¿Hacia una nueva concepción del notariado?

La lucha contra las nuevas formas de delincuencia organizada ha obligado a los gobernantes a adoptar medidas excepcionales que pueden poner en peligro algunas de las conquistas más elaboradas de nuestro sistema de convivencia. Al notariado, por ejemplo, que se perfiló como un mecanismo de equilibrio y seguridad tanto de los ciudadanos como de los poderes públicos, se le están encomendando misiones que chocan con alguno de los atributos de su función original, como el secreto y la confidencialidad, que paradójicamente entran en riesgo cuando mayor es el amparo legal al derecho a la intimidad.

No se cuestiona la obligación del notario de denunciar los delitos que detecte, o de expedir las copias ordenadas judicialmente, o de prestar la información tributaria que demanden las autoridades fiscales o la colaboración que se precise en casos de excepción, pues todo esto guarda coherencia con la naturaleza de la institución y con las reglas de un estado de derecho. El debate se contrae a aquello que altera la estructura de la función, como las obligaciones que al notario le impone la transposición de directivas sobre blanqueo de capitales por ejemplo, que le abocan a estar alerta para inducir o sospechar si, tras la aparentemente inocua operación que ante él se formaliza, pudiera haber gato encerrado, lo que salvo casos palmarios es de difícil percepción y peor encaje con la función natural de unos profesionales concebidos para adecuar, formal y materialmente desde luego a la ley dictada, los documentos que autoriza. Esa obligación de presentir o recelar supone un leve pero significativo deslizamiento del oficio de notario desde su posición natural de funcionario-profesional depositario de confidencias a otra más estatalizada de inquisidor o sabueso que necesariamente conlleva cierta desnaturalización de la función según la entienden los ciudadanos.

Tal vez la lucha contra tanto delirio criminal exija como tributo doloroso de los ciudadanos la renuncia a una parte sustancial de su derecho a la intimidad, y obligue a las instituciones a forzar su estructura para integrarse en el esfuerzo colectivo. Pero este plus de renuncias y sacrificios debería tener bien marcada la nota de la "excepcionalidad" como antaño en los casos de guerras convencionales explícitas se declaraba el «estado de excepción», siempre provisorio. Y el tributo debe pagarse dentro del marco jurídico, es decir como límite impuesto por otros derechos prioritarios, sin que por ello los derechos sacrificados, aun refrenados, pierdan su fuerza expansiva y dejen de presionar como limitadores de esas limitaciones, que por naturaleza están sujetas al test restrictivo de sospecha de legalidad. Así lo confirma la posición firme y enérgica de nuestro Tribunal Constitucional. Por eso y aunque todas las instituciones deban colaborar sin reservas, aun a costa de forzar su estructura, la lógica aconseja respetar su armazón para que no queden desbaratadas para siempre.

No son sin embargo esos vientos de prudencia y cautela los que soplan ahora en Occidente y también en nuestro país, sino otros de signo intervencionista. Ahí esta la reciente Ley de Prevención del Fraude que, sin nota de provisionalidad, abre definitivamente en la reserva del protocolo un portillo para que pasen libremente por él, no solo los funcionarios encargados de atender emergencias, sino "las administraciones tributarias" de cualquier grado, estatal, autonómico o local, con el riesgo evidente de que pida también esa llave cualquier otra autoridad administrativa, pues a todas autoriza el art. 24 LN para imponer al notario obligaciones en el ámbito de su competencia, como si el notario formara parte del organigrama del Estado y los protocolos fueran un archivo público. Y aquí debe haber raya roja que es preciso respetar.

No debemos perder de vista que el oficio de notario nació no como creación del poder, sino como exigencia de las instituciones y luego de los propios ciudadanos cuando necesitaron seguridad. Y que fueron las demandas sociales, no el poder, quienes perfilaron y consolidaron en toda Europa esa figura híbrida de funcionario-profesional, dependiente en lo orgánico e independiente en lo funcional (véase STC 251/2006), que en el estado liberal es un resorte de seguridad, una clave a cuyo través la sociedad civil consigue dispersión efectiva de poder (Pettit) y una garantía para el libre ejercicio de los derechos individuales de los particulares incluso frente a los abusos de los poderes públicos. En este sentido el notario fue signo de democracia y libertad ciudadanas, y solo cuando éstas se suprimían solía ser estatalizado, porque el notario, éste fue lema notarial, es funcionario público pero no es agente del Estado. Y fruto de esa independencia y confianza es el rico venero de secretos, razones e intimidades confiadas al sigilo notarial bajo sus coordenadas naturales de confidencialidad y reserva cuya trasgresión traicionaría la causa de su formulación, venero que está bajo la protección de los derechos fundamentales a la intimidad y al honor que la Constitución reconoce a los ciudadanos y protege incluso frente al Estado.

Lo contrario sería recesión. Esa progresiva conversión del notario en un funcionario estatalizado no constituye ningún avance social, sino una adulteración de su cometido según lo entiende la sociedad, y encima es algo inútil pues, aunque se despoje a la institución notarial del emblema de la confidencialidad, no por ello los ciudadanos dejarán de satisfacer su deseo de privacidad y reserva, y lo harán en archivos paralelos o ante otro órgano de inferior control, que ejercerá clandestinamente las funciones que ahora se suprimen, quedando el protocolo notarial reducido a un elenco de impresos oficializados.

Y ello seria de lamentar. Porque el notariado, en su función originaria que es la que la sociedad demanda, forma parte de esas instituciones de la civilización humanista dotadas de racionalidad y facilidad de recuperación regenerativa que Habermas considera difíciles de sustituir en otros sistemas, por estar acrisoladas desde una concepción sutil de las reglas de la convivencia que facilita un ejercicio equilibrado de la libertad y la seguridad, y que responde a una concepción política del estado ,liberal, socialista o conservador, muy superior a la implícita en sociedades sujetas a dirigismo piramidal o regidas por principios intervencionistas.

José Aristónico García, decano del Colegio Notarial de Madrid.