institucionalizada a gran escala. Se han creado múltiples organismos e instituciones que no desempeñan ninguna función o que se solapan entre sí, desperdiciando recursos. Otro factor a reseñar es la estructura familiar extensa típica de Oriente Próximo y Medio, que favorece mucho el nepotismo. Todas las facciones involucradas han sido creadas en medio de una guerra a muerte contra Israel, de manera que, aunque intenten comportarse como partidos políticos pacíficos, son en realidad unidades armadas más acostumbradas a la lucha que al debate.

La combinación de estos tres factores ha llevado a la crisis actual. Al Fatah sencillamente se niega a reconocer su derrota y abandonar el poder. Los políticos corruptos rechazan en redondo ceder sus poltronas y los ingresos deshonestos conseguidos a su sombra. Les respaldan sus ayudantes y subordinados, muchas veces parientes suyos, escogidos por su fidelidad personal a la familia, al líder, no al partido ni al país. Los ministerios y los diferentes organismos se han convertido en feudos de la facción o del clan, que se deben defender a tiros si es preciso. Como todos tienen armas y no existe nadie que se lo impida, acaban disparándose. Incluso cuando los líderes establecen una tregua, porque se dan cuenta de que la violencia no les lleva a ninguna parte, los seguidores continúan luchando porque los unos defienden las tajadas que ya tienen, mientras que los otros exigen su turno para, como vulgarmente se dice, 'chupar del bote'.

Dos factores muy poderosos impiden que el conflicto, ya muy grave, escale hasta una verdadera guerra civil palestina. El primero es la sombra de Israel. El segundo, el hecho de que la Autoridad Palestina es pese a todo una democracia. En última instancia, el poder político depende del respaldo popular. Habrá nuevas elecciones algún día y los jefes de todas las facciones temen disgustar a la opinión pública. Cuando hasta los niños pequeños se echan a la calle para exigir la paz, ignorar esa presión popular resultaría extremadamente peligroso. Si Al Fatah pierde la presidencia o si Hamás pierde su mayoría parlamentaria, el asunto estaría zanjado aunque el perdedor intentase recurrir a las armas. El presidente Mahmud Abbas, de Al Fatah, lo sabe muy bien y por ello intentó convocar elecciones anticipadas cuando creía que la rápida degradación de la situación iba a perjudicar electoralmente a Hamás. Pero Hamás había ganado las elecciones anteriores. ¿Y si los votantes decidían echarle la culpa de todo al obstruccionismo de Al Fatah?

Los argumentos de que Hamás es un grupo terrorista y que no ha reconocido a Israel les importan un rábano a los palestinos. Más aún: una de las razones de la victoria electoral de Hamás fue la reacción de la población a los continuos e indiscriminados ataques israelíes, las humillaciones, el sabotaje económico, las expropiaciones de tierras, el tener que cruzar cuatro controles en tres kilómetros perdiendo horas enteras en ellos, etcétera. Los palestinos votaron a Hamás porque lo veían como el partido de la guerra. Esperaban que Hamás fuese el equivalente local de Hezbolah, alguien capaz de luchar contra Israel y ganar, o por lo menos no perder. Centrado en su lucha por el poder, Hamás ha decepcionado cruelmente esa esperanza.

La única solución para esta crisis parece ser el convocar cuanto antes nuevas elecciones parlamentarias y presidenciales, para que los votos resuelvan lo que las armas no pueden solucionar, pero Al Fatah se opondrá por la fuerza pues lleva las de perder.

Juanjo Sánchez Arreseigor, historiador especialista en el Mundo Árabe.