¿Inmune Gadafi e impune Asad?

Actualmente somos testigos de un espectáculo único de duplicidad diplomática característico de los tiempos previos al Derecho Penal Internacional. Los mismos miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (EEUU, Gran Bretaña y Francia) que en febrero -apoyados activamente por Alemania- remitieron la situación de Libia a la Corte Penal Internacional (CPI) y luego hicieron realidad la doctrina, hasta entonces existente sólo en el papel, de la responsabilidad de protección, al parecer conducían últimamente -exasperados por el lento avance de los rebeldes libios- negociaciones secretas con el dictador.

Presuntamente se le garantizaba a Gadafi una salida decorosa e inmunidad frente a la persecución penal. Tales negociaciones socavan la autoridad de la CPI -incluso la de toda Justicia Penal Internacional- y convierte este tribunal en un juguete al servicio de los intereses de las grandes potencias occidentales. Así, parecen tener razón quienes desde siempre consideraron como una quimera la clara separación entre Derecho (CPI) y política (Consejo de Seguridad de la ONU).

La remisión por parte del Consejo de Seguridad es una de las tres vías para activar la jurisdicción de la CPI. Esta activación puede ocurrir, además, por la remisión de un Estado parte o por investigaciones de oficio. Es común a estos mecanismos que todas las decisiones sucesivas sobre el mismo asunto caigan, en principio, dentro de la competencia de la CPI. De este modo, incumbió exclusivamente a la Fiscalía solicitar una orden de detención contra Gadafi; y fue una sala compuesta por tres jueces la que emitió esa orden de detención.

Sólo excepcionalmente el Consejo de Seguridad de la ONU puede provocar la suspensión de un proceso ante la CPI y, así, hacer respetar un posible pacto de inmunidad. Sin embargo, tal suspensión está limitada temporalmente a un año y a su vencimiento debe ser nuevamente prolongada. En lo sustancial, presupone además una decisión del Consejo de Seguridad basada en el capítulo VII de la Carta de la ONU; o sea, que la suspensión debe servir también a la protección de la paz mundial y de la seguridad internacional.

¿Pero cómo podría haberse fundamentado de manera convincente la suspensión de la persecución penal contra Gadafi por el mismo órgano y con los mismos argumentos que antes posibilitaron la persecución penal? ¿Y cómo podría la suspensión del proceso contra Gadafi haberse prorrogado anualmente? La experiencia previa permite suponer que difícilmente se habría logrado una mayoría entre los estados parte de la CPI. La asunción de la persecución penal por parte de un nuevo Gobierno libio, también en discusión, no tiene, por el contrario, nada que ver con un pacto de inmunidad, pues con ello sólo se trasladaría la persecución penal -en el sentido de la complementariedad- a la Justicia nacional y el proceso ante la CPI sería inadmisible.

Las negociaciones de inmunidad son por principio problemáticas. Si prevalecieran, se privilegiaría a los poderosos criminales de Estado frente a los autores de nivel jerárquico medio, contra los cuales se siguen actualmente procesos ante la CPI. También serían privilegiados quienes emplearan todo el aparato de poder estatal para cometer crímenes internacionales, asegurándose con ello el apoyo de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad.

Si se dirige la mirada hacia Siria, este privilegio parece confirmarse de manera cínica, pues, si la situación de ese país se mide con el rasero del precedente logrado con las resoluciones relativas a Libia, entonces desde hace tiempo son necesarias resoluciones similares contra Damasco. El régimen sirio procede contra la oposición con una brutalidad aún mayor y causó en un periodo de tiempo considerablemente menor un número manifiestamente superior de víctimas civiles que el régimen de Gadafi. Además, la oposición libia se organizó militarmente en un tiempo relativamente corto y, con la intervención de la OTAN, se pasó a un conflicto según las reglas del Derecho Internacional de la Guerra, que permite el homicidio de combatientes de facto o de personas que participan activamente en los hostilidades, incluyendo a las fuerzas de la Alianza.

Por lo tanto, desde el trasfondo del precedente de Libia son forzosas resoluciones similares contra Siria. Sin embargo, en lugar de ello se ha llegado solamente a un acuerdo sobre una declaración presidencial del Consejo de Seguridad, que a todas luces es un compromiso político. En ella se condenan, por un lado, las violaciones de los derechos humanos y, por el otro, los ataques a los edificios gubernamentales, se afirma la integridad territorial del país y se destaca que la «crisis» actual sólo puede ser zanjada «bajo conducción siria».

Es evidente que una declaración así no tiene ningún tipo de efecto coactivo. Por ello, no sorprende que el régimen de Asad se muestre indiferente ante ella. Naturalmente, no es posible reprochar la inactividad del Consejo de Seguridad en el caso de Siria a los estados que impulsaron las resoluciones libias. En este caso, más bien, el bloqueo es producido principalmente por China y Rusia, miembros permanentes del Consejo de Seguridad.

En todo caso, el tratamiento diferente de los casos de Libia y Siria muestra que no puede construirse un sólido sistema de Justicia Penal Internacional a partir de la frágil base de las resoluciones del Consejo de Seguridad fundadas en el capítulo VII. La CPI representa un avance respecto a los tribunales ad hoc de la ONU, como el Tribunal para Yugoslavia, porque se apoya en un tratado y por eso es en principio independiente del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, su práctica más reciente es cuestionable a la vista de la posible manipulación política de su actividad.

Ya el caso de los crímenes cometidos en Darfur, y de la orden de detención dictada en consecuencia contra el presidente sudanés Baschir, mostró el escaso valor que tiene la remisión a la Corte por parte del Consejo de Seguridad si éste no cuida, además, de su cumplimiento, esto es, de la detención y entrega de los sospechosos. Si bien Baschir está limitado, por ejemplo, en su posibilidad de viajar, incluso a estados africanos, partes del Estatuto de la CPI le permiten el ingreso en sus países sin ser molestado. Su entrega a La Haya parece estar muy lejana.

En este contexto no es de extrañar que un número creciente de especialistas exija mayor distancia entre la CPI y el Consejo de Seguridad. La pérdida de autoridad de la CPI adquiere sin dudas una nueva dimensión con el intento del Consejo de Seguridad de bloquear de hecho la remisión de Libia a la Corte, circunstancia que debe ser combatida con decisión por los estados que valoran la credibilidad de una Justicia Penal Internacional permanente. En caso contrario, serían de temer nuevos daños para la institución de la CPI y experimentaríamos un renacimiento de la persecución penal nacional, que es, precisamente, lo que se quería impedir con la creación de la CPI.

Kai Ambos, catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Gotinga y juez del Tribunal Provincial de Gotinga, Alemania.

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