¿Guerra o castigo en Oriente Próximo?

Por Jesús A. Núñez Villaverde, codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (EL PAÍS, 22/07/06):

Aunque nada rebaje el repudio que provoca el brutal uso de la fuerza tanto por unos (Hamás y Hezbolá) como por otros (Israel), es relevante determinar si estamos ante una nueva guerra árabe-israelí o ante una más de las innumerables operaciones de castigo que jalonan este largo conflicto. Las consecuencias serían muy distintas en uno u otro caso, en un contexto en el que se asume que la violencia no aporta soluciones definitivas sino, en el mejor de los casos, algún rival más eliminado y cierto tiempo ganado hasta la próxima crisis.

Más allá de las impactantes imágenes de estos días, podemos concluir que una nueva guerra árabe-israelí, tal como ésta se entiende desde 1948, no es la opción más probable. A pesar del constante intercambio artillero, no se dan las condiciones, ni hay deseo por parte de los principales actores implicados, para desencadenar un enfrentamiento generalizado. En primer lugar, hay que recordar que Egipto, ya desde 1978, no cuenta en esta historia. Su acuerdo de paz con Israel, su pretendido papel de intermediario regional y, sobre todo, su obediencia a los dictados de Washington lo descartan como enemigo militar de Tel Aviv. Sin su participación, es bien sabido que la abrumadora superioridad convencional y nuclear israelí disuade al resto de los países árabes de aventurarse en una derrota cinco veces repetida.

Siria, que pretende liderar el frente de rechazo a Israel, es consciente de su debilidad, mucho más acusada desde que desapareció la Unión Soviética. Es bien evidente que en estos días el principal interés de Damasco es evitar verse implicado directamente en un conflicto que no le conviene (ofrece su territorio para evacuar a civiles occidentales e incluso ha negado haber recibido un ataque israelí). Su tradicional apoyo a Hezbolá no llega al extremo de jugarse la pervivencia del régimen por intentar cubrir a un socio instrumental al que, además, empieza a ver como derrotado en la confrontación que se avecina.

Tampoco Israel puede desear que se reabran todos los frentes vecinales cuando tanto le está costando controlar su propio patio trasero (Gaza y Cisjordania). Sabe, al menos desde la guerra del Yom Kippur (1973), que su superioridad no le garantiza la victoria y teme, por el contrario, verse empantanado en una confrontación asimétrica con un constante goteo de bajas y secuestros de soldados, social y políticamente tan impactantes. Además, Washington difícilmente puede aceptar un estallido regional generalizado que se añada a su desventura iraquí, mientras Irán asoma por el horizonte. Es precisamente Irán el único que puede encontrar ciertas ventajas en movilizar a sus peones (Hezbolá entre ellos) para enseñar los dientes a quienes tratan de evitar que se convierta en el líder de Oriente Medio, aprovechando la extrema debilidad de Irak y los problemas de EE UU.

Si no estamos, pues, ante la sexta guerra, ¿qué es lo que tenemos ante nosotros? Por lo que respecta a Hezbolá, estaríamos ante una huida hacia delante, empeñado en demostrar su control del escenario libanés (resulta pasmosa la parálisis del gobierno ante el bloqueo israelí y los ataques recibidos) y de liderar la resistencia a Israel. Su empeño en seguir lanzando cohetes contra Haifa y otras ciudades demuestra que acepta el reto de un enfrentamiento directo con las Fuerzas de Defensa Israelí (FDI). Aunque se confirme su arsenal de hasta 12.000 cohetes y misiles de procedencia principalmente iraní -contra poblaciones, contracarro y antiaéreos-, tiene que saber que la victoria no está a su alcance, aunque estime que puede bastarle con atrapar a Israel en una guerra de desgaste en territorio libanés.

Israel, por su parte, trata de escapar a la indeseable situación de verse implicado en dos frentes (Gaza y sur de Líbano), buscando hacer pagar los secuestros de sus soldados (que no de recuperarlos) y, sobre todo, de aprovechar las circunstancias para golpear a sus más inmediatos enemigos, mientras envía un nítido mensaje a sus promotores (Siria e Irán). La escalada militar resulta ya difícilmente evitable. Mientras las FDI siguen bombardeando infraestructuras libanesas y evitando que Hezbolá pueda recibir refuerzos exteriores -encerrándolo en el sur del país para cortarle una posible retirada-, ha llamado a filas a sus reservistas. Esto es algo más que un simple gesto simbólico. Los negativos efectos sociales y económicos que tiene la movilización general hacen pensar que si el gobierno de Ehud Olmert la ha decidido, es porque se prepara una masiva operación terrestre en suelo libanés. Sus objetivos, en una acción que cabe imaginar profunda en extensión pero lo más corta posible en tiempo (por tanto, sin ánimo de repetir una ocupación que tantos dolores de cabeza le produjo hasta su retirada en mayo de 2000) no es otro que procurar el mayor grado de desmantelamiento de las capacidades de Hezbolá (exactamente lo mismo que persigue en Gaza con Hamás). La dificultad añadida está en procurar que no haya una reacción de las fuerzas armadas libanesas y, mucho más preocupante, de las sirias.

En consonancia con esa previsión, siempre sometida a los imponderables de toda operación militar, habrá que seguir también la pista a los demás actores. Estados Unidos seguirá mostrando su respaldo total a Israel bloqueando, como ya ha hecho esta pasada semana, cualquier posible condena de la ONU a una actuación que ya está siendo desproporcionada desde el principio. Su interés prioritario es evitar la escalada regional y que sus ciudadanos localizados en Líbano (estimados en varios miles) puedan ser, como ya ocurrió en los años ochenta, convertidos en rehenes con los que Hezbolá procure blindarse. Esto último puede estar retrasando el ataque israelí, hasta que Washington consiga extraer a la mayoría.

Mientras tanto, y aunque le tiente la posibilidad de implicarse activamente en un territorio que pretende no sólo controlar sino integrar bajo su bandera, a Siria puede interesarle mucho más esperar a que una derrota de Hezbolá (que siempre pensará que no va a ser definitiva) le permita recuperar la posición que ha tenido en ese país hasta muy recientemente, a la espera de recibir así el premio de verse reconocido como un actor racional y estable que no conviene eliminar. Por el contrario, Irán es, como ya se ha apuntado, quien puede estar más interesado en añadir fuego al incendio. En su afán por aliviar la presión que EE UU ejerce sobre Teherán, los gobernantes iraníes pueden calcular que les rinde buenos dividendos mostrar otra carta, además de las que ya manejan en Irak, de su poder actual.

En definitiva, un juego peligroso pero nada descabellado para quienes prefieren mirar al mundo como un tablero de ajedrez en el que ninguna pieza tiene forma humana, sean soldados o civiles israelíes, palestinos o libaneses.