¿Ha sido un espejismo?

Leyendo las opiniones suscitadas por el atentado de la T-4, resultaría fácil llegar a la conclusión de que el proceso de paz ha sido un mal sueño, una aventura inducida por el optimismo irrefrenable del presidente del Gobierno. El bombazo del 30 de diciembre habría sido el traumático y brusco despertar de ese sueño: ETA es la misma de siempre, hemos vivido un espejismo de 43 meses sin muertos (el periodo más largo desde 1968), pero eso no quiere decir nada, o quiere decir en todo caso que el Gobierno socialista ha sacado a ETA de su letargo provocándola con su oferta de negociación.

Esta interpretación de los hechos se adorna muchas veces con insultos y sarcasmos al Gobierno y a quienes han apoyado el proceso de paz. Aprovechar atentados terroristas para ajustar cuentas es ya un género consolidado entre algunos articulistas. Se vio tras el atentado del 11-M y ahora se ha repetido con el atentado de la T-4.

Creo, sin embargo, que cabe defender una lectura algo distinta de los hechos. Comenzando por lo principal, debe recordarse que ETA decidió dejar de matar a finales de 2003. Es verdad que ETA no abandonó del todo su actividad terrorista, pero sí procuró evitar víctimas mortales. Por ejemplo, entre el 1 de enero de 2005 y el 22 de marzo de 2006, día del anuncio del alto el fuego permanente, se produjeron más de 45 atentados con bomba: hubiera bastado aumentar la carga explosiva o no haber realizado avisos para causar numerosas muertes.

La derrota de ETA empieza precisamente cuando su debilidad y marginación le fuerza a dejar de asesinar, y se consuma cuando las circunstancias son tales que a los terroristas les resulta más provechoso perseguir sus objetivos por medios no criminales. El proceso de paz iniciado por el Gobierno trataba de dar pasos para que la decisión de ETA de dejar de matar fuera irreversible. A pesar de lo que el propio Gobierno ha dicho una y otra vez, esta iniciativa era muy distinta de los intentos pasados de negociación. Ahora, por primera vez, gracias al tiempo sin muertos, ETA no podía sacar la conclusión de que la disponibilidad del Gobierno a dialogar era consecuencia de la presión de la violencia. Por eso, el Estado no se debilitaba ni legitimaba a ETA accediendo a sentarse con los terroristas.

Ante la situación de bloqueo en el diálogo con el Gobierno, ETA trató de arreglar las cosas presionando del modo que mejor conoce, mediante un bombazo. Pero como tantas otras veces en su historia siniestra (atentado de la calle Correo, Hipercor), el atentado se le fue de las manos y ETA acabó asesinando a dos ecuatorianos, Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio.

Estas dos nuevas víctimas mortales, sin embargo, no pueden utilizarse para desacreditar el proceso de paz. Desde el principio se dijo que un proceso como éste era incierto, podía terminar con éxito o no. Se trataba de un riesgo que valía la penar correr no porque sea obligación de todo Gobierno intentar un final dialogado del terrorismo, sino porque en este caso concurrían circunstancias excepcionales: periodo largo sin muertes, declaración de Anoeta, marginación institucional de Batasuna, lealtad del PNV...

Cuando se achacan las muertes de Palate y Estacio al proceso de paz (y a Zapatero como responsable político en última instancia), no se habla nunca de los muertos que se han evitado gracias a la estrategia del Gobierno. El proceso de paz ha alargado decisivamente el periodo sin muertes. Si no se hubiera realizado la declaración del Congreso de 2005, si el Gobierno hubiese hecho oídos sordos a las llamadas de ETA pidiendo poner final a la violencia, los etarras quizá no habría aguantado tanto tiempo sin matar.

El proceso de paz, además, ha dejado a ETA sin estrategia. Cabe preguntarse qué piensan los terroristas que van a conseguir a estas alturas si vuelven al asesinato. Ya no son capaces de explicar a sus seguidores qué objetivos alcanzarán mediante la violencia. Los seguidores, por otra parte, andan más bien despistados y se percibe una contradicción cada vez más acusada entre el núcleo militar y el brazo político. Si ETA no da pasos decisivos para reconstruir la oportunidad que ha tirado por la borda con el atentado de la T-4, esa contradicción terminará produciendo un enfrentamiento entre Batasuna y ETA.

A veces se da a entender que ahora estamos en situación parecida a la de la ruptura de la tregua de 1998. Entonces ETA creía que sus atentados contra políticos del PP y del PSOE podrían abrir un foso entre nacionalistas y no nacionalistas en el País Vasco. Habiendo el PNV rectificado el rumbo de Lizarra, eso también se ha acabado. ETA se encuentra totalmente aislada. Ahora sus crímenes servirían como mucho para radicalizar todavía más a la derecha. Pero eso no sería suficiente para satisfacer a todos esos nacionalistas radicales que saben que pueden conseguir mejores resultados persiguiendo la independencia mediante los votos que mediante las armas.

Es cierto que ETA ha podido reforzarse tras un periodo de inactividad, de forma que en el corto plazo podría tener la tentación de lanzar una campaña de atentados mortales. Esa tentación crecerá si los jueces siguen protagonizando excesos que dejan en ridículo el tan manido Estado de derecho. Pero con un poco de sensatez, sin dejarse llevar por la histeria, estamos a tiempo de evitar un nuevo retroceso. De lo que se trata es de dificultarle a ETA la vuelta a la violencia, no de proporcionarle coartadas. El clima alarmista que se ha creado contribuye tan sólo a facilitarles las cosas a los terroristas ante sus seguidores.

Aunque la lectura de la prensa cree la impresión contraria, el lío ahora mismo está en ETA y no en el Gobierno. El Gobierno debe evitar decisiones precipitadas y mantenerse firme, a la espera de comprobar qué hace ETA: o bien renuncia a seguir por la senda iniciada el 30-D, intentando recuperar parte de la credibilidad perdida, o bien realiza nuevos atentados mortales, cerrando definitivamente cualquier posibilidad de final dialogado de la violencia durante los próximos años.

Ignacio Sánchez-Cuenca, profesor de Sociología de la Universidad Complutense y coautor con José María Calleja de La derrota de ETA.