¿Ha llegado el momento?

Sí, es cierto, la ciudad es ahora un verdadero caos, pero no sólo por los trenes de cercanías. En realidad las cercanías hace decenios que fueron abandonadas por la Generalitat. Cualquier habitante de los múltiples suburbios, pueblos y urbanizaciones que rodean Barcelona puede contar historias terroríficas sobre la conexión con la capital. Esto no es Múnich, ni Milán, ni Toulouse. La Generalitat, obsesionada con sus agonías ideológicas, ha hecho muy poco para que los ciudadanos puedan vivir cómodamente cerca de la capital. En cambio, el resto del territorio, los pueblos y ciudades secundarias, han experimentado un incremento de calidad muy notable. La vieja política de Pujol fue siempre desarrollar todo lo que no fuera Barcelona y reducir la capital, tan híbrida, tan forastera, tan poco nacional, a una ciudad de provincias. Ahora ya es tarde. Cualquiera sabía desde hace años que la vieja ciudad burguesa diseñada para cien familias por las cien familias, era una caja de bombones con aroma belga. Sin embargo, aquellos que osaban decirlo eran inmediatamente tachados de la lista de seres humanos e incluidos en la de enemigos del Régimen. No es fácil ser sincero en este país.

El caos ha traído una exacerbación de la angustia; el fracaso, un incremento de la sensación de impotencia. Nunca como antes los grupos de energúmenos se habían sentido tan justificados y protegidos. Actúan con la convicción de que nadie va a reconvenirles o amonestarles. Su proyecto es crear un ambiente lo más similar posible al del País Vasco, aunque sin mancharse de sangre. Las balas, de momento, sólo se incrustan en fotografías. La táctica pujolista de echar la culpa de todo a los españoles sigue dando frutos. Hace unos días, el anciano político decía que nunca el odio de los españoles contra los catalanes había sido tan fuerte. "Ni en tiempos de Franco", añadía. Era una opinión pasmosa que lleva a preguntarse qué medios de comunicación lee, qué radios oye, qué televisiones mira Jordi Pujol. La exacerbación, la histeria, a veces llamada "crispación", hace mella en los más resentidos. Su hijo, Pujol Ferrusola, que ha heredado la jefatura ideológica del partido (éste sigue siendo un país de empresa familiar), declaraba casi el mismo día que todo nacionalista es independentista "si le queda alguna neurona". No obstante, con lógica daliniana, cuando le preguntaron si creía que Cataluña sería independiente algún día respondió: "No". En todo caso, que Convergencia sea ahora un partido independentista significa un cambio notable en los proyectos de las clases medias y acomodadas de Cataluña, siempre mansas con sus representantes.

La situación se ha estancado en un punto tedioso. Como escribía el notario López Burniol en estas mismas páginas a principios de noviembre, ha llegado el momento de hablar abiertamente con la población sobre la independencia. Lleva toda la razón. No creo que quede otra salida. De una parte, la población está hastiada del despilfarro gigantesco que se comete con la excusa de la "identidad" en detrimento de la vida real; otros ya no pueden soportar más sermones y broncas por no parecer sobradamente catalanes según el modelo de las elites; por fin hay una minoría que se angustia frente a un discurso agotado y teme caer en el abismo. Por esta razón, un partido conservador, católico y burgués como Convergència, ha optado por la vía adolescente. El partido converge hacia Ibarretxe. Ahora son separatistas, aunque mantengan los eufemismos habituales: confederación, asimetría, autodeterminación, soberanismo.El notario López Burniol escribía en su artículo que el primer paso a dar es el de consultar a la población vasca, catalana y gallega sobre este punto. Él añadía a los navarros no sé con qué finalidad, pero está bien, que se incluya quien lo desee. También en esto coincido con él. Sería de desear que se realizara esa consulta bajo un apelativo que justificara su legalidad, con todas las garantías posibles y mediante un periodo de explicación suficientemente largo. Por ejemplo, un año.

Durante ese año los separatistas nos explicarían cómo iba a ser la nueva nación, qué harían con aquellos que desearan seguir siendo españoles, cómo se resolverían los problemas prácticos (propiedades, comunicaciones, fiscalidad, etcétera), qué protección jurídica tendrían los excluidos o sus familias, y cuáles serían las ventajas de semejante paso. Por su lado, los partidarios de continuar con el Estado de las autonomías podrían defender su criterio sobre los efectos de poner fronteras al Ebro. La consulta debería realizarse con todas las garantías, claro está, entre las cuales hay una de difícil negociación: tanto si el resultado es negativo como si es positivo, debería considerarse irreversible.

Yo creo que una consulta semejante puede llevarse a cabo perfectamente en Cataluña y estoy, además, seguro del resultado. Excepto en un porcentaje que no debe de llegar ni al 20% de la población, no creo que ni siquiera los separatistas votaran por la independencia: les crearía problemas. Pero es cosa de averiguarlo. En cambio, dudo de que pudiera llevarse a cabo en el País Vasco. A pesar de los maullidos de Ibarretxe, en su autonomía no hay garantías democráticas para quienes no piensan como él. Mientras muchos de sus oponentes del PSV y del PP hayan de vivir con protección policial, mientras los desdichados políticos que habitan en pueblos con hegemonía fascista no puedan llevar una vida normal, es rigurosamente cínico (o malvado) plantear una consulta a lo Mugabe. Como dice el lehendakari, los vascos y las vascas tienen todo el derecho del mundo a elegir su futuro, por eso justamente lo primero que debería hacer su presidente es garantizarles que lo tienen y que no van a acabar con un tiro en la nuca, expulsados de sus hogares, o molidos a palos.

Desde la experiencia catalana, el discurso nacionalista está acabado, como muestra el continuo incremento de la abstención, y sólo queda el recurso populista a la independencia o la negociación para mantenerse dentro de la actual Constitución de una vez por todas. Prolongar la situación privilegiada de irresponsabilidad de los políticos catalanes sólo trae consigo un deterioro progresivo e imparable de las condiciones vitales de la población. Sobre todo, la del barcelonés, la región más nutrida por las sucesivas inmigraciones que han construido la actual Cataluña. Sin olvidar que de los siete millones de habitantes oficiales de la Comunidad, cuatro viven en ese entorno explotado por los especuladores, desestructurado por los nacionalistas, olvidado por todos los gobiernos y cuyo centro urbano se ha convertido en un campo de concentración del peor turismo europeo.

Como ha sucedido en Québec, donde los nacionalistas han perdido toda credibilidad, lo mejor es, en efecto, consultar a los ciudadanos. Pero dado que los nacionalistas catalanes y vascos no admiten que el resultado de las elecciones democráticas sea el referente de la opinión cívica mayoritaria, vayamos a la consulta popular. Y que gane el menos malo.

Félix de Azúa